Luego de ganar un Oscar a la mejor película extranjera con una película basada en la historia de una joven transgénero, los hermanos Larraín con su productora Fábula irrumpen en el mercado digital y en una alianza con la productora estadounidense Freemantle y TVN, lanzan para Amazon Prime, La Jauría, serie basada en hechos reales, que tomando como punto inicial un caso criminal, pretende incursionar también en temáticas de género.
Lo que en principio parecía ser una buena apuesta, con un buen reparto de actores, trama y fotografía, a poco andar se va mostrando en su verdadera esencia de “producto chileno de exportación” digno de góndola de supermercado. Ya en el primer capítulo uno huele la decepción. Es que, así como nuestra fruta y verdura se interviene y modifica genéticamente para poder entrar en los mercados de eso que llaman primer mundo, nuestra producción audiovisual se adapta al espectador medio internacional y muestra un Chile que estéticamente satisface aquello que se pretende vender al mundo como estética universal. Gente delgada, de tez clara, que vive en casas grandes, juega Rugby y va en auto al colegio y a fiestas. Algo que además de no representar en lo absoluto lo que en realidad somos, si se mira con algo de distancia, se percibe como una imagen bastante ridícula de lo que pretenden mostrar que somos.
Es difícil hablar de una serie sin entrar en el infame spoiler. Pero intentado zafar de esa tentación, si tuviera que describir de manera breve lo que sentí al ver el primer capítulo, diría que es una mezcla de “Donde está Elisa” y “Pacto de Sangre”, pero con una PDI rebozada en una versión de CSI Sudamerica, con superagentes que trabajan día y noche para resolver un caso que pone en jaque tanto la estructura jerárquica de la institución, como las vidas personales de sus agentes. Todo esto en medio de una “revuelta” feminista mediada por una toma en un colegio católico de elite.
La propuesta, si bien tiene una trama en principio interesante, pues su eje central es un caso policial que en términos de desarrollo narrativo está bien armado, además de lo dicho antes en cuanto a ocupar una estética de barrio alto representativa del 5% de nuestra sociedad, peca al final de lo que pecan varias (por no decir la mayoría) de las obras de esta productora. Ocupa un contexto social y político y lo vacía de contenido, reduciendo – en este caso- el feminismo a un grupo de cabras chicas gritonas que organizan tomas y funas y pintan pancartas al unísono del “No, es NO”.
Utilizando imágenes reales de una marcha del día de la mujer y ocupando deliberadamente el rostro de una de las voceras de la Coordinadora 8M, pretenden dotar de legitimidad discursiva a un guión que deja bastante que desear en términos de profundización sobre un tema tan importante y delicado como es el acoso y la violencia sexual a las mujeres.
En una jugada absolutamente oportunista, a diferencia de lo que vimos con “El Reemplazante” y las protestas estudiantiles reales en las que los protagonistas aparecían, acá no hay absolutamente ninguna profundización en la serie sobre el tema que presenta. Lo que hay, en cambio, se puede más bien catalogar de uso marketero de una temática que “vende”, una cascara vacía que bien podría servir de slogan para una publicidad de celular o un estampado de una polera de retail. Una estética del feminismo y la protesta que la despoja de todo contenido político de una forma absolutamente consciente y de un modo, además, bastante burdo.
Y es que la serie entera es, antes que cualquier cosa, una sobreestetización agringada de todo. Carretes en terrenos baldíos semi urbanos, juegos sexuales de fiestas de adolescentes en casas sin padres donde el chico tímido es víctima de bullying, el grupo de machitos alfa que juega rugby (entrenados, en este caso, por un sacerdote), persecuciones policiales, muertes y grupos neonazis.
La introducción de la figura del divino anticristo como una especie de rescate de la cultura pop lastarrina simplemente confirma lo anterior, dándole ese toque de lo local para poder decir después que estamos frente a una producción criolla (y así empezar en la tan esperada ruta de festivales). El uso de la misma canción de Camila Moreno usada en “Prófugos” remata el plato más que como un guiño, como un refrito de una fórmula ya usada y que no da ni pudor repetir. Lo mismo la canción principal de Anita Tijoux.
En resumen, como en Ema, la mezcla de buenos y malos actores con una bonita fotografía y una historia en abstracto interesante, dan forma a una apuesta que no es absolutamente mala, pero sí superficial y absolutamente prescindible.
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