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Excusas
Tengo pocas palabras últimamente, y de salto en salto, aparecen algunas, algunos sentires. Suspensión y desborde, pareciera ser mi acontecer, bueno, y de varios en el país que despertó. Lejos de solo sentir o rabia o miedo, binomio que pareciera explicar las reacciones sobre el despertar social, siento gusto, tristeza, asombro, vibraciones en todo el cuerpo que no había sentido así antes, o tal vez lo había sentido, pero no con los lazos afectivos que se han intensificado estos días: con los vecinos, las amigas, los queridos. Esta experiencia de aparición y desaparición de palabras, también ocurre con el pensamiento. También se suspende y se desborda. Esta situación me complica más que el de las palabras, pues las palabras por una cosa de existencia tarde o temprano salen, al menos para decirle a mi hijo: “están en el juego de la protesta” cuando mira a los manifestantes desde el parque forestal en nuestros paseos de media tarde. La suspensión y desborde del pensamiento me complica. Pues es ese ejercicio, para mí, una experiencia vital que, hasta hoy, me había ayudado a tramitar, procesar, filtrar el mundo. Esa filtración no solo como herramienta para no tocar la vida misma, la muerte misma, sino que también para mantener una cierta sospecha, sospecha también ingenua, respecto a los discursos del éxito, retóricas heroicas o promesas de felicidad.
Ahora, mi vínculo con el pensamiento, confieso, también es un deseo de control, respecto al mundo, lo que nos dicen que es o debe ser. Control iluso. Bueno, estoy sin mucha capacidad pensativa, lo cual me complica la existencia, pero también sin mucha capacidad de control, lo cual, o lo tomo como una amenaza radical, o como una posibilidad. Ceder el control es abrirme a la incertidumbre ya no como peligro sino como pura potencialidad de multiplicación de lo simbólico (Richard 2001). Y es que siento que este despertar, además de generar una crítica al modelo económico y a la democracia representativa, es una posibilidad de un lazo distinto con la vida, con la muerte y con la diferencia. Y es en la escritura, tanto la mía como en mi lectura de otras filosóficas, ensayísticas, poéticas y dramaturgas, donde encuentro una territorialidad posible para la multiplicación de estéticas para nombrar y entender este despertar. Una escritura del fragmento, nómade, incierta, amorfa, anclada a la cotidianeidad, a lo íntimo y lo político, en movimiento y en “errancia permanente” -como dice Raquel Olea (2019; 93) respecto a la escritura de Guadalupe Santa Cruz-, una escritura que se niega a decirlo todo, que le es imposible la coherencia. Pues para mí, la exigencia de una coherencia es una de las más crueles peticiones que se le puede formular al ser.
Pero también una escritura que parece ser posible en la pausa, no en la detención, en la durabilidad del tiempo suspendido. Un tiempo distinto al tiempo lineal, del horario laboral, escolar. No, ese tiempo no. Otro tiempo que se detiene en movimiento para que el yo tenga un espacio. Tiempo que permite el espacio del yo en la escritura. Como señala Olga Grau (2009), respecto al poeta Luis Oyarzún y su concepción del tiempo en tanto durabilidad, movimiento, flujo; la escritura es la forma en que percibimos lo real, nos relacionamos con un mundo en constante devenir, cuestionando la identidad estable del ser. Así, el ser, podría, devenir en la escritura misma.
A su vez, es una escritura en la pausa de la huelga. Pero no cualquier huelga. Retomo la siguiente interpretación de Willy Thayer (2017): “(…) la huelga o violencia pura benjaminiana no privilegia ni niega vectores de temporalidad, no impugna un “ahora” afirmando un después, no salta de un presente homogéneo a otro. Más bien los suspende afirmativamente a todos abriéndose a su mosaico, preservando en el choque de mucho, en la zona de recíproca interrupción, como instante del despertar. Ese despertar permanece vacilante, crispado en el choque de vectores, sin enajenarse en ninguno y sin quedarse fuera de muchos, ni menos localizarse en un espacio trascendido de todos. El despertar no se localiza, no se estabiliza; titubea, oscila, lejos de cualquiera pero cruzado, contagiado por varios, desestabilizando los términos de su homogeneidad, su identidad, su intencionalidad” (216). La escritura que les presento hoy es un intento por existir en estos tiempos del despertar: una sin certezas.
