Esa noche acompañé a mis padres a la gala del Club du Monde; por ser fin del verano darían una cena especial con variedad artística para sus socios, la mayoría comerciantes adinerados españoles, franceses y marroquíes.
Llegamos al recinto, fastuoso edificio con toda la tradición árabe estampada en el añil de sus mosaicos y cenefas terracota. Cruzamos el vestíbulo para llegar al salón principal, igualmente opulento, donde servirían un banquete de al menos cuatro tiempos.
A los niños nos invitaron a pasar al jardín, pues el espectáculo de burlesque árabe iba a comenzar.
Me puse a explorar, y divisé al fondo una caseta de donde salía humo. Asomé la cabeza. Había un hombre alto cubierto con un turbante azul estilo tuareg, sólo se distinguían sus enormes ojos negros, que se achinaron en lo que parecía una sonrisa. Estaba asando brochetas de carne y zanahoria. Clavó tres trozos de cordero en un palito y lo coronó con zanahoria bañada en una salsa marrón. Me lo dio. Las especias explotaron en mi boca. Gracias, le dije. De un cajón sacó dos zapatitos dorados que me entregó delicadamente, como si fuesen palomas. Eran para mi hija, pero no le quedaron.
Me fui taconeando cual flamenca, ansiosa por mostrar el regalo a mis padres.
Qué terrible lo de Baider el cocinero… morir así y en el cumpleaños de su hija… dicen que volvía a su hogar después de la revuelta civil, relataba mi padre a mi madre camino al hotel, en cuya terraza pasé la madrugada para que el jaloque1 secara mis lágrimas.
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