El siguiente texto es parte de la sistematización realizada por el equipo de investigación militante “R de Revueltas”. Este análisis se centra en la ciudad neoliberal como espacio de disputa y transformación profunda a partir de la revuelta popular. Sus muros, sus íconos, su discursividad fue subvertida y transformada al punto de desmonumentalizar no solo a las estatuas de los mayores genocidas tras cinco siglos de colonización sino por sobre todo desmonumentalizar nuestros límites y estructuras.
La ciudad, un muro
Días antes del 18 de octubre, los muros y alturas de la ciudad de Santiago solían estar cubiertas por el cúmulo caótico de carteles, luminarias, fachadas y gigantografías publicitarias. Una ciudad pastiche que aparecía en primera instancia como la expresión urbana de una de las herencias más implacables de la dictadura, la privatización del espacio público. En este contexto, los muros formaban parte de la extensión visual de la circulación de capitales nacionales y transnacionales que reproducían de las más diversas maneras la celebración de ofertas, bonos y deudas. De este modo, el pastiche de la ciudad neoliberal revelaba su propia uniformidad. Regido por la búsqueda permanente por tener todo dispuesto al orden celebratorio de la compra-venta. Que todo luciera coherente con ello le daba legitimidad a la ilusión cohesionadora.
Históricamente el control estético de la ciudad se desarrolló en América Latina mediante la construcción de muros físicos, desde empalizadas en los primeros siglos coloniales hasta cinturones sanitarios durante los procesos modernizadores del siglo XIX y XX. Estos muros, en la actualidad, se consagran en una ciudad de mayores flujos donde abundaban las marcas y resabios de una actividad permanente e invisible: su borramiento. Es la forma incorporada de la estrategia dictatorial, aquella que además de fracturar la institucionalidad democrática, perseguir y desaparecer a amplios sectores de izquierdas, desarrolló su propio “golpe estético” (Leiva y Errázuriz, 2012). Fue así como buscó borrar de la ciudad cualquier gesto de disidencia dispuesto como mural, rayado, toponimia insurgente o arte político. La “operación limpieza” en palabras de Errázuriz y Leiva “representa por una parte la desinfección del pasado marxista y, por otra, la promoción de una noción militarizada de la estética cotidiana que se refleja en rasgos tales como la depuración, el orden y la restauración fervorosa de los símbolos patrios” (p. 152). La Junta Militar irrumpió en el poder y las ciudades borrando los rastros inconclusos de la Unidad Popular, la cal y la pintura blanca sobre los muros fue la encarnación de su proyecto de shock, la tabula rasa. Por más de treinta años, la ciudad neoliberal ha buscado consagrar este borramiento, internalizarlo, rutinizarlo e incluso privatizarlo en una labor terciarizada, precaria y racializada. Todo para replicar el muro como hecho divisorio entre los habitantes de bien y las hordas plebeyas.
Una ciudad que se borraba a sí misma, barriendo tras cada manifestación los papelitos que marcan su paso. Hacía falta una segunda mirada para distinguir los manchones de pintura que disimulaban las marcas de la última marcha, los afiches rasgados, los papelógrafos de la Brigada Chacón1 y aquellos lugares donde insistía la caligrafía improvisada, incluso vandálica, de los rayados callejeros. Fueron por mucho tiempo las grietas inventadas, los lugares tomados por la “ciudad pizarra”, como le llamaba la escritora Guadalupe Santa Cruz. Intersticios donde se multiplicó a contrapelo y obstinadamente las escrituras a pulso, grafitis, tachados y tags, todas las huellas a veces ilegibles de spray y plumón.
Y es que claro, las posibilidades del muro no se agotan en su condición divisoria y homogeneizante, nunca lo han hecho. A los primeros meses tras el Golpe, uno de los primeros rayados que comenzó a multiplicarse era una R en medio de un círculo. Un gesto mínimo e inicial de resistencia en los muros, paraderos y en el transporte público de una ciudad sitiada. Con el tiempo, esos rayados pasaron a ser murales, afiches, stencil, grafitis y todo tipo de marcas, que se hacían y rehacían persistentemente a pesar de los borramientos constantes. Tras el cese pactado de la dictadura cívico militar, los borramientos y re escrituras han sido parte constante de las gramáticas de la ciudad neoliberal.