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Inquietudes
Vivo en Barrio Bellavista, comuna Recoleta. La vida cotidiana es compleja. Ruidos de helicópteros y balines, olor a lacrimógenas, sonidos del carro lanza aguas, olor a barricadas, caceroleos día y noche, ruidos nuevos y formas de habitar el territorio nuevos para nosotros. Sin el jardín, estamos harto en el barrio con Nahuel. En cierta forma, estamos en el “juego de la protesta” todo el día. Voy poco al trabajo y más bien nos vamos de casa en casa de amigas y vecinos para sentirnos juntas, escucharnos y de vez en vez intentar comprender lo que está pasando. Vamos a cabildos, pequeñas marchas y encuentros en el parque y centros culturales. Las protestas masivas ya no son un espacio habitable para nosotros. Tenemos un nuevo habitar, ya no marcado por el apuro del tiempo neoliberal, sino por la suspensión. Es que estamos en huelga. Paramos para negarnos a esta “democracia” que nos tiene entre la vida y la muerte, y paramos para estar más al lado de la vida. Nuestra huelga en realidad es muy productiva, es una pausa en el flujo vital, en realidad, es una pausa reproductiva de la vida misma. Almuerzos comunitarios, helados en la esquina con la tía de las verduras, visitas a las que están enfermas, a las que están angustiadas, a las que nos sentimos solas, conversas en el patio de mi edificio con los vecinos compartiendo historias. Muchos de ellos, los más viejitos, recuerdan la dictadura. No como ejercicio mimético para igualar lo actual con el pasado, sino como un ejercicio de hacer aparecer una memoria, una memoria que brota frente a los ojos, un ejercicio crítico del tiempo lineal y que muestra la durabilidad de las violencias. Y aparecen los lazos, aparecen los relatos. Cosas que la dictadura quiso silenciar, cosas que la democracia también.
Y en estos encuentros, en estos lazos afectivos-políticos, actividad de reproducción de la vida, aparece también la muerte y la desaparición, y con ello la rabia por la impunidad y la exigencia de justicia. El acto vital de encontrarnos nos hace recordar la herida a partir de la cual se funda nuestra “democracia”: la violencia. Recuerdo, entonces, la siguiente frase: “Esta vida que llevamos es producto de dos seres antagónicos puestos a convivir en nuestro pecho: el horror y el futuro”.
Frase de la obra “Diatriba el desaparecido”, reinterpretación de la escritura original de “Diatriba de la empecinada” de Juan Radrigán, nos hace un guiño a pensar en la simultanea existencia, en nuestro pecho, en nuestro cuerpo, en nuestro sentir cotidiano, de seres antagónicos, o podríamos pensar, seres que existen porque existe el otro, el horror y el futuro. Extendamos este guiño en su laxitud espacial y temporal y podríamos pensar que el horror no es solo del pasado, es también su repetición, su reaparición en nuestro pecho, y el futuro no como aquello que vendrá, sino como una promesa cruel (Berlant 2011) que informa la justificación de ese horror, invitándonos a olvidar, a seguir adelante con nuestras vidas. Invitación, perdón exigencia, que nos pide algo fatal: dejar que la muerte o la desaparición sea una deuda que debemos llevar para que “no siga ocurriendo” y volvamos a la “normalidad”, al pacto social. Pero el pacto tendría esa marca, ese dolor horroroso, marca de nuestros muertos y desaparecidos, algunos incluso sin nombre. Nuestra vuelta al pacto portaría esa herida y, por tanto, siendo imposible su realización. Pues no podría pensarse, creo, un pacto, una democracia con origen sangriento y cruel, sin justicia, sin dignidad. Como señala Victoria, la protagonista del guión de Radrigán, una viuda de un detenido y desparecido en Dictadura: “Cochinos, retorcidos, no moveré el culo ni mostraré las tetas. De mí no pueden esperar calmantes ni pasatiempos. Hace treinta años que vengo arrastrando el poncho. La mía es una rabia torrencial, provinciana, nacional y mundial. A esta rabia no hay fuerzas que la detengan. Así que basta de vueltas y revueltas, se pararon los desgraciados y partieron a buscar a Desaparecido. Sin él entre nosotros no hay Dios, demonios ni democracia que nos salve”.
