Pandemia
De forma intempestiva e imperceptible, lo que entendíamos como vida humana en el planeta vio suspendida e interrumpida su normalidad por la aparición de una desconocida presencia mutante surgida a partir de un encuentro imprevisto para la infraestructura global de control y gestión de la catástrofe del capital. Un encuentro telúrico con una de las horrorosas huellas que deja al pasar el “normal funcionamiento” de la máquina extractiva y especuladora con que se produce el “modo de vida” de nuestras democracias mundiales, pero que hoy hace intrusión, exponiéndonos a una encrucijada que silenciosamente nos constituye, por lo tanto, nos paraliza, pero de la cual nadie puede hoy quedar indiferente: no es el virus, es la gestión neoliberal de nuestra siniestra normalidad la que colapsa hoy la vida humana y no-humana a nivel planetario.
El virus ha tenido un efecto catalizador de la normalidad del neoliberalismo en la que se ha inscrito como “pandemia”. Su intrusión imprevista ha logrado exponernos, antes que sólo al miedo a morir de todas y todos sin diferencias, al horror sin ambigüedades de que la “libertad” y la “defensa de la vida” de las democracias neoliberales se sostiene sobre la perversa distinción entre vidas dignas de ser protegidas y aquellas vidas expuestas a su sacrificio. Sin duda, un efecto que no sólo logró “desambiguar” la patética de los discursos democráticos capitalistas como ya lo venía despejando el neofascismo contemporáneo por medio de Bolsonaro, Piñera o Trump; sino también acelerar los procesos por medio de los cuáles la guerra, la cacería, la muerte de poblaciones enteras, como señaló Achille Mbembe, son democratizadas e incluso requeridas para mantener la normalidad del mercado y su riqueza.
No fue el virus el que hizo pedir al FMI bajar las pensiones por “el riesgo de que la gente viva más de lo esperado” mientras expandía el endeudamiento a países completos, el mismo que le permitirá establecer las condiciones y el límite de tiempo que puede llegar a serle posible vivir a la gente. Tampoco fue el virus el que le permitió aseverar al líder de la Cámara de Comercio de Santiago que “no podemos matar toda la actividad económica por salvar las vidas” de los ciudadanos, mientras a nivel país se determina como una “sana” política de gestión económica que las y los trabajadores “acuerden” su desempleo para defender a los empleadores de las pérdidas económicas. Tampoco es el virus el que pone a Trump a incitar una guerra civil, liderada por bastiones supremacistas blancos, contra las políticas de protección, prevención y confinamiento de algunos de los Estados federados luego de tener más de 150.000 muertos por contagio.
No es el virus el que determinó que el 60% de los muertos por contagio en Estados Unidos sean latinos y afro americanos y el otro 40% en su mayoría blancos en condiciones de desprotección médica y pobreza. No es el virus el que determinó que Estados Unidos fuera el que ampliara a la fuerza a nivel global la idea de que la democracia y la libertad se alcanzan por medio de la privatización de los bienes comunes, el consumo sin límites de los recursos no renovables y la guerra contra cualquier expresión ética y política que difiera de los intereses del modo de producción neoliberal. Si alguna duda cabe sobre los miles de muertos que hoy se multiplican a diario en el mundo es que la desprotección a la que hemos sido arrojados es parte del engranaje fundamental del capital: la idea de una voluntad individual a la cual hoy los Estados neoliberales le depositan la obligación del cuidado y la protección a sus ciudadanos, lo que nos deja no sólo frente a miles de muertos, sino también a miles de “culpables” que con su muerte han pagado el precio de su propia miseria e irresponsabilidad individual frente a la crisis mundial, justificando una intervención inmediata en el control total de sus comportamientos y conductas.