La revuelta lo que hizo, fue, contradictoriamente, volver los muros un lugar habitable. Particularmente, Plaza Dignidad (ex Plaza Italia), de algún modo, era una frontera simbólica, por años se utilizó como hito geográfico de referencia: “de Plaza Italia para arriba y de Plaza Italia para abajo”, se decía para graficar la segregación urbana. No es casual entonces, que fuera precisamente este lugar, uno de los hitos de la revuelta que estalló en Chile. En Concepción fue la Plaza de la Independencia, en Valparaíso la Plaza de la Resistencia (ex Plaza Aníbal Pinto), en Temuco la Plaza Caupolicán (ex Plaza Dagoberto Godoy), en Antofagasta la Plaza de la Revolución (ex Plaza Sotomayor). Muros y esquinas que devinieron polos gravitaciones de una ciudad tomada y de un tiempo interrumpido.
Caligrafías de una ciudad en disputa
“Una ciudad sin gritos pegados en los muros sería hoy en día casi una ciudad silenciosa” escribió la cartelista Ana Cortés en 1937 mientras veía frente a sí el auge de la ciudad impresa y los prolegómenos de la modernidad de los Frentes Nacionales. La imagen del estallido evoca algo que ya no parece siquiera un grito o muchos gritos a la vez, más bien una sonoridad estridente, metálica y sucia. Sonido de rejas cayendo en las entradas de las estaciones de metro, sonido de torniquetes estrellados, sonido de risas también, de gritos, de estampidas y de fondo como desde un tiempo pasado que es también presente, el canto vociferado, como si nunca, como si siempre, del “pueblo unido jamás será vencido”.
Durante la noche del 18 de octubre en Santiago, las estaciones del Metro se inflamaron en llamas, se multiplicaron las barricadas, las recuperaciones en supermercados y, en menos de ocho horas, el gobierno anunció la guerra y decretó el Estado de Emergencia. En los días que siguieron se suspendió el tiempo mientras las distintas ciudades y pueblos de Chile sufrieron un cambio de piel y de nombre. Irrumpió entonces un momento destituyente y con ello la pulsión “que desata los cuerpos del miedo que les había sido incrustado y posibilita una danza insospechada de nuevos ritmos que comienzan a colmar las plazas” (Karmy, 2019, parr. 8). Una temprana imagen de esto, fueron los muros desbordados por caligrafías dispares y poéticas insurgentes en la ráfaga de una política de la negatividad colectiva.
Tal como señala la intelectual feminista Sarah Ahmed, para el feminismo el “no” es un trabajo político, y para la revuelta este fue también un trabajo de insistencia de decir que “no” y repetirlo, que no es no. En en esta clave comenzó a multiplicarse rápidamente la consigna abierta que inaugura el grupo CADA a diez años del Golpe en 1983, los “no +” “como palabra colectiva o plural” (Blanchot): no + abusos, no + pacos, no + miedo, no + impunidad, no + deudas e incluso y en más de una ocasión simplemente “no +” y punto. A esas primeras gramáticas aisladas de la revuelta, le siguen aquellas consignas que fueron articulando el sentido general y vital de la sublevación: “no son 30 pesos, son 30 años”, “hasta que valga la pena vivir”, “nos deben una vida”, “el neoliberalismo nace y muere en Chile”, “la normalidad siempre fue el problema”. La revuelta de octubre, a diferencia de otros procesos de movilización anteriores, implicó necesariamente el desborde de su propia ignición, no era una demanda, un sector, ni un pliego, fue la emergencia destituyente de una embestida al presente con densidad histórica, una impugnación popular a todos los pasados que no pasan.
