Un amigo me decía una vez que cada uno lucha desde su propia trinchera. En esa oportunidad esas palabras me parecieron una revelación. “¿Cuál es mi trinchera?”, pensé entonces. Con el correr de los años he ido sospechando que mi trinchera es la literatura, aunque más concretamente, y desprendida de ella, mi bastión de lucha y resistencia es la escritura que me suscitan las obras que el genio humano ha producido. “Cada uno lucha desde su propia trinchera”, me decía mi amigo. ¡Qué sabias palabras! En aquel entonces no estábamos ni cerca de lo que se me ocurre motejar hoy como la «revolución de octubre chilensis». Quizás por ello la trinchera individual me parecía un arma poderosa. No obstante, ha irrumpido en la escena nacional una trinchera con un mayor alcance social, que reclama estentóreamente una vida más digna, una existencia exenta de abusos. Esta experiencia inédita exige una trinchera con un espectro mayor. Por una curiosa coincidencia, dicho bastión me lo sugiere una obra publicada hace exactos cuatrocientos años.
En 1619 vio la luz la «comedia» Fuenteovejuna del dramaturgo español Lope de Vega. Para quienes no conocen el argumento de esta obra, lo paso a sintetizar muy sucintamente. Frente a las tropelías del Comendador Fernán Gómez de Guzmán, los habitantes del pueblo de Fuenteovejuna deciden organizarse en lucha armada, pues, como dice el regidor de la localidad, “somos muchos, y ellos poca gente”. Cuando el Comendador toma consciencia de la rebelión del pueblo profiere la siguiente frase: “El pueblo junto viene”, y finalmente, cuando aquél ha ajusticiado al tirano y visualiza las coerciones de los Reyes Católicos, el pueblo incurre en la desobediencia colectiva: “Concertaos todos a una en lo que habéis de decir (…). Morir diciendo Fuenteovejuna, y a nadie saquen de aquí. Es el camino derecho. Fuenteovejuna lo ha hecho (…). ¿Quién mató al comendador? Fuenteovejuna lo hizo”. He aquí el poder del efecto Fuenteovejuna. Incluso para el más ingenuo de los observadores del acontecer nacional actual, las analogías se tornan evidentes. Mutatis mutandis, la obra de Lope de Vega se despliega con una vigencia inusitada. En nuestra copia feliz del Edén, paradigma luctuoso del capitalismo más descarnado que ha conocido la humanidad, ¿quién encarna al Comendador?, ¿quiénes interpretan a los Reyes Católicos?, ¿quién representa el papel del pueblo que “junto viene”? Puede ser que el Comendador sea la clase política corrupta e indolente, o puede ser también que el Comendador sea la sinécdoque de una cofradía empresarial que ha sabido arteramente permanecer a través del tiempo. Incluso, por qué no, el Comendador sutilmente alegoriza la coacción que las Fuerzas Armadas han ejercido sobre las masas en demanda de una sociedad, no digamos más justa, sino menos indigna. Por otra parte, quizás los Reyes Católicos representen a aquellas entidades que garantizan la perennidad del abuso: ¿tribunales de justicia?, ¿el parlamento?, ¿la Constitución política del Estado? Por último, ¿qué representa el pueblo que “junto viene” de la obra de Lope? A mi juicio, ese pueblo es el único que se representa a sí mismo, porque el pueblo saqueado, el pueblo abusado, el pueblo inerme, el pueblo silencioso y atemorizado ha sido transversal. Hasta ahora.
Los sectores oficialistas arguyen sin ningún tipo de vergüenza que mediante la violencia no se logran cambios. Argumentan que mientras persistan en el país actos vandálicos no cederán un ápice en las demandas de la ciudadanía, pues ellos, los personeros del gobierno y sus satélites, son ante todo partidarios del diálogo. De pronto se pusieron platónicos. «Diálogo», demandan. Recuerdo haber visto una fotografía, probablemente de los años ochenta, en que Jaime Guzmán aparecía secundado por Joaquín Lavín. Sí, el mismo bufón que hoy aparece en los matinales con sus adefésicas soluciones para los problemas del barrio alto. Recuerdo también haber visto una entrevista que el repulsivo Don Francisco le hizo en 1980 al, en ese entonces, joven Sebastián Piñera, recién graduado del Doctorado en Economía de Harvard y flamante gerente general del Banco de Talca, en la que encomiaba la conducción económica de la dictadura y aducía que “íbamos por el camino correcto”. Diálogo piden, después de que, según ellos, “nos faltó visión” para vislumbrar la precariedad y la bronca del pueblo chileno. Ahora condenan el efecto Fuenteovejuna. Décadas de manifestaciones pacíficas, con itinerario y horario trazados por las distintas intendencias. ¿Qué se consiguió? Muy poco. Tristemente, y le duela a quien le duela, la colérica ciudadanía tuvo que echar mano al fuenteovejunazo para poder hacerse escuchar. No se trata de justificar la violencia, pero hay evidencia histórica de sobra que demuestra que los cambios basales de cualquier sociedad se han desencadenado mediante dicho mecanismo. Los chilenos lo sabemos muy bien, lo tenemos muy fresco en la memoria, porque la revolución neoliberal es el ejemplo más reciente que tenemos para graficar que una transformación como la que padeció este país no pudo ejecutarse sino a través de ese medio: la violencia, siempre la violencia, cuya expresión más palmaria fueron los campos de concentración donde se torturó a cerca de cuarenta mil compatriotas, donde se asesinó a alrededor de tres mil doscientos y sobre muchos de los cuales aún no conocemos su paradero. Pero hay que resolver los problemas con diálogo, nos dicen filosóficamente los discípulos de Platón.
Debo insistir: no soy partidario de una violencia sistemática para desencadenar las transformaciones en demanda de mayor justicia social. Sin embargo, la clase política y la clase empresarial deben reconocer que fueron ellos mismos los que, con sus prácticas alienantes, despertaron el germen de la violencia alojada en lo más profundo del ser humano chileno. Si hay alguien responsable de la violencia popular, habría que empezar a mirar en dirección al establishment, pues, así como ocurrió con los enconados y abusados habitantes de Fuenteovejuna, nuestros compatriotas no tendrán ningún reparo en contestar, ante el interrogatorio de la burocracia estatal, que al neoliberalismo “Chileovejuna lo mató”, porque los chilenos “somos muchos, y ellos poca gente”. Si ya circulan ilustraciones de Tevito y el Negro Matapacos chocando patas, es porque la lucha del pueblo se ha tornado transversal, porque el pueblo de todas las épocas, en el gran teatro del mundo, siempre se ha encarnado a sí mismo.
C.H.T
Noviembre de 2019
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