Veremos (…) a mujeres que hacen cosas juntas: caminan el barrio, viajan lejos para encontrarse, marchan la ciudad poniendo el cuerpo, se visitan (…), se mudan o truecan cosas (…). Todas metáforas de mujeres viajeras con pedagogías itinerantes.
Alonso y Díaz.
Hace tan sólo una semana, el 1 de marzo, murió Graciela Alonso, activista argentina fundadora de la Revuelta Feminista de Neuquén y profesora dedicada a la formación docente en la Universidad de Comahue. Y hace unos días mi amiga Andrea me pidió escribir un texto sobre la serie documental Emancipadas y nuestros activismos. Atravesada por la tristeza de la muerte de la maestra que fue Graciela, movilizada por sus reflexiones y conmocionada con las mujeres de campo, desierto, cerro y mar (así se llaman los 4 capítulos que conforman la serie) escribí este texto.
Corría el año 2012 y era yo una “recién llegada” a la ciudad de Buenos Aires. A las pocas semanas, tuve la suerte de conocer a unas amigas feministas de una amiga chilena en común, que les encargó acogerme. Por ellas supe de la Librería de las Mujeres. Obsesionada con encontrar bibliografía que reuniese pedagogía y feminismo (y no sobre enfoque de género en educación, mucho más en boga en ese tiempo y aún hoy), pregunté a la mujer que atendía, qué libros tenía en esa línea. “Poco, muy poco” me respondió… aún así me indicó unos cuantos libros en una estantería. Me llamó la atención el título de uno que parecía antiguo, se llamaba Hacia una pedagogía de las experiencias de las mujeres. Ahora que lo pienso no lo es tanto, es de 2002, sin embargo, se escribió en un tiempo -casi 20 años atrás- en que nombrarse profesora y feminista y pretender ligar pedagogía y feminismo tenía implicaciones diferentes a las que hoy tiene esa enunciación, este posicionamiento. Si hoy sigue siendo difícil enunciarse feminista en ciertos contextos laborales, imagínense para las profesoras 18 años atrás.
Ese libro que llegó a mí por casualidad (o sincronía), marcó un hito en mi biografía pedagógica, al darle palabra y sentido a sensaciones e ideas que veníamos susurrándonos entre amigas con las que compartí el aula de la universidad en que nos formamos para ser docentes. Transcribo una de ellas, para mí la principal, y que es una provocación al campo educativo: es necesario “desinstalar la idea de escuela como sinónimo de pedagogía”, escrito por Graciela Alonso y Raúl Díaz con colaboraciones de Valeria Flores (hoy val flores con minúscula), Ruth Zurbriggen, Alejandra Rodríguez y Laura Mombello, “Hacia una pedagogía de las experiencias de las mujeres” es un libro que incita a no pensar la pedagogía amurallada por la escuela, a no circunscribir lo pedagógico a lo escolar, a “no hacer pedagogía para la escuela” (flores, 2017, p.11). Los espacios que en este libro se consideran y resignifican como educativos, son lugares que han sido levantados por mujeres organizadas que buscan y rebuscan estrategias para sostener la vida. En dichos espacios, las posiciones que enmarcan a la pedagogía escolarizada están ausentes: no hay escuela, no hay profesores, no hay sala de clases, no hay burocracia, no hay certificación, no hay competencia, no hay domesticación. No hay nada de eso y sin embargo están llenos de experiencias de aprendizaje movilizadoras, vivificantes, transformadoras; de pedagogías cotidianas que se van hilvanando en el proceso de colectivizar las experiencias vividas y organizarse políticamente. De esas subversiones que las mujeres despliegan cotidianamente y que se amplifican cuando se reconocen en otras y se animan juntas a organizarse, de la colectivización de esas experiencias surgen unas pedagogías: una pedagogía de la lucha, una pedagogía contra el supuesto destino, una pedagogía de la amistad y del erotismo entre mujeres, una pedagogía del cuidado de sí y de compartir los cuidados, una pedagogía de viajes, una pedagogía de encuentros, una pedagogía de tomar la palabra y de decir aquéllo que nos ha sido negado…
La noticia de la muerte de Graciela me hizo volver a ella, a sus textos. Con ese telón de fondo no pude sino mirar los pasajes de vidas que se reúnen en Emancipadas como pedagogías… Las pedagogías de des-aprender el heteropatriarcado capitalista y colonial como pulsión de vida.