Las ciudades fueron entonces escrituras públicas, simultáneas, caóticas, apretadas y acumulativas. Tras el 18 de octubre, el tiempo que requiere todo borramiento, el espacio de distancia de la manifestación que se necesita para barrer, ya no existía:
“me tocó también viajar a Santiago, en el cual igual fui a, a la plaza de la dignidad, y lo que, cuando recién estaba empezando, fue a cómo fines de octubre me parece, estaba muy fuerte el tema, lo que más, o sea me llego fue como, es como ir por las paredes y leyendo los mensajes, los mensajes así como: “estamos cansados”, “basta”, “lo asumimos, perdimos el miedo”, era como que las murallas hablaban, como dice el dicho, literalmente sentí que, estaba ahí impregnada toda la rabia, o todo el descontento en las paredes, entonces era como rayado, eh dedicatorias a la mamá, mamá esto es por ti, y claro, yo siempre cuando hablaba con mi mamá le decía, mamá, pa’ que te jubiles bien, y siempre se lo decía en forma de humorada, pero era como real, ósea es real, pero uno lo veía en la pared y era como no sé, era ver muchas cosas, mucho sentimiento. Como una mirada más allá de lo que se puede ver” *(Nütram).
Como nunca antes, las escrituras públicas de la ciudad no pudieron ser eliminadas, la democratización de la letra anunciada por Ángel Rama manchaba desde las creatividades juveniles la urbe sitiada por la represión, así la escritura insurgente y callejera comenzó a expandirse más allá de las rendijas, de los muros de siempre, de las esquinas tomadas por años. Muros hasta entonces cuidados celosamente por la municipalidad, por los dueños o por la costumbre, pasaron a ser, no digamos que lienzo, sino cuaderno abierto tamaño urbe y sin cuadricular. La insospechada experiencia de una ciudad escrita, nos llevó a ir reconociendo estilos, lugares comunes y los distintos imaginarios que coincidían sin necesariamente mezclarse del todo, pero conviviendo entre memes, animé, tradiciones de izquierdas, pop, trap, aborto libre y wenufoye. Algo nuevo, a ratos ininteligible se confabuló en los collage de cada muro, los que a falta de limpieza o borradura, se hacían cada día más espesos. La repetición de un mismo signo suele ser en estos casos una estrategia de visibilización. Un tag dentro del mundo del graffiti suele tratarse de una firma personal que se ocupa para marcar los muros con la propia presencia ¿Qué pasa entonces cuando un tag es asumido colectivamente? Sin duda, el tag más repetido de todos desde el inicio fue ACAB que en inglés significa ‘All Cops Are Bastards” (todos los policias son bastardos) o en su versión numérica 1312.
Los 1312 se acumulaban en la ciudad de la Revuelta, para muchos y muchas en un principio era un signo inteligible, una especie de código secreto solo abierto para pocos. Claro, se trataba de un signo cultural de la rabia juvenil cosmopolita, detrás de ese rayado había un conocimiento de significaciones globales antisistémicas, solo comprensibles para navegantes virtuales del pensamiento crítico contemporáneo. Era una juventud evidenciando su rabia frente al control y la violencia policial bajo las grafías de una indignación globalizada.
Así, la escritura pública insurgente fue primero contra la represión. Los 1312 y ACAB se tomaban la ciudad, es que no había otro modo: Carabineros de Chile desde el propio 18 de octubre actuaron como los defensores sangrientes de un régimen, lo que llevó a que cientos de manifestantes fueran mutilados de sus ojos, perdiendo la vista parcial o definitivamente. La metáfora era perversa: “abrimos los ojos, por eso nos ciegan”. Los ojos, cientos de ojos mutilados, comenzaron a convertirse en otro signo de crítica antipolicial, pero también de un sentir, ese que anunciaba un momento de develación, un despertar ante la ensoñación del régimen neoliberal. El dibujo de un ojo abierto y sangrando fue copando la ciudad. Por todas partes se grafitearon ojos. Era una forma de decir ACAB y al mismo tiempo sentenciar que “Chile despertó”.
Lo hemos dicho: la impugnación al régimen fue tan profunda que logró abrir un fenómeno bloqueado en toda la historia de Chile, la posibilidad de gestar un proceso constituyente emanado desde la rabias, utopías y poderes de los pueblos. Todavía está por verse la calidad democrática de este proceso, pero nadie puede desconocer que el solo hecho de estar discutiendo sobre ello es gracias a la Revuelta.
