Las condenas a la violencia se han vuelto habituales. Se nos conmina a rechazarla “venga de donde venga”, “sin matices”, negando cualquier posible reflexión genealógica sobre sus causas y contenido. En efecto –y es un rasgo típico del contractualismo persistente–, en tanto que el Estado (de derecho) se agencia el monopolio en su “uso legítimo”, el problema más bien radicaría en la ubicación de la violencia.
Precisamente en su ensayo “Para una crítica de la violencia”, a la que designa con el término gewalt (que significa “fuerza” pero también “ley” y, en general, Poder), el filósofo Walter Benjamin realizaba esta distinción tan problemática entre ubicación y contenido. Puesto que el derecho (o el orden estatal) nace del acontecimiento violento que propina una herida originaria, no puede nunca escapar de la misma. La herida cicatriza jurídicamente pero no deja de sangrar, de doler y de dañar. La violencia es su égida y entonces no tiene más remedio que legitimarla en sentido fundacional, validándola conforme instaura y conserva un ordenamiento jurídico.
Benjamín dirá “Si justicia es el principio de toda fundación divina de fines; poder, es el principio de toda fundación mítica de derecho”.
Para explicar aquella condición, Benjamin examina el mito de Níobe, comparando la violencia mítica con la violencia fundadora. En la leyenda aludida, la violencia de los dioses se desata sobre los hijos, pero respetando la vida de la madre, lo cual la convierte en la depositaria eterna de la culpa. Benjamín dirá “Si justicia es el principio de toda fundación divina de fines; poder, es el principio de toda fundación mítica de derecho”. Si en el origen está la violencia fundadora, el derecho no podrá ser independiente de ella, puesto que en su afán por conservarse la empleará como un medio para esos fines (trascendentes). Es de este modo que se trazan las fronteras entre ubicación y contenido.
Si lo que es recusado es la ubicación de la violencia por fuera del derecho en la medida que no tendría como propósito conservar el “poder constituido” y por ello lo pondría bajo amenaza, entonces ¿cuál es el contenido de la violencia? Cuando en Curacautín y otras comunas de la región, la noche del domingo 2 de agosto una turba atacó –con la complicidad de Carabineros– las dependencias de los edificios consistoriales que habían sido tomados como medida de presión para exigir al Estado respetar el Convenio 169 de la OIT en favor de los comuneros Mapuche que permanecen en huelga de hambre, el gobierno y una buena parte del mundo político se limitó a condenar la “autotutela”, reduciendo así el problema a un asunto topológico y hasta procedimental.
Esto es vistosamente contrastivo cuando las agresiones han tenido como blanco a personal de Carabineros, integrantes de las Fuerzas Armadas, empresarios, miembros de la elite política, rostros televisivos y en general figuras públicas del establishment. En tal caso, se condena moralmente la ubicación. Los juicios de valor son inmediatos –refiriéndose casi siempre a ataques “cobardes”– y los énfasis notablemente diferenciados. Es más, el gobierno se muestra siempre dispuesto a querellarse contra los presuntos responsables sin vacilaciones.
Víctor Pérez, actual ministro del Interior y Seguridad Pública, al ser consultado por los hechos de violencia ocurridos en la Región de la Araucanía, se declara antirracista y, acto seguido, llama a la “unidad de los chilenos”. Las claves para entender sus declaraciones pueden hallarse en lo que el historiador ligado a la derecha, Mario Góngora, propone en su “Ensayo histórico sobre la noción de Estado en Chile en los Siglos XIX y XX”, donde desarrolla una interesante hipótesis acerca del sustrato de nuestra conciencia nacional.
Allí, Góngora no solo dirá que Chile quiere decir “tierra de guerra”, sino que caracterizará a la guerra como un factor histórico capital durante el siglo XIX, siendo el estímulo para el nacimiento del nuevo Estado. Habrían tenido especial relevancia tres conflictos bélicos en los que participa el Estado de Chile luego de la guerra de Independencia: la guerra contra la Confederación Perú-Boliviana (1836-1839), la Guerra del Pacífico (1879-1884) y la guerra permanente contra los “araucanos”, que comenzó en el siglo XVI. En el caso de las dos primeras, es relevante observar cómo, al menos desde la Batalla de Yungay (1839), el pueblo se enroló en las filas del Ejército, lo cual marcará un precedente en la forja de un nacionalismo popular que se irá transmitiendo de generación en generación, reforzándose durante la dictadura.
