El caso de Antonia Barra, el suicidio feminicida y las violaciones de Martín Pradenas, nos han removido desde distintos lugares. Creo que a todas y todes nos pasa que sentimos que esta historia nos atraviesa la piel, nos mueve recuerdos y a veces, no sabemos ni por qué, nos impacta tanto; por qué nos sentimos tan reconocides en la historia de Antonia y sentimos tanta rabia atravesándonos el cuerpo.
No es sólo el evidenciar, una vez más, que la justicia patriarcal en Chile (como en tantos otros territorios) te trata de forma distinta si eres un varón, blanco, heterosexual y adinerado (cuicos, como les decimos en este lado del mundo). Que la cárcel pareciera ser un lugar donde sólo llegan las personas pobres, migrantes, disidentes, racializadas o lxs mapuche. Y entonces es bastante contradictorio andar deseando cárcel sin hacerse estas preguntas, o desear la violación como castigo a un violador.
Parece ser que, una vez más, nos recuerdan que para estas personas (varones blancos, heterosexuales y cuicos) existe un pase libre para actuar con impunidad, una sensación de que no importa qué hagan o cuántas pruebas de sus delitos existan –cuando éstos efectivamente han sido tipificados, porque sabemos que muchas de las violencias a las que nos enfrentamos mujeres y disidencias, ni siquiera son consideradas ilegales–, la duda siempre estará sobre nosotras y nosotres, la (in)justicia siempre de parte de ellos. Incluso ahora, que se acaba de hacer pública la prisión preventiva contra Pradenas, sigo sintiendo esa desconfianza de «algo irán a hacer para sacarlo» y, si logra quedarse ahí, sólo saldrá peor. No creo en el punitivismo ni que la cárcel solucione mucho, no está hecha para personas como él, menos para reinsertar.
Tampoco se trata sólo de la discusión ya instalada (sobre todo con el caso de La Manada en España), de que la justicia nos exige ser «buenas víctimas» después de haber sido agredidas o que terminamos siendo consideradas agresoras o delincuentes al defendernos. Parece ser que la muerte es el resultado cuando nos enfrentamos a la violencia y que no podemos escapar de ella. Nos asesinan si nos resistimos a las agresiones y termina «siendo peor» para nosotras –pongo estas comillas pues ése es el imaginario que nos crearon de que defenderse siempre puede resultar más perjudicial–; nos asesinan también cuando «sobrevivimos» a la agresión, pero es el juicio social, la desconfianza y el descrédito lo que nos empuja a acabar con nuestras vidas (como el caso de Antonia y el suicidio feminicida); también muere algo de nosotras/es cuando nos defendemos y matamos a nuestros agresores en ese camino –como lo ocurrido con Sara en Aysén o Higui en Argentina y tantas más ahora presas por defenderse–, y terminamos procesadas y en la cárcel.
Todo lo anterior es importante, sin duda, pero creo que este caso nos permite también reflexionar en cuántas de nosotras hemos sido Antonia y cuántos varones han sido Martín y, con ello, cómo hemos aprendido que el deseo, el placer y el erotismo no van de la mano con el consentimiento. Ha sido impactante ver cuántas de nosotras nos reconocemos en el grito estruendoso de la historia de Antonia y de todas las que nos volcamos a las calles, los balcones, los pasajes, las ventanas, gritando nuestra rabia y con ello parte de nuestras memorias heridas. Es difícil marcar una línea divisoria entre una historia y otra, porque parece que todas nos hemos enfrentado, de una u otra manera, a vivir algo similar.
Desde la autodefensa esto es crucial y marca un quiebre muy importante. Es primera vez que un hecho, al volverse tan público, nos permite desarmar el imaginario patriarcal de cómo ocurren las violaciones y cómo son los violadores: nosotras en la calle, oscuridad, soledad, nos ataca un desconocido, nos agrede, se va, nunca lo volvemos a ver. Ese violador que no tiene rostro, que nos agrede protegido en la impunidad y la oscuridad, existe y lamentablemente muchas mujeres han tenido que atravesar una historia como ésta. Pero no es lo más común a lo que nos enfrentamos en nuestras vidas.