Estas grafías son también lumínicas. Casi en paralelo a la Revuelta en Chile, en Hong Kong se desenvolvían protestas bajo otras consignas, pero que desde acá se observaron sobre todo por sus repertorios de movilización. Uno llamó radicalmente la atención, y fue adoptado rápidamente. Las luces láser fueron iluminando las noches de las principales ciudades del país, fueron un modo de incomodar a la represión policial desde la lejanía, se les apuntaba para que perdieran visión, pero además las luces permitieron la construcción de un espectáculo colectivo. Los láser conseguidos en Meiggs, un barrio de mercado mayorista en Santiago, se mezclaban en las noches de Revuelta, desarrollando un show lumínico entre la insurgencia de las barricadas. La ciudad de luminarias para la seguridad y el muestro publicitario, se bifurcó bajo el signo de otras luces, luces láser que desde un rayo verde fluorescente le daba un sentido futurista a la rabia de la juventud global y tercermundista.
Todos estos quehaceres estéticos de la Revuelta, que marcaron el retorno definitivo de las luchas por los relatos de la ciudad, se manifestaron de modo pleno en el ejercicio de renombramiento de lugares centrales de las urbes. Las plazas, los parques, determinadas intersecciones, ciertas zonas de las ciudades, las calles, todo lo que se pudiera renombrar fue etiquetado desde las filiaciones políticas y afectivas de los y las manifestantes. En este punto la confrontación estética adquirió una centralidad política ya no solo impugnadora. Definitivamente había en esos nombres y señas insurgentes otra ciudad en emergencia, un proyecto en ciernes. Lo destituyente asomaba su gestación creativa.
Iconos juveniles y post heroísmo
La historia oficial está repleta de héroes, son en su mayoría hombres, blancos, ricos y heterosexuales, son los mismos que ocupan el panteón simbólico y físico de la ciudad. Las quimeras del siglo XIX y XX necesitaron de estas heroicidades, tanto la fundación y consolidación de las repúblicas latinoamericanas, como incluso los proyectos revolucionarios anticapitalistas del siglo pasado, gestaron la idea de hombres dispuestos a entregar su vida por ensoñaciones de futuros resplandecientes, desde Bolívar al Che Guevara, la “patria o muerte” se fraguó sobre nociones martirologicas. Martirio y heroísmo fueron elementos movilizadores de la historia, y precisamente esto pareciese que se desvanece en nuestra contemporaneidad.
Monsiváis, el fundamental ensayista mexicano, evidenciaba un nuevo momento icónico en América Latina que, quizás producto de la efervescencia pop, pero que respiraba una profundidad moderna incansable, hizo del héroe mítico, casi religioso (la historia como progreso fue de algún modo la religión del Estado según Gérman Colmenares), héroe laico, porfiadamente terrenal. El propio Monsivais decía que la expresión máxima de aquello fue Salvador Allende y su muerte, la cual construyó la posibilidad de desacralizar al héroe, mediante un martirio laico, democrático, no muere por un sueño, él mismo lo dice: “pagaré con mi vida la lealtad del pueblo”. Su muerte no es mítica por el fervor cuasi religioso de la utopía. Es más llano, más concreto: muere por el poder emanado del pueblo organizado, es la modernidad plena, sin los recovecos fetichistas del capital.
Con Allende emerge un post heroísmo, quizás por ello es Chile donde emerge esto como posibilidad absoluta en el vaivén de la Revuelta. Y esto, sumado al kitsh y pop que tan fuerte ha ingresado en la juventud popular, hizo imposible el martirologio, que es el lado más positivo de la falta de liderazgos míticos y coagulantes. En estricto rigor, nadie es imprescindible, y por lo mismo todxs somos necesarios. Todo esto se elaboró estéticamente en una serie de héroes pop, íconos juveniles sin poder real, pero aglutinadores de potencia barroca. Para los sectores dominantes y el gobierno, este acontecimiento se les presentó con total extrañamiento lo que con el paso de las semanas tomó al menos dos formas: primero la de la alteridad radical que les llevó a representar la manifestación cual aterrizaje alien, tal como señaló la Primera Dama a días del estallido. Lo que acontecía debía ser de otro mundo, de otro país al menos, sin duda no el que habían habitado y administrado por décadas. Al decir de Zizek, así como para la industria cultural resulta más cercana la representación del fin del mundo antes que el fin del capitalismo, para la elite chilena, el levantamiento en medio del oasis era menos previsible que una invasión alienígena. Adoptar el insulto o la negación radical al reconocimiento o siquiera al reparo de lo visible, fue una de las tácticas del imaginario monstruoso, incluso posthumano de la revuelta.