En Emancipadas, Doñas (la mayúscula es a propósito) de 70 años y más (y también de menos) conformaron en Rinconada de Parral (sexta región), el Club de Adultas Mayores Las Violetas. A ellas acompañamos en el capítulo “Mujeres de campo”. La señora Sonia, su presidenta, lo es hace 18 años así que este centro social tiene lo mismo que ella o más. Las Violetas se juntan, salen de casa, cuidan sus animales, cultivan, siembran flores, cuidan de sí mismas, componen, cantan, actúan, viajan, aman la vida. “Soy una mujer de amor”, dice Sonia. Las mujeres de campo santigüan, curan el mal de ojo, sacan el empacho, curan las wawas. Cultivan yerbas y nos enseñan su poder de sanación. Vestidas de morado ejercitan su cuerpo con la misma concentración con la que llevan adelante prácticas de economía feminista: la rifa de los huevos, la gestión colectiva de la once del día de reunión. Sus historias de amistad longeva e íntima nos recuerdan que amar y amarnos es político, que espejearnos, resonar en las vivencias de la otra, acompañarnos, cuidarnos en la enfermedad, reírnos, reírnos mucho juntas, también lo es. Pedagogía de la risa y pedagogía del canto que circulan entre generaciones, pues ellas cantan y ríen con sus nietas.
De las mujeres de campo aprendemos que son gestos cotidianos lo que van dando forma al tejido micropolítico de las desobediencias que les/nos abren las puertas del estoy conmigo misma: perder los fósforos todos los días para salir a dar una vuelta en la noche y estar sola, es una de esas subversiones imperceptibles, pero gigantes.
En “Mujeres de desierto” asistimos a la pedagogía de la vida en el centro, de las y los ancestros, de la comunidad, de la defensa del territorio, de la trashumancia, del silencio del desierto. La Comunidad Colla Pai-Ote es dirigida por Ercilia, la protagonista de este capítulo. Criancera, la vemos todo el tiempo rodeada de cabras, de perros con nombres de personajes famosos de la televisión que la acompañan en sus recorridos. Hacer queso de cabra, esquilar su lana, hilarla, tejer. Pedagogía del telar que Ercilia intenta traspasar a sus nietas y nietos. La vida cotidiana de Ercilia gira en torno a la pachamama y sus ritmos, devenir que se ve interrumpido por los recuerdos de la dictadura y la postdictadura. Su memoria valiente no olvida que fueron los gobiernos concertacionistas los que institucionalizaron el despojo extractivista-capitalista que hoy amenaza, más que nunca, a la comunidad y a la vida del territorio. Así, vemos a Ercilia y a otros representantes de Pai-Ote luchando, poniendo su cuerpo en la lucha, contra la megaminería y la expoliación del agua.
Igual que en “Mujeres de campo”, en este capítulo palpamos los hilos invisibles que se tejen entre distintas generaciones de mujeres: en un pasaje hermoso, mientras Ercilia dirige una ceremonia a la Pachamama, una niña de la comunidad reprende a un niño por no seguir con sus manos el pulso colectivo. Interpreto este gesto como una muestra sutil de esos hilos intergeneracionales y de las infinitas dimensiones y formas en que las mujeres sostienen la vida de la comunidad.
“Mujeres unidas por el Mar” es el nombre de la agrupación que protagoniza el capítulo de nombre casi homónimo. En Arica, seis mujeres cuyas vidas giran en torno al mar desde su infancia, aún no realizan el sueño de tener juntas un patio de comida, sin embargo, acompañadas por la otra, cada una ha logrado sostener su economía sin depender de ningún hombre: “Ellos nos cortaban las manos” y “nos explotaban a la vez”, dice María. Separada de su primer marido, logró levantarse a sí misma con la ayuda de sus compañeras quiénes le repetían “No vuelvas atrás”. Despues de no tener ni’ pa comer, ahora tiene un puesto en el puerto cuya especialidad son los sandwich de pescado. Lo que gana con su negocio le permite tomar decisiones para ella misma y sus hijos y eso le llena el corazón. Su puesto es además la sede de reuniones de la agrupación y un lugar donde sus compañeras pueden ir a recibir un regaloneo rico de María, que hace magia con la comida. Para Marianella “el mar es todo”, es su fortaleza. De las seis, es la única que pesca. Paró su casa gracias a la venta de lo que el mar provee… Este capítulo es el de la pedagogía de caminar hacia la construcción de la autonomía económica, de mantener viva la memoria de las mujeres que lucharon antes que nosotras para que hoy tengamos la fuerza que tenemos, del “ahora tomo mis propias decisiones”, del “¡A morir juntas!” dando cara contra el machismo del puerto.
Luego del megaincendio de 2014 que afectó a los cerros La Cruz, El Litre, Las Cañas y Merced de Valparaíso, mujeres de Las Cañas decidieron conformar -hace tres años- un centro de madres. “Lo pasamos re mal, pero ahora estamos bien” dice una de ellas, con esa buena cara al mal tiempo de las mujeres grandes y de vidas duras, como las que protagonizan el capítulo “Mujeres de Cerro”. Desde entonces todas esperan “que llegue luego el lunes” para estar juntas otras vez. Cantan karaoke, celebran, hacen chistes cochinos y se ríen de ellos a carcajadas. Tejen, cosen, pintan muros, escriben décimas, cultivan plantas, porque las plantas, para ellas, son sinónimo de amor. Comparten recuerdos de cuando eran niñas y no las dejaban ir a la escuela por ser mujeres: “Si es que, se aprendía a leer y escribir”. Colectivizan reflexiones sobre “cómo vivían antes el amor” cuando “todo era pecado”, cuando casarse era pasar la vida sirviéndole a un hombre. Nuevamente asistimos a la pedagogía de la amistad entre mujeres y de las economías feministas: de jovencita, una de ellas logró emanciparse de la violencia de su esposo gracias a una amiga que no solamente le dijo “no puedes seguir así”, sino que además le ofreció una pieza donde vivir. Hago este énfasis porque son esos gestos concretos, materiales, orientados a resolver lo básico -techo, comida, agua, salud, etc.- y el tejido de redes que nos permiten ir creciendo en autonomía, los que configuran aquello que llamamos ética del cuidado y economía feminista.