Frente a la exigencia de ceder la vida por el pacto social, ceder al desaparecido, me surgen algunas reflexiones – por lo cierto, reflexiones y no certezas- a partir de acciones que mujeres y feministas convocan en este despertar 2019, acciones que intentan hacer aparecer la violencia, un trabajo memorioso de no olvidar a nuestros muertos, desaparecidos, torturados y heridos y que apelan a una ética del cuidado, ética de la vida misma; y que generan un cuestionamiento a las figuras de la autoridad y la democracia.
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Hacer aparecer la violencia desde los afectos
Más de mil detenidos y desaparecidos existen en Chile producto de la dictadura cívico-militar de Pinochet. Durante estas semanas de protesta, el Instituto Nacional de Derecho Humanos declaró 28 personas desaparecidas, de las cuales se han encontrado 22. Seis siguen sin rastro. Más de 200 personas han perdido sus ojos, hay más de 400 querellas por homicidio, tortura, abuso sexual y más 20 personas han muerto. Frente a este contexto, me enfoco en este escrito en algunas acciones realizadas por mujeres, sin por ello sugerir que son solo ellas las que están haciendo estos actos o con el ánimo de romantizar “lo femenino”. Simplemente son acciones que han dejado alguna impresión, una distinta, en mí y que refieren a las demandas históricas de muchas de ellas.
El viernes primero de noviembre, “Mujeres de Luto” realizaron una marcha silenciosa desde metro Salvador hasta La Moneda. Vestidas de negro y con flores blancas, al llegar, corearon “justicia, verdad, no a la impunidad”. En su trayecto, algunas realizaron una performance frente a un grupo de policías: primero levantaron un “cuerpo muerto” simulando un funeral y luego con un parche en el ojo alzaron los brazos. Cuerpo muerto, ojos muertos, manos alzadas. Así también las feministas autónomas y aquellas de la campaña “Ni una menos Chile” han hecho demostraciones respecto a las mujeres desaparecidas en este despertar, haciendo la ligazón entre violencia de estado y violencia sexual. En un encuentro en el Museo de la Memoria y en varias marchas en Santiago muestran un lienzo que dice: “Hay desaparecidas, violadas y torturadas en la dictadura de Piñera”. Estas acciones de mujeres debaten la violencia actual, de la violencia de ayer, de las violencias del Estado, de las violencias que viven las mujeres en particular poniendo los afectos, el dolor, como protagonista. Estos ejemplos son ejercicios de “huelga”: intentos, creo, de irrupción de la violencia a través de la puesta en escena de los afectos. Es el duelo, la rabia, afectos que disputan la impunidad, la violencia de Estado desde la vida misma.
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Cuestionamiento a la impunidad y a la autoridad
Pablo Oyarzún, en “Autoridad ley violencia. El instante de la crítica” (2017), toma nociones de Hannah Arendt y Walter Benjamin y dice lo siguiente: “La autoridad es o supone un tipo específico de poder. La señal de esa peculiaridad es el índice de reconocimiento que acompaña a la autoridad y que hace del suyo un poder legítimo. Se entiende, con ello, de alguna manera, se liga la génesis, el estatus y el régimen de la autoridad con la libertad de los sujetos que la atribuyen a un determinado portador” (271) y sigue, con respecto a su legitimidad: “La autoridad no se constituye como tal a partir de la mera imposición: debe haber razones para conferir esa calidad a un sujeto; la libertad de los que la confieren se muestra eventualmente si esas razones no están ya más disponibles, en virtud de lo cual cabe que el reconocimiento sea retirado y colapse así el índice de legitimidad correspondiente” (271). Entonces, en primera instancia, la legitimidad de la autoridad está directamente ligada con la libertad de los sujetos: libertad a existir sin violencia, y si dicha libertad es suprimida, el reconocimiento a la autoridad puede ser cuestionado. Pero Oyarzún agrega que, en la práctica, la autoridad adquiere poder propio, una fuerza propia que no siempre requiere la conciencia de las razones para su legitimidad. Más que conciencia, lo que le confiere poder autónomo a la autoridad son los afectos como el miedo, la admiración o el respecto de los súbditos. Bueno, pero ¿qué ocurre cuando la gente dice perder el miedo? Quiero pensar que este despertar nos permite volver a ubicar la legitimidad de la autoridad en otros afectos (como la indignación) y en la condición de libertad como elemento sustancial para la democracia. Y es la libertad y la justicia, creo, lo que hoy está siendo demandado.