Al día de filtrarse el audio de Cecilia Morel, donde compartía con una conocida sus primeras impresiones del estallido, la multitud en las calles se apropió del improperio: miles salieron con máscaras alienígenas, otros con carteles con consignas como “Venimos por tí, Cecilia” o pintaron murales con hordas alienígenas cayendo de platillos voladores con cacerolas en las mano y demandando el fin de las AFP. En segunda instancia, lo que ya no podía ser negado como un problema humano, pasó a ser suscrito en la tesis de la amenaza geopolítica foránea tal como indicó el estudio de Big Data encargado por el entonces Ministro del Interior que apuntaba al K-pop como la encarnación postmoderna de la amenaza extranjera. De los espías rusos a aficionades de coreografías de la televisión coreana. Al día siguiente de publicarse el informe por los medios de comunicación se convocó a la “Marcha K-pop más grande de la historia”.
Si bien la excusa de burlarse del gobierno fue motivo de todo tipo de alusiones K-pop (quizás una de las más emblemáticas el saludo con el corazón) en las marchas que siguieron, el repertorio animé y pop ya formaba parte del imaginario de la revuelta y sus personajes. Una expresión de esto fueron los corpóreos, personificaciones y disfraces que adoptaron algunas personas en medio de la protesta: Spiderman, Pareman2, nalcaman3, los dinosaurios y quizás la más querida de todos, la “tía Pikachu”, una mujer de clase trabajadora cuyo hijo menor compró 700 dólares por error en AliExpress incluyendo un disfraz inflable de su ídolo Pokemón. La familia revendió todo excepto el corpóreo pensando en reservarlo para la fiesta de Halloween que en Chile se consume y celebra con mucha intensidad. Pero no llegó Halloween, sino el estallido y Giovanna Grandon decidió sumarse a una de las primeras marchas bailando vestida de Pikachu con una rosa y banda presidencial. “Baila, Pikachu, baila” pasó a ser emblema y mitología popular. Otro personaje ineludible de la revuelta fue sin duda el Negro Matapacos, un perro que vivió las protestas estudiantiles del 2011 y que luego de morir pasó a ser ícono de la protesta callejera. Su imagen con el pañuelo rojo al cuello es uno de los símbolos más reconocidos del estallido en Chile, algo así como un anuncio quiltro, antifascista y multiespecies del proceso en curso. Una imagen icónica que no tardó en ser replicada en otras latitudes, incluso en medio del clamor de la revuelta antiracista contra la brutalidad policial en los Estados Unidos. Fue así como un perro quiltro devino emblema internacionalista del levantamiento al sur del mundo.
Junto al Matapacos, el mayor símbolo internacionalista de la revuelta provino de un grupo de jóvenes feministas de la ciudad de Valparaíso, LASTESIS y su performance “Un violador en tu camino”. Este baile y grito común contra la “violencia que no ves” fue una revuelta dentro de la revuelta devolviendo la intensidad de los primeros días conforme marcaba su propio ritmo y un nuevo régimen de visibilidad. Un conjuro feminista contra la impunidad y la violencia patriarcal que reverberó en los cuerpos y lenguas de mujeres de distintas territorios y generaciones como contagio espontáneo, una solidaridad internacional que activaba en cada lugar sus propias capas de impugnación.