No eran 30 pesos ni menos es el virus
Si queremos asumir la dureza de mirar a los ojos el paso de la enfermedad en Chile hoy, no podemos hacerlo si antes no repasamos el proceso con que la gestión de la catástrofe del neoliberalismo comenzó su inoculación en el cuerpo social hace 40 años. Las políticas de eugenesia social planteaban un laboratorio a cielo abierto que comprendía todo el territorio nacional, incluyendo parte importante de Latinoamérica. El objetivo era “extirpar el cáncer” que representaban ser y promover aquellas prácticas colectivas que habilitaban espacios para imaginar modos de relación con la vida humana y no-humana que estuvieran basadas en lógicas distintas a las de la amenaza, el consumo y el exterminio. Una tarea que no se implementó sólo eliminando a quiénes se les adjudicó ser los “portadores de dichos riesgos”, sino también desperdigando en las cabezas de todas y todos esos ciudadanos, que supuso alguna vez proteger el mismo Estado, escenas horroríficas de la capacidad que tenía de, así como otorgarle derecho, también de quitárselos; de alguna manera, de exponerlos a ejecuciones sistemáticas y seriales de secuestro, violación y muerte justificadas en la capacidad de acusar y condenar a muerte a quiénes fueran marcados como portadores de una “amenaza intangible” con la capacidad de expandirse hasta la muerte.
Hace 40 años que el laboratorio eugenésico del neoliberalismo en Chile que hoy vemos operar en su radical perversidad dispuso el miedo al colapso como un ambiente propicio para promover obediencias y docilidades; activador de un deseo de movilización que permitió justificar en las imágenes del colapso la privatización en siete familias de los pocos medios comunes que quedaban del Estado de derecho, si es que alguna vez se concretó acá algo así. Junto con el miedo, desarrolló máquinas de muerte que inocularon el horror como táctica gubernamental para paralizar, aislar, individualizar y bloquear la imaginación política de los cuerpos impidiendo que pudieran mirar de frente al desastre organizado y, en medio de él, buscar la posibilidad de ensayar la composición de otros relatos transformadores de la repetitiva narrativa apocalíptica que abriría paso a nivel mundial. Podríamos decir que la posibilidad de imaginar otros fines del mundo posibles fue una inquietud viva, vibrátil, que apareció rayada en los muros durante la revuelta, pero que estuvo ahí desde que la capacidad de gestión y enriquecimiento individual a partir de la catástrofe fue constitucional y militarmente programada como prototipo ideal de funcionamiento para el neoliberalismo salvaje bajo el concepto innovador de “democracia protegida”.
Ya han sido 40 años de persistencias e insistencias de la imaginación colectiva frente a la gestión neoliberal chilena. Distintos procesos insurreccionales a nivel micropolítico fueron logrando desmontar, visibilizando y desactivando a la vez, el funcionamiento orgánico de la democracia corporativa basado en una sofisticada tecnología que hemos denominado “infraestructura de saqueo y rendición”. Una máquina compleja de expoliación de los bienes comunes, pero a la vez, de las potencias anímicas desprendidas de la cotidiana e invisibilizada cooperación colectiva sobre la cual se ensayaban “territorialidades vivas” en medio de esta larga y angosta zona de sacrificio que llamamos Chile. “Vivezas colectivas” que se permitían a nivel local ir desprogramando el aislamiento y la capitalización individual con que se internalizaba en los cuerpos una sensación de normalidad frente a la ruina compartida de manera diferenciada con otras y otros por medio de un goce con la idea de auto-sacrificialidad empresarial, o masoquismo meritante, y cierta dulzura punitivista basada en la violencia y la crueldad sobre aquellas y aquellos que se resistieran o simplemente no cupieran con la norma de producción, o sadismo instituyente.
El Oktubre-19 frente al Covid-19
Hace 6 meses, esas vivezas colectivas que venían inclinando afectivamente sus malestares, sus rabias, sus impotencias a nivel local, pudieron intensificar sus experiencias y saberes, inclinarse estratégicamente al encontrar en las calles del país a las bellas y aberrantes anomalías que las mantenían en permanente choque y diferencia con la norma civilizatoria neoliberal chilena. En el encuentro y en la okupación callejera pudieron abrazar las diferencias y las experiencias comunes las mujeres y las disidencias con los procesos de autodeterminación mapuche; las rutas tomadas contra el extractivismo desde Chilwe hasta Quintero-Puchuncaví con las familias y amigxs que esperan justicia luego de haber sido asesinados sus luchadores, ya sea por el sicariato legal, como Matías Catrileo, o ya sea por el ilegal, pagado por corporaciones privadas, como en el asesinato de la Maca Valdés.
