[Texto preparado y leído por la escritora Belén Fernández el martes 10 de noviembre como parte de las actividades de la Cátedra Cátedra Abierta UDP. Belén Fernández es autora de «Ella estuvo entre nosotros», publicada por Ediciones Overol (primera edición: diciembre 2019, segunda edición: julio 2020)].
PRIMERO
El 22 de octubre recibo la invitación para presentar a Selva Almada. Entre esa fecha hasta hoy, median 19 días y varios obstáculos: mi vida laboral y estudiantil entrando a los dos últimos meses del año y un viaje al sur de Chile en cuya estadía no tendré internet.
Hay un argumento más poderoso para decir que no. Una razón que haría a cualquiera en su sano juicio dejar pasar esta posibilidad: lo cierto, y lo terrible, es que nunca he leído Selva Almada. No me siento particularmente mal por esto. Hay mucho que no he leído, desde clásicos de la literatura occidental, hasta libros sobre experiencias similares a las que motivaron mi novela. No creo tampoco que Selva Almada sea una persona que se sienta mal porque yo no la he leído. Quién podría sentirse una lectura obvia en pleno siglo XXI, con el universo infinito de textos en internet y con la constelación de autoras y proyectos editoriales contemporáneos. Sí, en cambio he leído a mujeres que comparten el tiempo y espacio de Selva. En el Club de Lectura del que formo parte, llamado Abrazo o Balazo, disfrutamos del trabajo de Mariana Enríquez, Josefina Licitra, Samanta Schweblin y Agostina López. En mis búsquedas personales, otras autoras trasandinas como Leila Sucari, Cecilia Pavón, Mercedes Halfon, Fernanda García Lao, Camila Sosa y Paula Porroni, embellecen mi mueble de libros y mi memoria. Pero Selva Almada es un punto de esta constelación al que todavía no llego, aunque siempre rozo su nombre.
El 22 de octubre pienso en las variables que ya existen y otras que puedan aparecer porque la vida es misteriosa. Confirmo que es una pésima idea aceptar. Abro el correo, escribo: “Estimado Rodrigo, muchas gracias por tu invitación, aceptaré encantada”. Y presiono enviar.
SEGUNDO
A doce días de la presentación, y sorteados algunos de los obstáculos que ya indiqué, el calendario avanza, aun no puedo leer y barajo estrategias.
Alternativa A): Leer a Selva Almada sin subrayar ni tomar notas para optimizar el tiempo, pero investigar sobre ella todo lo que pueda: recorrer las entradas de internet que porten su nombre, leer reseñas, ver fotos de su rostro, escuchar entrevistas en youtube, stalkear a la autora en redes sociales.
Alternativa B) Leerla, con lápiz en mano, con tiempo, como me enseñó en el primer semestre de la universidad mi profesor de Historia de Mesopotamia, Jaime Moreno: “Usted señorita Fernández -me dijo Jaime- lo único que va a aprender estudiando Historia es a leer. Si lo logra, después podrá aprender lo que sea, todo lo que quiera del mundo y de las estrellas”.
Así, con la voz de Jaime Moreno resonando en mi corazón, me inclino por la alternativa B, directo hacia Selva Almada, la estrella que me faltaba de la constelación.
TERCERO
A siete días de la presentación, y con algunos obstáculos aún pendientes, decido no hacer exactamente una presentación porque suelen ponerme nerviosa los recuentos elogiosos de la vida de alguien, hablando frente a ese alguien como si no estuviera. Si ustedes y yo estamos acá es porque ustedes saben que el trabajo de Selva les gusta y porque yo intuí que me podía gustar. Además, sumando y restando horas, solo alcanzo a leer parte de su obra, pero no a estudiarla en su conjunto ni a conocer los hitos fundamentales de su carrera. De todas formas:
Entre datos biográficos de wikipedia y libros, prefiero los libros.
Entre la crítica y los libros, me quedo con los libros.
Entre enumerar premios y leer libros, no hay por dónde perderse, los libros.
Entre twitter y los libros, mil veces y para siempre, los libros.
CUARTO
A siete días de la presentación, ya instalada en el sur de Chile, al interior de la cordillera de Nahuelbuta, frontera norte de la Selva Valdiviana, con el lago Lanalhue a dos metros, rodeada de bosque nativo, a mi espalda una bandera mapuche flameando y arriba el sol de las tres de la tarde quemando, mis talones desnudos se retuercen en la arena, mientras leo Chicas Muertas, de Selva Almada.
Ya que no revisé reseñas ni crítica sobre su trabajo, me pregunto si lo que tengo en frente son crónicas o ficción. No tengo señal para buscar en google, encontrar los nombres de las chicas muertas en la página de policiales y confirmar si tengo razones para retorcerme. Hace pocos días, con dos de mis amigas del club de lectura, cada una recordó su peor experiencia de acoso. Nos amamos hace años y nunca nos habíamos contado que varones nos han tocado en buses mientras dormíamos, o que nuestros compañeros de colegio pusieron cámaras en los vestidores donde nos desnudamos o que por meses soñé que el hombre que me persiguió una tarde a la salida de un restorán, me esperaba afuera de mi casa y me mordía la mano como una bestia.