El desplazamiento del lugar de la violencia política fue otro rasgo que atravesó la intensidad compartida de la revuelta. La figura hasta entonces marginada del encapuchado pasó a ser resignificada como “primera línea” desviando la criminalización internalizada de la violencia extra institucional. Frente a los tanques de una policía militarizada y bestial, la primera línea era una trama de apariencia frágil de cuerpos enlazados que miraban al frente a veces con antiparras o a rostro cubierto, otra sin más protección que el cuerpo contiguo, pero casi siempre agarrados con fuerza de unas antenas telefónicas y señaléticas convertidas en escudos pintados de colores vibrantes que evocaban en conjunto una dignidad inesperada. En un giro muy interesante, la Primera Línea no parece identificarse, al menos en el imaginario popular, con la vanguardia de la tradición de guerrilla urbana, sino más bien como la expresión de una política de cuidados frente a la violencia policial y militar, una ética de la hospitalidad que acompaña y resguarda a quienes por primera vez se suman y también a quienes vuelven a hacerlo tras años de espera, a la ternura extática de la protesta. La suspensión del juicio normativo frente a la acción directa, la hizo visible, legítima e incluso apropiable por sectores más amplios de los manifestantes. De todas maneras no buscamos hacer una apología ingenua, la primera línea muestra lo más brutal del neoliberalismo en Chile, la constitución de un grupo joven que no tienen nada que perder y que ese “poner el cuerpo” es al mismo tiempo que señal de compromiso, señal de desesperanza.
Desmonumentalizar la waria
La impugnación, en tanto juicio plebeyo, pasó rápidamente desde los 30 años de la transición de la postdictadura, a los 47 del Golpe de Estado y a los 500 de continuidad de violencias coloniales. Capas de violencia política, económica y simbólica que fueron develando el alcance de lo que abría la revuelta como ejercicio de imaginación histórica. La potencia destituyente tomó la forma del derrumbe de una historia patrimonializada en monumentos de invasores y patriarcas. Cristóbal Colón en Arica, Pedro de Valdivia en el Wallmapu, Francisco de Aguirre en La Serena, entre otros insignes, que cayeron en la arremetida de la desmonumentalización que fue poética y épica de la potencia descolonizadora de la revuelta. La alteración de estos símbolos del orden que por siglos se pensaron imperturbables marcó uno de los puntos en que la revuelta empezó a torcer su dirección de manera irremediable.
El repertorio desmonumentalizador sería fácilmente comprensible si solo fueran “indígenas” quienes desarrollasen estas acciones. Es común vincular estas heroicidades coloniales solo con las rabias y dolores de los pueblos originarios, y de algún modo fue así. En Wallmapu fueron fundamentalmente personas mapuche quienes accionaron el derrumbe de la monumentalidad, pero en otros lugares del país fueron jóvenes “no indígenas” quienes potenciaron la caída de aquellos cuerpos elitarios esculpidos. ¿Cómo comprender aquel fenómeno? Los sectores conservadores básicamente hablan de “violentistas”, no dando posibilidad de comprensión a uno de los elementos más interesantes de la Revuelta.
Nuestra hipótesis es que trás la desmonumentalización se yergue tanto una incomodad cultural e identitaria, como la apertura a otra posibilidad para imaginar los marcos de la nación chilena. Es decir, se desmonumentaliza no solo como ejercicio de solidaridad para con las trayectorias históricas indígenas, sino que además como forma de gestar una crítica al guión nacional construido por las élites desde el siglo XIX. La juventud chilena, al parecer, ya no se siente representada por las heroicidades patrias, por aquella historia oficial que aparentemente ya no solo incomoda al mundo indígena, sino que amplios sectores de la sociedad chilena actualmente no se siente representada por aquella narrativa histórica. Este es un salto cualitativo que impugna los cimientos de la “comunidad imaginada”, su cohesión interna se ve fracturada con la desmonumentalización, los relatos del pasado entran en combate directo, y con ello los elementos ideológicos que sostienen la unidad nacional quedan abiertos al debate:
“también algo súper súper, que me provocó la verdad mucha mucha alegría, fue cuando le quitan la cabeza al monumento de, no fue de Pedro de Valdivia, fue de otro, creo, que de Diego de Almagro creo. Sí, de Diego de Almagro, y se la cuelgan a Caupolicán, yo creo que eso fue súper simbólico, yo creo que, a mí me dio, yo estaba ahí y te da como piel de gallina, porque fue una cuestión, súper súper potente, también cuando la gente de repente, de los negocios salía y aplaudía, y cuando uno veía gente mayor, pero recuerdo ese momento en particular que me dio mucha mucha mucha alegría” (Nütram).