Ese momento del encuentro entre anomalías, formas irreductibles a la norma neoliberal, supuso un articulado del presente con la memoria en el cual la inquietud por un porvenir distinto a aquel con el cual la mercadotecnia nos cautivaba. Un porvenir que ponía a vibrar en el cuerpo las movilizaciones estudiantiles desde el 2006 hasta el 2018, las insurgencias secundarias que nunca bajaron los brazos y tampoco se agotaron desde la lucha contra la dictadura hasta hoy, cuando la exigencia de no ser capturados por el trasnochado romanticismo parlamentario o por la policía las obligaba a mantenerse escurridizas, en permanente proceso de mutación y anonimato. Una diseminación a nivel nacional de las resonancias de los futuros que imaginaron todas y todos en el pasado y que plegaban sobre el presente las luchas que, en el rescate diario de la miseria y la orden de confiscación anímica para aguantar la posibilidad de armarte una vida, se habían permitido sostener de forma ardiente la pregunta por la posibilidad de un futuro, aun cuando las narrativas del fin del mundo con que se ordenó globalizar la angustia y la miseria, lograban prescribirlo de la historia.
En términos generales, el “estallido social” o “la revuelta de oktubre” supuso para el país un punto de contacto entre las distintas fuerzas sociales por fuera de la lengua con que se dotaba valor a la norma empresarial que en Chile distinguía una vida digna de ser vivida de aquellas condenadas al estigma de la miseria, la cacería o al confinamiento, cautiva en una prisión o en un “hogar de protección”, o cautivada en el aislamiento de la capitalización individual. Un contacto corporal y bien material, dado en la barricada y en el cuerpo a cuerpo de la autodefensa, pero también, un contagio inmaterial de una inquietud por descubrir al otro más allá del consenso del miedo con que se ordenaba la ciudad a partir de un diagrama urbano, pero a la vez subjetivo de inseguridades, estigmas, desigualdades e indiferencias. De algún modo, el oktubre-19 supuso una virulencia capaz de activar el coraje para desarrollar una imaginación política hacia lo cooperativo movilizado, antes que todo, por una urgencia de cuidado con todas y todos sobre los cuáles recaía el abandono, pero a la vez, la culpa y la deuda, la responsabilidad individual por no ceder a la privatización total de su vida cotidiana.
La virulencia del cuidado
Si en la cultura occidental el “diábolos” fue una expresión acuñada para referir a aquellos extranjeros que en las polis griegas no firmaban el pacto de silencio con el que se garantizaba ser reconocido a condición de supeditar la imaginación, los saberes y los códigos del extranjero (barbarós) a la supremacía de la representación (symbolon) otorgada por la lengua nativa; si para los romanos el “demunii” suponía todo aquel que “portara riesgos y amenazas” para la “com-munitas”, de la cual quedaban “in-muni-zados” aquellos que habían otorgado parte de sí a condición de no ser declarados enemigos; si para el catolicismo colonizador las brujas e indígenas eran portadores de dicha condición diabólica de la cual tendrían que protegidos e inmunizados quiénes pagaran con dinero y obediencia al emperador el derecho a la vida; el oktubre-19 supone en Chile una imaginación virulenta, con alta capacidad de contagio, al ser capaz de imprimir en las y los cuerpos el desafío que podría suponer abrirse a todas y todos aquellos diferencialmente maltratados y violentados ayer y hoy, acoger sus diferencias con radicalidad y a partir de ese encuentro intempestivo con quién te acompaña en su brutal aislamiento reapropiar la vida que había quedado en prenda a condición de la infértil promesa de pauperización individual. O como vendió José Piñera a través de las AFP a todo Chile, de ser convertido en accionistas del mercado financiero por medio de la inversión de tu jubilación en su futuro, cuestión que no supondría otra cosa que, asumir con mérito, hacerte inversionista del fin de tu mundo.