Lo más común y lo que más cuesta reconocer, justamente por este imaginario patriarcal que pone nuestra atención en otro lado, son las violaciones que ocurren fuera de este imaginario: las agresiones de familiares (padres, abuelos, primos, hermanos, padrastros, tíos), las violaciones por amigos en un carrete, viajes o paseos, las agresiones sexuales de parejas sexo-afectivas, las agresiones de mujeres y disidencias también, hay que decirlo. Es decir, aquellas que ocurren en espacios de confianza o seguros, o que son ejercidas por personas que no calzan con ese personaje que nos dibujaron, que escapan totalmente a la imagen de la que nos enseñaron a cuidarnos.
¿Por qué es tan difícil reconocer estas agresiones y por qué son tan importantes las posibilidades que abre lo público de este caso? Es difícil porque hemos sido criadas, criados y criades en un mundo que ha erotizado y romantizado el no consentimiento principalmente (aunque no exclusivamente) a través de la industria del porno, donde a diario vemos imágenes de mujeres utilizadas, golpeadas, racializadas, infantilizadas, que no sienten placer o directamente que son obligadas, mientras hay hombres disponiendo de ellas y de sus cuerpos. Hemos visto cómo se relativiza e incluso se hace humor, con las acciones sexuales no consentidas que son agresiones y violaciones. Lo hemos visto en la televisión, las teleseries, las novelas, el cine, las rutinas de humor, las salas de clase, la publicidad. Lo vemos en los grupos de Whatsapp de varones, donde diariamente se comparten imágenes no consentidas de mujeres (y de los cuerpos de ciertas mujeres) y donde todos comparten el silencio cómplice de no enfrentar ni cuestionar a sus pares.
En este punto y con el caso de Antonia, es que se abre la herida de, primero, reconocernos agredidas en muchas de nuestras historias: estando ebrias o drogadas, cuando nos insistieron hasta que dijimos que sí, cuando sentimos la responsabilidad de tener sexo con nuestra pareja porque había pasado mucho tiempo o porque el/ella/elle quería, cuando nos manipularon y nos hicieron sentir culpables, y tantas formas más. Pero también de que muchos varones (y mujeres y disidencias) se reconozcan como agresores en sus prácticas: todas las veces que tocaron a sus amigas/pololas/compañeras sin su consentimiento, cuando estaban ebrias o drogadas (cuántas historias de estas hay, llega a dar terror), cuando insistieron, cuando las penetraron dormidas, cuando manipularon para tener sexo, y muchas otras situaciones horribles que me da escalofrío nombrar.
Entonces, no se trata sólo de la historia de Antonia y del “enfermo de Pradenas” (porque enfermo no es), sino de las historias de todas y de nuestras heridas hechas silencios y cicatrices. Se trata de todos los varones y sus prácticas tan instaladas en cuanto a cómo conciben el sexo, el deseo y el consentimiento. De cómo mantienen sus pactos de silencio y complicidad patriarcal en lo cotidiano. Se trata entonces de la posibilidad real de mirarnos y comenzar a cuestionar la forma en que concebimos el sexo, en que educamos a niñas, niños y niñes, en que hablamos de consentimiento, de deseo, de placer y de lo erótico.
Justamente en el desarmar este imaginario es donde podemos encontrar una posibilidad de cambio real en las prácticas patriarcales, y también de la posibilidad de sanar nuestras propias historias. Es urgente desarmar estos imaginarios, comenzar a erotizar el consentimiento, cuestionarnos el seguir romantizando el decir que no o las negativas (maldito Arjona que nos cagó la vida), construir formas de relacionarnos que se enfrenten al deseo patriarcal (y todas sus violencias), y que nos permitan erotizar la ternura, los cuidados y los consentimientos como formas de placer. Desarmando el patriarcado –y sus dispositivos coloniales, capacitistas y heterosexistas– en su cotidiano y formas de sentido tan arraigadas, es donde podemos encontrar seguridad y posibilidades de vivir desde otros modos. Habrá que ver cuántos están dispuestos a desarmar sus propias prácticas y empezar a abandonar sus privilegios y estructuras.
La respuesta para mi, sigue siendo la Autodefensa, siempre de la mano de una pedagogía de los afectos, que nos acompañe a pensar nuestros deseos desde el goce, nuestros cuerpos desde el amor (porque no defenderemos algo que no amamos), y lo colectivo como camino.
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