Yo tuve un amigo que se metió a paco. Fue un amigo del colegio, con el que cortamos hace varios años ya. Los motivos son específicos: sus decisiones (y las mías) nos pusieron en veredas opuestas, irreconciliables. No me arrepiento, y el tiempo me ha dado la razón, pues en este momento sería una amistad contrariada. Sí lo lamento, pues era una linda persona. Y la institución nos lo quitó.
Me acuerdo de él cada vez que en alguna conversación alguien pregunta abiertamente qué puede pasar por la cabeza de alguien que decide meterse a paco. Tal vez su historia sea un caso particular, o quizá pueda ser ilustrativa. Como sea, ésta es la historia que yo puedo contar.
El rucio no era un cabro pobre ni sufrido. Era alegre y bien intencionado. No era alguien a quien le gustara mandar ni maltratar a nadie. Si bien no era abiertamente rebelde, su estilo relajado y su despreocupación por los mandatos escolares le daban una irreverencia exquisita. Hasta las peores tensiones las resolvía con una talla. Le gustaba el punk y dibujaba la A de anarquía por todos lados, sin ningún complejo. Lo combinaba con cumbias y cualquier ritmo alegre. Me tocó verlo enamorado de más de una chiquilla, embalado en una marea de sentimientos que me parecían de una delicadeza extraña en ese canibalismo adolescente del colegio. Lo que alcancé a ver de su corazón, me parecía un espacio bello e íntegro.
Me costó entender cuando me dijo que se metería a la Escuela de Suboficiales. Han pasado 15 años de eso; no sé si es un recuerdo, o si yo me inventé esa conversación. Pero me parece que salieron de su boca una serie de explicaciones, dichas con tristeza: él no era muy bueno en nada de lo que ofrecía el mundo. Sólo era bueno para la pelota (y pucha que era bueno), pero lo de ser futbolista no había resultado, ya estaba viejo. Me consta que lo intentó. El tiempo de colegio se acababa, sus proyecciones de entrar a la universidad (¿a estudiar qué?) eran estrechas, y su familia ya lo había convencido de los beneficios de entrar a la escuela. Él no sería cualquier paco, me dijo. Él iba a aprovechar su rango para ser justo y bueno, y cambiar la institución por dentro. Para reforzarse, aseguró que él no iba a cambiar, iba a seguir siendo el rucio de siempre.
Nunca fuimos tan íntimos, por lo que no sé más detalles de lo que pasó por su cabeza después que entró. Sí que lo perdimos de vista por mucho tiempo. Nos llegaban noticias de lo triste que estaba, pues estaba siendo duro el proceso. Cuando podía salir, carreteábamos y no hablábamos de eso. Por ahí, le tiré la talla de la canción de 2 Minutos, todo buena onda. Hasta ahí, cumplió su promesa: seguía siendo el mismo rucio chistoso de siempre. Me costaba imaginármelo de paco, dando órdenes y cosas por el estilo. Prefería pensar que era un jefe bueno y comprensivo, que hacía reír a sus subalternos. Pero intentaba no darle más vueltas al asunto; total, lo veía tan poco.
A la par, yo entré a la universidad y fui elaborando mi propio relato de los pacos. Cuando los veía entrar al campus haciendo el uso de la fuerza, que actualmente ya conocemos todos, pensaba qué pasaría si algún día lo viera entrar a él. Y así se lo dije, una vez tomando. Si bien ya estábamos distanciados, recuerdo esa conversación como el punto de no retorno en que lo desconocí para siempre. Con su desenfado habitual, me dijo que a veces lo ponían de FF.EE. y que le gustaba por la adrenalina, a pesar de que de un peñascazo le volaron un diente. Le pregunté derechamente por los montajes en el Wallmapu y en las protestas estudiantiles. Me lo negó rotundamente: los pacos no hacen montajes. Insistí, y la respuesta fue igual: “es mentira”. Cuando no vi más posibilidad de diálogo, desistí y dejé que la conversación siguiera. Ligerito tiró un hueso: en medio de un rollo justiciero, no se dio ni cuenta cuando me soltó que había desbaratado una casa donde habían un montón de cosas robadas, sin ninguna orden de allanamiento. “No sabes lo que se siente poder decirle a una persona humilde ‘señora, aquí está su tele’, alguien que con esfuerzo compra sus cosas para que luego otro se las robe”, me dijo. Ahí mismo le dije que lo que él había hecho era un montaje, independiente de que las cosas le hubiesen resultado como él las había calculado. Intenté explicarle que él pudo haber cometido un error, que para algo existe la justicia y los procedimientos, que su solo criterio no bastaba para que anduviera reventando casas. No hubo manera. Terminó diciendo que no importaba que se hicieran montajes, si estos se hacían para hacer el bien. Y que él los hacía sólo cuando estaba seguro de que eran justos y necesarios.
Un gran surco se abrió en ese comedor, entre él y yo. Comprendí la perversión de la mecánica paquística que anula a los sujetos que entran a esa institución a mandar y seguir órdenes, despojándoles cualquier atisbo de crítica y reflexión, dejándoles como única certeza la certidumbre de que su criterio personal acerca del orden es lo bueno. Desde ése lugar solitario e inconexo de sus cerebros se despliegan los protocolos y procedimientos. Caer en las manos de un paco, es caer en la perversión de su propio (des)criterio. Y bueno, lo que sabemos todos.
No tengo pruebas pero tampoco tengo dudas de que el rucio siguió por ese derrotero, y quién sabe hasta dónde ha llegado. Lo último que supe de él, meses antes de la revuelta, fue una reacción de Facebook que recibí de parte de un contacto de nombre ajeno, un alias agringado. El único “me encanta” en medio de las reprobaciones ante la noticia de que los pacos podrían usar armas de electrochoque. Me había olvidado de él, hasta que di con su cuenta. Lo borré para siempre; incluso de mis afectos. Sólo vive en mi memoria como un amigo que murió. Desconociéndolo para siempre, no existe más para mí. Ya no sos igual, Rucio. Así y todo te deseo lo mejor; eso incluye que algún día despaviles y huyas de esa institución que te quitó lo más bonito que tenías: tu integridad.
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