La parálisis del pensamiento y la imaginación frente al covid-19 a la que nos expone el régimen financiero mundial, como diría Eduardo Viveiros de Castro, sería homólogo a la experiencia indígena de las tribus amerindias al encuentro solitario con un espíritu en la selva. Una sensación de estar completamente solo ante una trascendencia absoluta, completamente ajena, muy próxima a la posición subjetiva del ciudadano ante el Estado y sus policías; en una desposesión subjetiva extrema frente a la pérdida de las condiciones mínimas para una autodefinición. A la vez, esa parálisis se complementa con una prolija saturación de los mecanismos colectivos para dotarnos de herramientas de traducción del día a día y volver a reponer el consenso del miedo y la capitalización individual frente a la imaginación en fuga del oktubre-19.
El horror nos satura al mismo tiempo que vemos saturarse los sistemas de salud, saturarse los paraderos de la micro o el metro frente a la exigencia de seguir yendo a trabajar, las redes sociales tratando todos de armarse una palabra para nombrar al virus. Ganas de elaborar ideas para no perder el derecho a decir algo sobre ella, lo que muchas veces se indistingue con el deseo de no perder el trabajo, cuando el laburo les es comentar y opinar sobre el día a día. Ganas de hacer y decir, pero ante todo, un deseo de asumir con rigor la exigencia ética y política de nombrar y afrontar la devastación de la gestión sanitaria neoliberal a la que somos arrojados. No puede no ser horroroso ver cómo, por ejemplo, en el imperio de la democracia gringa estos cuerpos muertos, antes que tumbas con nombre propio, llenan fosas comunes con “desprotegidos” y “desacreditados” de la norma de vida protegida a costa de su capacidad de endeudamiento, como alguna vez lo hicieron “enemigos del orden” en la Alemania nazi o en la América Latina genocida. No puede no ser horroroso presenciar un genocidio a partir de una gestión de la devastación de la seguridad social convierte a los contagiados en responsables individuales de su incapacidad para pagar su salvación; culpables dobles, tanto de contagiarse como a la vez de no haber capitalizado y gestionado su miseria con mayor esfuerzo para pagar hoy su cura.
De algún modo, el efecto catalizador del virus pudo exponer lo que el oktubre-19 y los años de insurrección habían hecho visible y tratado de interrumpir al confrontar la infraestructura del saqueo y la rendición sobre la que se sostiene la “democracia protegida” chilena:
-
La normalización de una violencia evidente que instituye la gestión sanitaria, el derecho a vivir, entre unos que viven y otros que deben exponerse al contagio y a la muerte.
-
Saturar la imaginación política que abría paso a un nosotrxs imaginado desde el oktubre-19 con el horror de la “desprotección” y las impotencias del distanciamiento físico.
-
Reinstalar el consenso del miedo y la capitalización individual de la catástrofe, a partir de una cierta democratización del contagio que resuelve una especie de punitivismo epidemiológico que recompone el soporte policial de las democracias corporativas. Por un lado, otorgando la responsabilidad individual de la protección frente a la crisis a cada ciudadano; por otro, la posibilidad de ponerte la gorra policial e iniciar cacerías telemediatazadas contra todas y todos quiénes, viéndose obligados a pagar la crisis con su trabajo, no muestran haberse #hashtageado lo suficiente con las medidas preventivas individuales a libre disposición.
Si la gestión sanitaria chilena fue capaz de hacer un llamado a la unidad de lxs chilenxs por medio de una declaración de guerra televisada contra el virus, tal como lo hizo Piñera hace 6 meses contra el chile surgido aquel oktubre-19; si la parálisis y el horror, vuelven a ser la moneda de cambio por medio de la cual se nos otorga la condición de “demunii”, o sea, de amenazas frente a la inmunización ofrecida por el pacto neoliberal, no nos queda más que activar una urgente alianza virulenta con todas las expresiones de la amenaza que han sacudido la historia. Ya no basta con traducir e interpretar el día a día, se hace urgente desarrollar prácticas de trans-ducción, como dirá esa nueva alianza entre las ciencias, la filosofía y las luchas ecológicas en su despliegue ecosófico. Un ejercicio de trans-ducción, o sea, una práctica de escucha, de atención, de inclinación afectiva hacia las fuerzas y potencias desconocidas de la naturaleza, y así de las ecologías colectivas con que lo humano y lo no-humano se articulan en la construcción de formas de vida capaces de explicitar sus diferencias sin hacer caso al miedo y la amenaza, logrando conjurar el sacrificio, la muerte, el asesinato, la devastación como expresión normativa de aquello que puede llegar a ser vivido como una vida.