Lo cierto es que, si concedemos validez a la hipótesis de Góngora –aunque desde luego con ciertas reservas críticas–, podremos concluir que si el Estado chileno se desarrolla históricamente por medio de la guerra, no solo mantiene el formato hispánico de dominación colonial y racista en relación con el pueblo Mapuche, sino que además le proporciona a la conciencia nacional una simbología ajustada a ese carácter y/o a ese contenido. Por eso cuando Víctor Pérez se define antirracista y hace un llamado a la unidad nacional, está ejerciendo una violencia ulterior que oblitera el hecho de que el pueblo Mapuche es una nación autónoma. Precisamente allí estaría la base del racismo inherente al Estado y a la nación (“los Mapuche son los indios de Chile”).
Eso explica que negar el estatus “político” a los presos Mapuche y reducir la resistencia milenaria de ese pueblo a un asunto delictual y judicial, implique negar el contenido de sus demandas y, también desde una dimensión contractualista y/o hobbesiana, reducir a un pueblo entero a “naturaleza” y, consecuentemente, objeto de dominio, pues delictivo es el “estado de naturaleza”, por eso el delincuente es “bestia” y enemigo del género humano 1, de donde se desprende eso que los españoles llamaron “pacificación”. Empero, la “pacificación de la Araucanía” (como la dictadura) ha sido un proceso de normalización violenta, instrumento de la gubernamentalidad pastoral hispánica y luego estatal.
En nombre de la razón que reza nuestro escudo, se han cometido los actos de ignominia más salvajes de los que el pueblo Mapuche puede dar testimonio.
En nombre de la razón que reza nuestro escudo, se han cometido los actos de ignominia más salvajes de los que el pueblo Mapuche puede dar testimonio. Absurdos son los llamados a la neutralidad del Estado, como culturalmente ridículo es que se les reproche no hacer negocios con la tierra (reduciendo su cosmovisión a los preceptos productivistas occidentales, lo cual solo es posible ignorando completamente la cultura Mapuche). En definitiva, la operación discursiva ha consistido siempre en trasladar la violencia al terreno de la excepción para que la militarización de la Región de la Araucanía (aunque ya del país entero) no se asocie a causas políticas, enmascarando con ello el carácter político del derecho –la ley es la legitimación de relaciones de fuerza que le anteceden– y la violencia que jurídicamente (de contenido racista) se ejerce desde el Estado, hoy cristalizada en la Constitución de 1980 que el gobierno de Piñera se apresta a defender.
El poeta chileno Armando Uribe, en “El fantasma de la sinrazón”, aludirá a un “fantasme” que atraviesa de punta a cabo la historia de nuestro país (que se habría encarnado en la persona de Pinochet), y que define como aquella violencia que quiere ser legítima y que encontrará en la ley su fuente de legitimación, pero que además estaría enraizada en el inconsciente colectivo de los chilenos, brotando como espasmos refractarios de cuando en vez, como por por ejemplo, la madrugada del domingo 2 de agosto en Curacautín.
De alguna forma, las huellas de Pinochet nos seguirían penando, porque la dictadura, entendida como violencia fundacional, no fue simplemente un régimen de gobierno sino que sobre todo un fenómeno cultural de masas. Su prolongación inaudita obedece a que lo que allí se tramaba era algo más que una “restauración del orden público”.
Para borrar las huellas espectrales del horror que nos persigue, para empezar algo radicalmente nuevo (no como un origen mítico sino como desactivación de las herencias subjetivistas), a veces se requiere una dosis importante de olvido. Por eso frente a los defensores de nuestras tradiciones y a los apologetas del patriotismo conservador, un antirracismo comprometido y militante (que no se reduce, como quiere el ministro del Interior, a un sofisma mediático) tiene que responder desde los expedientes de una historicidad estatal y nacional marcada por la guerra, el racismo y la brutalidad contra el pueblo Mapuche y también contra el pueblo chileno, lo que a estas alturas es indesmentible.
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