En particular, ¿qué ocurre cuando las acciones de estas mujeres cuestionan el reconocimiento de la autoridad al hacer aparecer nuestros muertos, torturados, violados y desaparecidos; cuando cuestionan la autoridad con las exigencias de justicia, negándose a la impunidad?
La violencia, los desaparecidos, producto del ejercicio de la policía estas semanas es interpelado, creo, con los ejercicios de memoria descritos, y también con algunos rayados que he visto en la calle: “aborta un paco” o “yo abortaría por si se hace policía”. Es una interpelación particular, una que no cae rápidamente en la omnipotencia. Pienso este vínculo entre derecho al aborto y crítica a la violencia no solo como un gesto profundo de pensar la violencia de Estado como violencia patriarcal. Sino también como una interpelación a la libertad como condición de legitimidad de la autoridad. El derecho al aborto es una demanda histórica de las feministas que apela a la autonomía de las mujeres, a la libertad de elegir y gestionar sus cuerpos, y una crítica al lugar reproductivo históricamente asignado por la teoría liberal, fundadora de nuestras “democracias”. Recordemos a Carole Pateman y su argumento: el contrato social se basa en un contrato sexual que construye el espacio de lo doméstico como femenino y el espacio público como masculino, y el control de la sexualidad de las mujeres es base, también, del lugar de la política, lo público y lo masculino. Entonces, ¿qué significa “aborta un paco” en la crítica a la violencia del gobierno de Piñera? El rayado “Aborta un paco” no es equivalente a “mata a un paco”, rayado que también he visto en nuestros muros. El primero responde a la vida, el segundo a la muerte. El primero quiere reinstaurar la libertad y la autonomía (de las mujeres) como principio para el reconocimiento de la autoridad, y el segundo reproduce la lógica de la violencia del gobierno actual. La primera, crea un otro espacio simbólico de justicia.
Termino con esta idea, que queda en forma de ensayo para seguir titubeando hacia algún pensamiento: “Aborta un paco” y los actos de demanda de justicia por parte de organizaciones y de mujeres, y feministas en particular, siento, nos convidan a una pregunta esencial: cómo pensar la democracia desde la libertad, desde la vida misma, para despertar del horror de la violencia que tanto hemos aguantado. Ésta es una pregunta que no intenta pasar de un estado del derecho a otro, de cambiar los mecanismos del poder, pues tensiona los propios criterios de historicidad del devenir político. Como señala Benjamin en “Para una crítica de la violencia”: “La justicia es el principio de toda imposición divina de fines” (445). Elizabeth Collingwood-Selby retoma esta idea y señala: “la justicia –el acontecimiento de la justicia-, no nombraría, en ningún caso, una forma particular de poder, una forma particular –una forma justa- de organizar y articular, de administrar las relaciones de poder, sino el instante en que, activada la “chance de una solución enteramente nueva frente a una tarea enteramente nueva” (Benjamin “La dialéctica del suspenso” pp. 58), se interrumpe, caso a caso, el ejercicio de la violencia como ejercicio de poder” (2107; 264). Entonces, la pregunta que planteo (cómo pensar la democracia desde la libertad, desde la vida misma, para despertar del horror de la violencia que tanto hemos aguantado) es una por la interrupción de la relación entre violencia y derecho, interrupción del poder como fin, para proponer la justicia como motor permanente para la democracia de este despertar o “hasta que valga la pena vivir”.
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