Como las brujas y los ancestros, como l@s perseguid@s de ayer y hoy, desatar una sensibilidad capaz de poner atención a las distintas potencias humanas y no-humanas que hacen posible hoy sostener la imaginación colectiva en estado de revuelta permanente a la norma crediticia. Una escucha radical a las prácticas colectivas con las cuales la lava del oktubre-19 busca aprender del virus esa insolente capacidad de mutación, imperceptibilidad e imprevisión para alojar la urgencia de cuidado que la precipitó hace 6 meses a las calles, pero que hoy, tal como han enseñado la mujeres y disidencias, pone en el centro gravitatorio de la acción política el espacio doméstico y de cuidado. Las casas, los territorios, las amistades, las alianzas y las vecindades en torno a las cuáles día a día se reinventa lo que en Chile llamamos “dignidad”, esa virulencia indócil que a partir de un contacto intempestivo con todas y todos los porvenires por los que lucharon nuestros ancestros, hoy podríamos llegar a sostener la mirada común frente a la siniestra gestión de la ruina con que a 6 meses de declararnos la guerra, asesinarnos y mutilarnos, hoy creen que puede llegar a protegernos y cuidarnos.
‘Virulencias de cuidado, revueltas y otros contagios’
¿Cómo esas ‘alianzas virulentas de trans-ducción’ podrían permitirnos arrebatar el monopolio a los expertos en el ámbito de las inquietudes comunes, sin reproducir las brechas individualizantes con que tienden a separarnos de lo que nos implica a todas y todos?
Esperamos tener la audacia de aproximarnos a los diferentes movimientos que siguen persistiendo hoy; cartografiar, disponer contactos y habilitar reflexiones cruzadas; informar y explicitar las diferentes estrategias de cuidado con las que nos muestran cómo colectivamente van poniéndole palabras a través de sus propias prácticas a estos escenarios paradójicos, mostrando mutaciones que derivan en nuevas formas de organización. Nos propondremos mapear el ‘estallido viral’, las distintas tecnologías sociales con que las luchas nos seguimos contagiando de esos otros mundos por venir que pudieron mostrar las fuerzas tectónicas de la sociedad que somos capaces de crear y sostener en el levantamiento de oktubre. Porque son nuestras vidas, nuestros cuerpos los que sostenemos a diario, las mismas vidas y cuerpos con los que negamos toda gestión de muerte y la normalización criminal de SU mundo, de SU guerra.
El choque, la intrusión telúrica de aquellas fuerzas que la depredación extractiva desató, no son en sí mismas un desastre. El desastre es su gestión en clave securitaria, la reestructuración de un estado de control global que busca interrumpir la trayectoria de encuentro con esas fuerzas: el desesperado salvataje de SU mundo. La catástrofe ES el capital. Habría entonces quizás, que darnos la oportunidad de contagiar/nos de los saberes y conocimientos de todos, arrebatar/les el monopolio del cuidado a los expertos que intentan privatizar y encerrar las inquietudes comunes con respecto a la salud, al abastecimiento, a las recuperaciones territoriales, al trabajo, a los impactos a nivel micro de la orden de priorización del mercado y de la banca frente a la crisis. En suma, habría que desentumecer la escucha, jugándonos poner toda la atención al despliegue de las fuerzas sociales y las ‘vivezas colectivas’, que persisten desde oktubre, pero que venían sosteniendo nuestras vidas bajo la guerra neoliberal desde hace ya más de 40 años, y que ahora buscan enfrentar la verdadera pandemia: la administración en clave bélica del virus. Es el momento de una apertura radical al contagio de todas las fuerzas de la historia y de la tierra.