Es que el repertorio desmonumentalizador es destituyente, busca evidenciar y expurgar la incomodidad que genera el relato homogeneizante y jerarquizado de la nación. Precisamente, los monumentos reflejan ante todo “la celebración del poder, del poder tener el poder de monumentalizar” (Achugar, 2003). Así desmonumentalizar es fracturar esa celebración elitaria, contravenir su poder y manifestar la posibilidad de un futuro donde aquellas jerarquías también se derrumben. Con ello, la desmonumentalización critica tanto el relato de las élites, como la condición performática de su poder en la actualidad. Aquí resuena Benjamin cuando dice que “tampoco los muertos estarán a salvo del enemigo si éste vence, y este enemigo no ha cesado de vencer”. La lucha por el relato de la historia no es solo un combate por el pasado, es fundamentalmente una confrontación contra la actualidad de esos poderes fundados pretéritamente, pero que aún actúan sobre la memoria de los muertos y sobre nuestras propias vidas.
La juventud chilena buscó expurgar esas continuidades del poder, que son en definitiva continuidades coloniales. Aquí emerge la condición anticolonial de la Revuelta chilena, ese sustrato temporal poco o nulamente incorporado en los debates de los proyectos emancipatorios del siglo XX en Chile. Aquí se devela otras de las características de la formación subjetiva del mundo popular y la clase obrera que despunta sus luchas para el siglo XXI. Es probable que uno de sus elementos sea sin duda un repensar los marcos aglutinadores de “comunidad imaginada”, ya no fraguada por los “héroes de la patria” que siempre han sido hombres, blancos, heterosexuales y de las élites. Esos cuadros de referencia vienen siendo destituidos, y particularmente en la juventud movilizada, la cuestión entonces es ¿hacia dónde se dirigen las subjetividades colectivas? Quizás el uso de la wenufoye está abriendo un camino, avisando que la morenidad borroneada por la blanquitud elitaria vuelve al calor de la Revuelta, constituyéndose en posibilidad subjetiva en el marco de la “comunidad política” que emerge tras el 18 de octubre. En últimas, si la desmonumentalización es destituyente, es probable que la wenufoye marque la senda constituyente.
*Texto realizado por el Equipo de Investigación Militante “R de Revueltas”. Trabajo elaborado a partir de la sistematización de experiencias de organizaciones territoriales en diversas regiones del país. Esta investigación es parte de un informe originalmente elaborado para la Fundación Rosa Luxemburgo Región Andina.
*Nütram, en mapudungun significa: narración, relato, conversación, discurso, palabra, historia. En este caso fue implementado como parte de la metodología de la investigación militante, además de ser la forma de vinculación con las organizaciones, sus integrantes y sus testimonios.
1 – Brigada muralista surgida a finales de los 80, al interior del Partido Comunista de Chile.
2- Pareman se hizo famoso durante el estallido por el uso de una señalética vial de “Pare”, de ahí su nombre.
3- La nalca es una planta comestible nativa de la zona sur de Chile. Durante la revuelta, apareció el personaje Nalcaman, un hombre disfrazado de la misma planta.
Referencias Bibliográficas:
Achugar, Hugo. (2003). «El lugar de la memoria, a propósito de monumentos». En Monumentos, memoriales y marcas territoriales, compilación de Jelin Elizabeth y Langland Victoria, 191-214. Buenos Aires: Siglo XXI
Errázuriz, L.H. y Leiva, G. (2012). El golpe estético. Dictadura militar en Chile, 1973-1989. Santiago, Chile: Ocho libros
Karmy, R. (2019). El porvenir se hereda: fragmento de un Chile sublevado. Santiago, Chile: Sangría Editora.
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Equipo Editorial LRC