De la multiplicidad de posibles extractos maravillosos que nos regala esta serie documental, me quiero quedar con algo que cuenta Elena en este capítulo “Mujeres de Cerro”:
“mi padre era comerciante y él se levantaba, me acuerdo, como a las tres de la mañana y mi mamá se levantaba a atenderlo a esa hora. Le servía el desayuno, de ahí preparaba el almuerzo ella. Entonces, yo cuando escuchaba a mi mamá, chiquitita, yo estaba niña, yo decía, yo nunca-nunca… cuando yo me case -si me llego a casar- nunca voy a hacer eso. Nunca voy a levantarme tan temprano a servirle a un hombre”.
Desde muy niña Elena fue planeando su fuga del machismo en el que creció. Son estos gestos cotidianos los que construyen el tejido micropolítico de la emancipación de las mujeres. De ese mismo “hilado fino”, – [1]Pongo esta idea entre comillas porque estoy haciendo eco del hilar fino al que nos convocan las compañeras feministas comunitarias aymaras bolivianas.- está hecha esta serie.
Su directora Dubi Cano y todo el equipo de Sinóptico Audiovisual (Lucía Pérez, Jessica Bruna, Verónica Garay, Kamila Véliz, Marietta de Vicenzi, Heidi Valenzuela, Luisina Jacinto, Andrea Salazar, Verónica Garay), ponen el foco en los detalles de las historias de las mujeres y de sus paisajes; se detienen en las luces y las sombras que proyectan las casas o los animales sobre la tierra, en el silbido del viento en el desierto, en la danza de los cuerpos y la sonrisa enorme de las mujeres del mar. A veces silenciosa, a veces etnográfica (hay pasajes en que sencillamente se muestra la dinámica entre las mujeres), esta es una serie documental bellamente política.
Emancipadas hace visible un tejido que conecta a las mujeres -populares, de campo, de cerro, del desierto, indígenas, del mar, trabajadoras- intergeneracionalmente. Hace visible esa gran trama que conecta todos los gestos de las niñas que fuimos, las mujeres que nos antecedieron, cada una de nosotras, las niñas de hoy y las mujeres que vendrán, han ido y seguirán urdiendo: esa trama silenciosa, minuciosa, milimétrica, pletórica de diferentes formas de lucha íntima y colectiva, sutil y también vociferante, porque nuestra vida encuentre cauces por los que fluir libre de machismo, violencia, despojo, colonialismo, abusos, lesbo y trans-odio… Una vida que valga la alegría vivir.
Leer en clave pedagógica las experiencias de las mujeres que gracias a Emancipadas conocemos, leerlas con ternura, con deseo, con risa, con rabia como lo expresa Daniela Catrileo en Antes de Escribir Leer, es para mí un gesto político feminista: Saberlas saberes es una confrontación al lugar de no-saber que históricamente la ciencia -petulante y pretenciosamente universal- le ha asignado a los saberes populares, de los pueblos indígenas, de las mujeres campesinas, de las abuelas, de las mujeres negras. Es de esperar que en tiempos de insurgente revuelta, esta injusticia epistémica -colonial, patriarcal, capitalista- que ha ubicado históricamente a Europa (y a Estados Unidos), a la historia de los hombres y a las lógicas extractivas y del despojo como las únicas coordenadas posibles de nuestra vida en sociedad, sea desactivada, desarmada, desmontada. La experiencia vivida de los pueblos de Abya Yala, de las mujeres indígenas, de las mujeres negras, de las mujeres de Emancipadas nos muestra, una y otra vez, una trama muy diferente. Ellas encarnan -como muchas mujeres que habitan este territorio- la pedagogía de la “ecología de saberes” de la que tanto ha hablado Boaventura de Sousa Santos, es decir que es posible “compatibilizar la generación de riqueza con el Vivir Bien y con la Madre Tierra”.
Si la invitación de la revuelta que estamos viviendo es a re-existir, que sea con la pedagogía de la organización entre mujeres, de la vida en el centro, del Vivir Bien, del transformarlo todo para construir la vida que soñamos, la de la Madre Tierra y la de las Emancipadas.
Perfil del autor/a:
Doctora (C) en Sociología Universidad Alberto Hurtado y descendiente, después de varias generaciones, de un alguien que cruzó a Chile por un paso fronterizo no habilitado (antes de que esa nomenclatura fuese siquiera inventada).