Claro que tengo razones para retorcerme, todas las tenemos. En Chicas Muertas hombres rocían con combustible las casas de sus ex novias, niñas se embarazan a los 14 años y mujeres ejercen el trabajo sexual porque sus maridos les piden plata. No hay que saber de literatura ni de géneros para saber que eso no es ficción. Para saberlo, basta ser mujer, que no es nada especial, ni nada fácil.
Eso que todas sabemos, Selva Almada lo cuenta apoyada de expedientes judiciales, documentos médicos, entrevistas, archivos de prensa y hasta visitas a una psíquica, por si a alguien le quedara alguna duda de los esfuerzos que hay que dedicar para llegar a las últimas horas de una mujer asesinada.
Frente al paraíso sureño que esperé durante meses de encierro, leo y vivo un infierno. No hay paraíso posible si ser mujer puede tener un final de este tipo. De cara al bosque nativo, con esa tristeza que emana del miedo compartido, le agradezco a Selva Almada. Abrazo el libro con gratitud, y abrazo la rabia que él me da, porque la rabia sirve, ya lo sabemos en Chile.
Me pregunto frente al lago Lanalhue convertido en espejo cuántos huesitos cortos y gráciles esconde. Cuántas chicas muertas que yacen en su fondo no tuvieron su propia Selva Almada para darles un nombre, una cara, una historia y un poquito de paz.
QUINTO
A cinco días de la presentación, en Llico, una caleta de pescadores con 600 habitantes, en la costa de la Región del Bío-Bío, avanzo en El desapego es nuestra forma de querernos, de Selva Almada. Supongo que solo alguien que es de provincia, o como dicen en Argentina, del interior, es capaz de mostrar la coexistencia de las flores del espinillo, la yerbabuena, la ruda, la carqueja, los cardos y, las mburucuyás, con los gritos de un chancho al que desangran. Y solo alguien que no es de la gran ciudad puede describir el ciclo de apertura de las hojas de un helecho como la revelación del tesoro de un pirata. O que solo una mujer que creció ahí puede conservar la mirada, el ángulo, la altura y el asombro de una niña, para definir los huevos de araña como perlas de seda que se anidan bajo la mesa de la máquina de coser en la que trabaja la madre. Solo alguien que no desprecia su clima húmedo de origen puede comparar la espuma tenue que corona un vaso de cerveza, con huevos de rana o decirme que al borde del camino se encuentran yararás, guazunchos y zorritos, sin siquiera hacer el esfuerzo de aclararme que las yararás son un tipo de serpientes y los guazunchos una clase de ciervos. Selva Almada no usa el español neutro porque el punto de vista enraizado en lo local no admite la neutralidad. No se permite contar el pueblo con una sola voz, porque a diferencia de lo que nos hizo creer la modernidad, en los pueblos no hay una sola cosa, ni un rango de experiencias intrínsecamente más limitado. Por eso, supongo, en el conjunto de textos titulados bajo el nombre En Familia, cuenta el suicidio de un familiar a través de siete puntos de vista diferentes. Selva es niña, y macho, y viuda, y madre que espera y suicida al que le ocultan el hoyo en la cabeza con maquillaje barato y tul.
Esa frase atribuida a Tolstoi, “pinta tu aldea y pintarás el mundo”, se derrite en el calor su literatura. Selva Almada pinta la aldea porque la aldea tiene valor, no es un lugar del que se deba salir.
Han pasado tres horas desde que me fui de Llico. Cierro el libro en la última página y justo afuera está Molina, el pueblo donde mi mamá trabajó como matrona cuando yo misma fui una niña de provincia. Como en el hospital nunca hubo ecógrafo, mi mamá apoyaba una suerte de corneta de madera sobre la piel tirante de la panza de la embarazada para escuchar los latidos del bebé. Decía que las guaguas le informaban sobre su sexo, y vaticinaban el día en que nacerían. A veces pronosticaban el ganador de una elección presidencial o la fecha del próximo terremoto. Una vez uno de esos fetos predijo mi futuro. Omitió por conveniencia que mi mamá iba a morir.
Que no se diga que la precariedad de los pueblos achata el punto de vista. Que quien lo diga se calle y abra un libro de Selva Almada.
SEXTO
A dos días de la presentación, ya en Santiago de Chile, leo El viento que arrasa, de Selva Almada. La voz del pastor evangélico es tan nítida y convincente que casi me hace creer en dios. Dos huérfanos hablan como los huérfanos pueden: con todas las preguntas que sus mamás no van a responder. El mundo entra a la nariz del perro y entra, a las nuestras, el aroma a bichos, a pasto, a plumas deshechas, a madera y a las termitas que se la comen; el aroma ácido de las aguas servidas, el dulce del cementerio; todo eso fundido es el olor a tormenta.
Dios no escucha a quien habla más fuerte o más lindo, sino a quien habla con la verdad y con el corazón, dice el pastor en una línea. Yo creo que esa línea define perfecto estas tres obras de la autora.
Selva Almada se presenta a sí misma. Los libros y nada más que los libros de Selva Almada, son su mejor presentación.
Revisa la conferencia de Selva Almada acá.
Perfil del autor/a: