Texto editorial escrito por Matías Marambio de la Fuente, a partir de categorías de asedio en tres tiempos al coronavirus: como fenómeno global, como acontecimiento infausto y como repliegue en nuestras casas.
Pandemia
¿En qué idioma habla un virus? Todos y ninguno, al parecer. La circulación ubicua de la enfermedad que hoy nos tiene entre la paranoia y la ansiedad, entre la reclusión asfixiante y la compulsión higiénica, ha estado garantizada por mucho más que sus propiedades bioquímicas. El movimiento de personas ha acompañado de antiguo al movimiento de enfermedades, al punto en que sería imposible hacer una historia de la globalización –desde el siglo XV hasta hoy– sin que ella sea una historia de las dolencias desplazadas a lo largo de kilómetros. Viruela, sarampión, sífilis: las enfermedades del momento de la expansión evangelizadora en América; fiebre amarilla y malaria, las del imperialismo en África y Asia; el VIH, la patología del capitalismo neoliberal. Tanto sus causas como sus curas fueron expresiones del mundo que emergía de las conexiones cada vez más intensas entre territorios que, hasta entonces, se encontraban distanciados física o imaginariamente.
Visto desde una perspectiva “técnica”, la diferencia entre epidemia y pandemia sería de escala: pandemia > epidemia. Pero sabemos que la diferencia cuantitativa puede tornarse cualitativa bajo las circunstancias precisas. La declaración oficial de la Organización Mundial de la Salud a propósito del carácter pandemia del COVID-19 ocurrió el 11 de marzo de 2020, a pesar de que el fenómeno se encontraba ya en un nivel de expansión que nos hacía pensar que la OMS estaba llegando tarde a la fiesta. Durante las semanas previas –aquí en la fértil provincia y en otras latitudes– los medios realizaron su tarea diligente de calentar el horno para un fenómeno global como pocos. Por cierto, lo pandémico del coronavirus no puede ser solamente la cantidad de personas afectadas, sino el hecho de que nos encontramos viviendo un drama a la vez simultáneo y en diferido respecto del resto del mundo.
La noción de que lo que observamos en China a fines de 2019 y que vemos hoy en España o Italia llegará a ocurrir en nuestra realidad inmediata puede graficarse de la siguiente manera: es el paso de la curiosidad con tintes racistas (véanse los videos de “sopas de murciélago”) hacia el pasmo horrorizado ante el colapso de un pseudo-Primer Mundo (los hospitales de guerra revividos ocho décadas después de la debacle europea). Somos contemporáneos de la misma tragedia, a la vez que nos ubicamos en un futuro/pasado, en ese tiempo que nos permite evitar los errores cometidos por otres (o al menos eso quisiéramos creer).
Un virus globalizado nos revela el nivel de interdependencia que tenemos, a la vez que nos compromete con una temporalidad a la que no estamos suficientemente acostumbrades. De alguna forma, nos mundializamos desde la reclusión de nuestras casas gracias a la cadena invisible que nos devuelve a Wuhan. Las fantasías de la conectividad universal, de la caída de todas las barreras, ahora se convierten en peligros –“el sueño de la razón produce monstruos”– y no sabemos si será posible volver a un aislamiento que está tan atrás en la historia que nos resultaría irreconocible el mundo en que no existían este tipo de conexiones. Lo que el capital ha unido que no lo separe el hombre. Pero un virus es cualquier cosa menos un ser humano.
Catástrofe
Si echamos mano de la etimología, catástrofe nos remite al griego katastrephein, que los diccionarios consignan como “abatir”. Vale la pena notar que el término se demora un tanto en entrar al castellano, y no es sino en 1780 que el Diccionario de la Real Academia Española lo incluye como una voz. El primer significado, empero, es de orden poético: “El desenredo de los lances y empeños en los poemas dramáticos (catastrophe, fabulae exitus)”. Mientras, el léxico de Terreros y Pando, de 1786, la define como “la mutación, y revolución imprevista, que se hace en un poema dramático, y que comúnmente le da fin […] Aristóteles prefiere en las tragedias el fin funesto al que no lo es”. Ambos consignan como significado secundario el que hoy nos resulta más común: “Suceso infausto y extraordinario que altera el orden regular de las cosas. Extraordinaria calamitas” y “se dice figuradamente de un fin funesto e infeliz”.
El predominio del sentido literario de catástrofe sólo cede hacia mediados del siglo XIX, cuando la semántica del suceso funesto (la principal hasta hoy) se impone. El contraste con sus sinónimos no puede ser más marcado: “calamidad” se encuentra en uso ya en el diccionario de Sebastián de Covarrubias (1611), con el sentido de “infortunio y desdicha grande”, conservándose como un núcleo estable en los diccionarios de la RAE la definición de “desgracia o infortunio” (público o que afecta a mucha gente). “Desastre”, a su vez, amplifica el campo del infortunio como un “suceso infeliz y lamentable”, contenidos consignados bajo alguna forma ya en trabajos tempranos, como es el caso de Antonio de Nebrija.
Lo que señala esta veloz incursión filológica es una aparente inadecuación de la noción de catástrofe en el plano de los conceptos políticos que designan aquellos acontecimientos que conmueven el orden social. La falta de sincronía del concepto con la coyuntura central que identificamos con la modernidad ilustrada (1750-1850) podría explicarse por la fuerza simbólica que tuvieron en ese momento otros términos políticos, como son justamente calamidad, infortunio, desgracia o desastre. En ellos se conjura una dimensión que es, al mismo tiempo, colectiva y cósmica, inmanente y trascendente. Bajo esa capacidad de invocar lo secular y lo religioso, responden a un tipo de orden político que hemos aprendido a ver como ajeno, sepultado ya por las manifestaciones modernas del Estado nacional.
La crisis del coronavirus, sin embargo, revive estas asociaciones, incluso si es que la intención de Piñera al decretar el estado de catástrofe no hubiese sido devolvernos al tiempo preindustrial. Lo cierto es que la política moderna sigue teniendo elementos de la política antigua: con toda su sofisticación teórica, las implicancias políticas del concepto de acontecimiento –que resultan tan caras a miembros del escuadrón filosófico francés (Lacan, Foucault, Deleuze, Guattari o Badiou)– no se distancian por completo de las características atribuidas por Maquiavelo a la fortuna. Aunque ha pasado mucha agua bajo el puente, la historia parece repetirse y nuestra situación latinoamericana aún se encuentra determinada por el peso de un pasado que nunca se va del todo.
Encierro
De modo todavía indefinido, se nos ha interpelado a mantener nuestra vida en los confines del aislamiento doméstico. El “distanciamiento social” se vuelve eficaz toda vez que sea un distanciamiento físico realizado en un espacio interior delimitado con claridad respecto de un afuera. Más allá o más acá de la profusa reflexión biopolítica que se ha generado en las últimas semanas (desde la diatriba poco aguda de Giorgio Agamben hasta las modulaciones locales), quedarnos en casa ha obligado a replantearnos la relación que tenemos con ese espacio que, bajo otras circunstancias, utilizamos por pocas horas al día si no es para dormir. Constatamos que el metraje cuadrado de nuestra casa o departamento es una dimensión fija y potencialmente asfixiante, sobre todo si es que habitamos las edificaciones del urbanismo neoliberal. Sólo el prospecto de un entrar y salir hace que olvidemos ese límite del espacio. Mientras, aprovechamos el poder del vidrio para actuar como una membrana que nos cuida de las amenazas, a la vez que abre la posibilidad de variar nuestro paisaje casero.
Pero no lo olvidemos: el encierro es una medida sanitaria que responde a la incapacidad política de un modelo en el que el bienestar colectivo se subastó al mejor postor, luego se transformó en instrumento de inversión, se concesionó y, por último, en medio de su colapso, fue sometido a regímenes de racionalización y precarización laboral. El prospecto de un colapso de todo el sistema de salud, público y privado, debiera ser razón suficiente para mantenernos en casa.
Las experiencias de encierro traen a la superficie, como suele ocurrir en las crisis, la radicalidad de nuestras desigualdades sociales. Para la clase dominante, esto va desde las imágenes romantizadas de una vida doméstica a baja velocidad (retirada, por fuerza mayor, de la aceleración cruel del capitalismo tardío), con el idilio familiar o de la intimidad del dormitorio, hasta la pulsión de fuga para evitar la cuarentena en la ciudad (con la aspiración de reproducir el esquema anterior en un balneario lejos del caos que se teme). Así, entre el tono plácido y la ansiedad de la burguesía, quienes no contamos con tales recursos vemos que el encierro sólo le sube el volumen a las angustias cotidianas del capital: intensificación del trabajo de cuidados, dificultad creciente para cumplir con las “obligaciones económicas” impuestas por la precariedad del sistema neoliberal, conflictos por incompatibilidad en el uso del espacio doméstico, miedo frente a la escasez.
Sería demasiado simple pensar que el encierro es la fantasía de unos y la pesadilla de otres, pero nuestra relación con los medios de masas dificulta salir de esa dicotomía (que no tiene tanto de falsa como nos gustaría pensar). El cumplimiento del mandato de no salir y mantenernos en casa ha suscitado todo tipo de vigilancias morales: acatar o no acatar, pensar en quienes se encuentran bajo circunstancias de vulnerabilidad. La mutación veloz desde el copamiento revoltoso de las calles hacia el encierro doméstico por fuerza mayor instala la expectativa de que, una vez pasada la crisis, la marea volverá a subir y que toda la energía acumulada en el esfuerzo colectivo de contención podrá volverse en contra del modelo que nos tiene así. Aún es temprano para saber.
Perfil del autor/a: