“… la marcha plural del sobajeo humano.”
Pedro Lemebel
La bandera mapuche corona la imagen más icónica de este despertar que es Chile. Aquella foto se ha reproducido sin cesar, inagotable, como la representación de un proyecto utópico, como un sueño colectivo, la nueva quimera de las Alamedas. ¿Qué país nace desde la sonoridad del caceroleo? ¿qué sociedad emerge al calor de la barricada? Todavía nadie puede trazar una línea exacta, únicamente sospechas es lo que tenemos.
Una de aquellas sospechas, o una ilusión también para nosotros, es el acaecimiento de un Chile abigarrado, barroco, de una multiplicidad impostergable. Aquella imagen de Plaza Italia nos conmueve y moviliza, es un castillo humano fabricado desde el sobajeo, desde el contacto que nos contamina mutuamente, manchándonos unos a otros, habitando con más fuerza que nunca la frontera, dejándonos impugnar por aquel que siempre fue el otro. Esta marcha plural del sobajeo humano no puede ser únicamente expresión callejera, es fundamentalmente ello, pero debemos ser capaces de gestar lo constituyente desde esa pulsión. Creemos que lo plurinacional puede ser una respuesta. No la única, no la trascendental, pero una respuesta.
Es que Chile, de facto, vive dos momentos formidables: lo constituyente y lo plurinacional. Estamos forjando las nuevas significaciones compartidas, los nuevos horizontes de posibilidad: ¿qué significa Chile? ¿qué significa ser chilenos y chilenas? ¿chilenos todos? Hoy más que nunca las afirmaciones son intrascendentes, todo está siendo impugnado, estamos buscando nuestros propios recovecos. Y en aquel ejercicio la tricolor, la bandera de estrella solitaria nos conmueve, adquiere otros sentidos, vuelve a ser del pueblo, pero no nos satisface del todo. Es por ello que aparecen otras tonalidades, otras referencias, nuevos emblemas, otras naciones. Alimentemos esos contactos, gestemos una antropofagia cultural como nunca antes en Chile, habitemos radicalmente el sobajeo humano.
El problema: el mito de un Chile único e invariable.
El Estado de Chile se fundó sobre un mito y una guerra. El mito, todos somos igualmente chilenos. La guerra, todos contra los indios y los negros. La mecánica de este mito y esta guerra ha sido modificada al menos en tres oportunidades durante los últimos 200 años.
En el siglo XIX se hablaba de civilización versus barbarie, la chilenidad tenía que ser expurgada, purificada del lastre, del escollo indio y negro. Se trajeron, política pública mediante, cuerpos blancos, europeos, vidas civilizatorias, hoy configuradas en nuestras elites. Al mismo tiempo, a la indiada se le desposeyó todo lo suyo. Bajo el eufemismo de una pacificación, porque la barbarie siempre es descontrol y alboroto, el colonialismo militar y civil robó tierras, asesinó y catalogó de inferior todo lo indio: su cultura, su política, su economía, su vida entera fue nada más que signos de bestialidad, de atraso. Para el indio había sólo dos caminos: morir o chilenizarse. Guerra o mito.
Durante la primera mitad del siglo XX, la ferocidad civilizatoria había menguado, pero no desaparecido. Comenzó a ser mal mirada aquella visión asesina del proyecto civilizatorio, más bien había que incorporar al otro radical; comenzaron a ser parte de la nación, para ello el artefacto cultural fue la idea de mestizaje. En una primera lectura, esta nueva mecánica es positiva, el mestizaje reconocía la presencia india en el cuerpo de la chilenidad (no así la negritud, profundamente odiada por nuestras elites), pero había una trampa: la guerra como olvido. Si el mito seguía siendo que todos somos igualmente chilenos, la guerra buscaba que todo rasgo de indianidad quedara supeditada al bien mayor, nuestra nacionalidad común. Es que el mestizaje republicano consideró la síntesis de la mezcla como un «dejar de ser indios, ahora todos somos chilenos». Comenzó a operar el olvido, una extraña esquizofrenia entre reconocer la morenidad, para negarla. El mestizo, es decir, el chileno, fue cada vez menos indígena, quizás, por ahí, algún rasgo diminuto, controlado, insignificante, esporádico como cuando el chileno se enoja, cuando «se le para la pluma», pero nada más que eso, apenas una estela de indianidad.
¿Cuánto de aquella estela tienen los «alienígenas» contemporáneos? Sin duda, mucha, pero controlada por el olvido. Es claro que, entre los desheredados de la historia de Chile, la estela india, y negra por supuesto, se cuela por nuestros cuerpos, allí están, latentes y silenciados. No es casual, entonces, que indígenas rime con alienígenas. Somos los habitantes del extramuro, de las antípodas, de un mundo desconocido por nuestras elites blancas. En fin, el mestizaje del siglo XX fortaleció el mito de una chilenidad unificada mediante una guerra como olvido.
Los 2000 inician bajo una tercera mecánica del mito y la guerra de unificación nacional. Dado ambos fracasos, el exterminio del siglo XIX y la incorporación de olvido en el siglo XX, fue necesario un tercer momento de la mecánica: el multiculturalismo. El indio, porfiadamente, atravesó la muerte y el silencio, y apareció más actor que nunca, demandado territorio y autodeterminación. Las elites blancas, reaccionarias como siempre, para cultivar su poderío nacional y unificador, utilizaron la moda multicultural, construyeron al «indio buena onda», al indio mercantilizable, marca país, moda etnika. Y, al mismo tiempo, continuaron con la guerra: militarización, cárcel y muerte contra el «indio mala onda», es decir, contra la indiada que luchaba por redistribución y reconocimiento. El mito fue la moda multicultural; la guerra, la de siempre.
Una respuesta: nuestro mito, la plurinacionalidad.
En estos tres momentos de la mecánica de la unidad nacional, mito y guerra mediante, lo que han buscado es fortalecer la idea de Un Estado Una Nación. Ya sea mediante el exterminio, la incorporación de olvido o la celebración multicultural, lo que se ha negado permanentemente son los derechos colectivos de los pueblos, de los múltiples que habitamos Chile.
Este mito y esta guerra de unificación no dan más. En este momento constituyente, refundador, debemos ser capaces de construir otro mito, el de la plurinacionalidad. Acá se enclava un principio ético ineludible, reconocer la dignidad de los pueblos avasallados por la historia colonial, española y republicana. Ambas dimensiones del colonialismo, que han negado nuestra presencia pública y política, deben ser arrasadas para siempre.
Mito, sí, porque da impulso a nuestros quehaceres colectivos y cotidianos, mito como utopía latinoamericana, pero un nuevo mito, uno manchado de indianidad, de negritud, profundamente plurinacional, que busque e ilumine los recovecos, los espacios negados por la blanquitud y construirnos desde nuestro abigarramiento societal, desde los múltiples territorios y pueblos.
Asamblea Constituyente, sí, pero una Plurinacional, para superar Un Estado Una Nación, y construir un País de Países. Aceptar, por fin, el barroquismo que es Chile.
Claudio Alvarado Lincopi
Comunidad de Historia Mapuche
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