Tenía veinte años cuando Yusuf K. Hawkins, un afro-estadounidense de dieciséis años, fue atacado por una turba de unos treinta adolescentes blancos armados con bates de béisbol y que luego le dispararon, el 23 de agosto de 1989 en Bensonhurst, Brooklyn. Hawkins había ido a ese barrio predominantemente blanco para comprar un auto. En los días y semanas que siguieron a su muerte hubo marchas, convocadas por el reverendo Al Sharpton y una coalición de organizaciones de derechos civiles, que atravesaron el barrio donde Hawkins fue asesinado.
Cuando fue asesinado Hawkins, yo sólo llevaba ocho años viviendo en Estados Unidos. Había pasado mi infancia bajo una dictadura despiadada en Haití, recordaba constantemente evitar la ira de los soldados y sus secuaces, ya me perseguían las historias de golpizas, tortura y masacres extrajudiciales. En parte por eso decidí ir a una masiva protesta en Brooklyn una semana después del asesinato. La marcha, llamada El Día de Ira y Duelo, tuvo una asistencia de más de siete mil personas. Fui con mis hermanos adolescentes y recuerdo temer –mientras marchábamos por la Avenida Flatbush, gritando “Sin justicia no hay paz”– que quizás algún día tendría que gritar consignas por ellos.
Estuvimos cerca el 9 de agosto de 1997, cuando un amigo de la familia, Abner Louima, en un caso de confusión de identidades, fue arrestado fuera de una disco en Brooklyn, luego apaleado con los puños, las radios, las linternas y las lumas de varios policías, y luego abusado sexualmente con una escoba de madera dentro del baño de una comisaría. Algunos inmigrantes negros albergan la ilusión de que, si sus hijos, los nacidos fuera o dentro de EE.UU., son bien educados, bien vestidos y sobresalen en la escuela, pueden de alguna manera escapar de la carga del racismo sistémico. Pero el mito del buen inmigrante como exento del abuso y asesinato policial se destrozaba una y otra vez a nuestro alrededor: el 4 de febrero de 1999, el homicidio de Amadou Diallo, guineano de veintitrés años, masacrado a la entrada de su casa por diecinueve de las cuarenta y un balas que los policías le dispararon mientras buscaba su billetera; el 16 de marzo de 2000, Patrick Dorismond, de veintiséis años, hijo de inmigrantes haitianos, fue asesinado a balazos por policías de civil.
Miles de personas, en los EE.UU. y alrededor del mundo, han tenido sus propios despertares –desde unirse a protestas hasta tomar parte de movimientos– después de ver el video de la sofocación de George Floyd; su cuello aplastado por la rodilla doblada de Derek Chauvin durante casi nueve minutos, mientras otros dos policías clavaban sus rodillas contra la espalda de Floyd. Se trata de la peor pesadilla para muchas familias afro-estadounidenses: una tortura y ejecución pública por parte de representantes uniformados del Estado, quienes parecen no estar preocupados ni por la vida que extinguen, ni por las consecuencias que demuestran estar seguros, no enfrentarán. Es también el tipo de cosas que muchos inmigrantes pensaban dejar atrás cuando vinieron a este país.
Al describir la reacción que tuvieron algunos refugiados somalíes en Minnesota frente al asesinato sádico de Floyd, Fartun Weli, director ejecutivo de Isuroon (una ONG que ayuda a familias somalíes), declaró al diario Star Tribune de Minneapolis: “Estaban como ‘No lo podemos creer. Esto es Estados Unidos’ (This is America)”.
Al mismo tiempo, la imagen de estos policías estrujando la vida de Floyd quizás sea una metáfora de cómo el gobierno de EE.UU, durante generaciones, ha tratado a los países de donde venimos muchos de nosotrxs: a través de invasiones, ocupaciones, guerras, el apoyo a dictadores y la remoción de gobiernos democráticamente elegidos, entre otras tácticas. En la agonía de sus últimos momentos, mientras gritaba por su mamá, agua y un respiro, el ruego de George Floyd nos alcanzó y nos transformó a todxs. Alrededor del mundo, se ha unido a una gran comunidad de personas, que ven ecos de las injusticias y las desigualdades de la sociedad estadounidense en sus propias sociedades, reconociendo su propio tormento en su sufrimiento. Lo que parece una muerte eterna, en medio de una pandemia que ha matado desproporcionadamente a la gente negra, morena e indígena, también se ha vuelto un luto para muchxs de nostroxs y no tenemos certeza sobre cuánto tiempo podremos seguir respirando.
En las imágenes de las protestas en solidaridad desde más de cincuenta países del mundo –Siria, Brasil, Australia, Sudáfrica– la gente marcha, coreando, “Sin justicia no hay paz” y “Las vidas negras importan”. El nombre de George Floyd no es el único que gritan. También se oyen los nombres de Breonna Taylor, Ahmaud Arbery, Sandra Bland y Trayvon Martin, como parte de una larga y creciente lista. “Siempre es la misma historia. Solo cambian los nombres”, dice un cartel que levanta un manifestante en París.
Otro cartel dice, “DEJEN DE MATARNOS”. Este “nosotrxs” ha crecido de manera exponencial y se ha vuelto más expresivo y más visible de lo que George Floyd y sus asesinos podrían haber imaginado jamás.
En las manifestaciones y protestas recientes cerca de mi casa en Miami, aparte de los gritos de justicia por George Floyd y otras víctimas de matanzas por parte de la policías y milicias, he observado recitales de poesía, llamados a quitarle financiamiento a los policías y a terminar con la encarcelación masiva, junto con súplicas a que la gente salga a votar. También he escuchado música, tambores y hip hop político que suena a todo volumen desde los autos que siguen las multitudes. A veces, también suenan en el fondo de mi mente las palabras de la poeta y activista de Miami, Aja Monet, de su poema “#sayhername” (#disunombre):
No estoy aquí para decirles mira cómo morí
una muerte tan brutal merece un nombre donde quepa todo el horror
Estoy aquí para contarles que si me han mencionado
en sus protestas y manifestaciones
también tendrán que enfrentar su papel en eso
y también mi belleza
Traducción del inglés por Óscar Pimienta
*Publicado originalmente en The New Yorker, 15 de junio de 2020: https://www.newyorker.com/magazine/2020/06/22/is-this-america
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