“Vuelta a la normalidad” o “retorno seguro”, dice el payaso de turno. La condición de rendición que quisieran eternizar frente a todo escenario: esa es SU normalidad, SU guerra. La mafia que gobierna reafirma así una vez más el pacto transaccional con que limitaron la imaginación política a la medida de lo posible del capital, a ese llamado a la sacrificialidad individual con que hoy nos hacen asumir los gastos de cuidado tanto laborales como de salud frente a la crisis protegiendo al empresariado. Este mundo, SU mundo, ya era insostenible. Más que una “utopía del futuro” -futuro que ya nos arrebataron- hoy sólo nos queda atender a aquellas virulencias, alianzas y contagios que vienen ensayándose desde el oktubre-19, aquellas propuestas y prácticas que, en su habitabilidad y autodefensa, ante la gestión de muerte impulsada por el capital global, saben sortear aquí y ahora el escenario de encierro absoluto que ensaya el capital.
La señalización fascista del enemigo que hemos visto en la prensa el último tiempo ha inaugurado una nueva fase de la pandemia: la cacería de pobres, de migrantes, de trabajadoras sexuales. La producción urgente del contagiante como «portador activo del virus que representa alta peligrosidad, porque siendo pobre, negro, trans y migrante, no asegura las condiciones preventivas mínimas para el resto de sus vecinos». El contagiante es la inevitable inscripción en los cuerpos de la narrativa de la guerra. La misma con la que se pretende administrar el virus y, a su vez, la posibilidad del despliegue del control y del miedo que, en un ejercicio planetario militar, pretende ajustar y poner a punta la gobernanza en crisis del capital. Devenir-yuta de los vecinos y vecinas, llamados al encierro y a la individualización del manejo de la situación, confinar la capacidad de afectarse y de ser afectado a condición de exponerse a la cacería en el espacio público. Evidentemente el virus no dice relación con ninguna “democratización”. Además, el enemigo interno ha ido tomando diferentes formas desde el 18 de Octubre: los niños, niñas y adolescentes, los migrantes racializados y los presos van asumiendo para el Estado las diversas formas de un “enemigo poderoso”, que en la guerra de Piñera busca criminalizar y castigar la pobreza, la protesta social y la decisión de fugar masivamente el consenso neoliberal.
Contra toda lectura fabulante y aleccionadora del virus, oponer más bien una apertura radical al contagio, una narrativa de los vínculos y las alianzas; oponer al gobierno absoluto que ensaya la deriva fascista del capital global, un presente absoluto, aquí y ahora, una territorialidad absoluta. Contra la descripción y narrativa bélica de la situación que produce impotencia, el trayecto de aprendizaje que quisiéramos trazar busca fabricar una habitabilidad de/con lo que pasa, en la que todos somos capaces de pensar y actuar -no como “víctimas” o “espectadores”- si no que fabricar nuevos saberes, herramientas, palabras y enunciados: relatos técnicos, proponía Isabelle Stengers que habiten y habiliten fugas, artefactos hechizos de fabricación artesanal, nuevas armas para armarnos una vida en medio de la catástrofe. Allí donde los secuaces del capital producen capturas que paralizan, los trayectos de aprendizaje fabrican pasajes que potencian la capacidad de afectarnos, cancelando el despliegue totalitario de las distribuciones privatizadas del encierro y de las modulaciones securitarias a nivel individual, evitando allanar así el camino para los ajustes estructurales.
Asistimos al incendio de SU mundo, pero al encuentro de una vida colectiva para muchos mundos. En medio de las ruinas que aún humean, vamos modulando y cambiando la escala de nuestras ‘vivezas colectivas’, habilitando fronteras para la sobrevivencia, la resistencia y la persistencia de nuestras formas de vida que buscan deslizarse por fuera de toda norma y mandato a la gestión individual de SU miseria. Cómo la lava, nos vamos abriendo camino al calor de la tierra, vamos habitando la catástrofe por en medio, creando un exceso de sentido más allá del régimen de obviedad, de parálisis de la imaginación, que quisieran instalar.
Perfil del autor/a: