Un mensaje desnudo, “Murió Maradona”, la luna perdida en el frío de la tarde de otoño y la ciudad vacía, pobre, como desolada. Un audio llega junto con otros mensajes: “Acá se murió Maradona y estamos todos choqueados. Se paralizó todo”.
El que lo declaró muerto inscribió su nombre justo donde Diego se murió. ¿Quién lo habrá hecho nacer? De ese no sé nada, las biografías de los héroes se escriben con el diario del lunes. Aunque a él lo vimos chiquito diciendo que quería jugar un mundial, haciendo jueguito e hilvanado así todos los elementos de la biografía del héroe: el nacimiento espectacular –en la villa, con nada– y los signos que indican que algo se aproxima. La entrevista que más me gusta es aquella en la que Diego cuenta eso, dice que él ya sabía todo lo que le iba a pasar, que iba a jugar al fútbol, un mundial, que iba a ser el mejor, que iba a andar por el mundo, tener su familia. -“Lo que no sabía es que iba a tomar cocaína, eso no lo sabía”, dice. Mi amigo Edmundo publica la frase que encuentro más justa “Es como si se nos hubiera muerto a todos el mismo familiar”. Empieza un vendaval de escritos. Se quiere escribir sobre Diego, sobre los funerales, sobre su relación con la palabra, sobre lo que le hizo a nuestra vida, a cada uno, a todos en conjunto, al mundo en general, al fútbol, al capitalismo, a sus mil y un hijos y a sus cuarenta mujeres.
Nos gusta que algo nos guste y escribir sobre cómo nos gusta y qué dice eso sobre nosotros. Qué dice de nosotros esta tristeza infinita. Yo todavía no me crucé con los odiadores. El único ataque que encontré es el del feminismo que recuerda la violencia de Diego con las mujeres y se dedica a señalar –lo que, sabemos, es falso, al menos en Argentina– que la muerte de ninguna mujer hubiera generado una conmoción popular tan profunda. Mi papá, que estuvo de colado en el funeral de Evita, porque mi abuelo era mecánico del Ministerio del Interior, me cuenta que había un empleado parado al lado del féretro, sosteniendo un trapo embebido en alcohol, y que limpiaba el vidrio que separada el cuerpo de Evita de los besos de la gente. A Messi lo compararemos siempre con Diego, y a todos los funerales con el de Evita. Ser velado en la Casa Rosada, qué cosa más oronda.
Y sin embargo, la infinita tristeza que sentimos nos hace incluso justificar ante el feminismo su figura porque, a pesar de lo que ya sabemos de Diego, no nos importa, vamos a dejarlo de lado, para amarlo y ahora sufrirlo: “Te voy a sufrir toda la vida” dijo alguien que esperaba en Plaza de Mayo para entrar a despedirlo. Eso es bien elocuente: vamos a dejar pendiente esa cuenta para siempre, no se la vamos a cobrar. Porque era un villero, porque “nos llevó a lo más alto” –que es haber ganado un Mundial de Fútbol y que su nombre esté mundialmente asociado al de Argentina–. Otra mano larga que no le cobramos, de la que se supo zafar con pechito argentino, gritando el gol al toque y nada de andar esperando a ver qué dice el arbitro. El festejo performativo legalizó un gol ilegítimo y nos llevó a lo más alto. Un atajo del pobre que sabe que cumpliendo la ley no va a salir de la pobreza y que es necesario meterse por una ventana porque la puerta estará eternamente cerrada. Y eso, nos deja admirados porque muestra el nudo de nuestra cultura, de una cultura, como leí en una publicación feminista, que está dejando de ser: “Quizás ya no sea posible que exista otro ídolo como éste”, porque ya no pasa los filtros, porque ya no alcanza con el origen humilde para que no le cobremos esa mano.
Esta infinita tristeza, que siento desde que me enteré, por la calle, en ese cúmulo de mensajes que de repente vi después de haber estado abstraída de la comunicación porque charlaba con una amiga –mensaje que siempre imaginé “Algún día, voy a abrir el celu y alguien me va a decir que se murió Maradona, ¿te imaginás?”– es compartida, porque como dijo Siskind, Maradona era “la única posibilidad de épica, la de la unidad total”. Todes estamos conmovides y nos gusta un poco, incluso pelear por eso, porque existimos, nos hace existir en común y a pesar de cualquier distancia. Como dijo Edmundo, a todes se nos murió el Diego y nos pasó el tiempo, como a mi papá que me cuenta ese detalle del funeral de Evita, que sólo puede conocer quien estuvo ahí.
Cada tanto miro el gol del ‘86, porque me gusta escuchar el relato de Víctor Hugo y pensar que le otorga al relato de la jugada categoría literaria. Me gusta decirlo de memoria. Pero ése no es el Maradona de mi recuerdo. Mi Maradona es el del ’90, el que insulta a quienes insultan el himno, y termina un poco él también sumándose al insulto. Formando parte de lo que detesta, sin poderse sustraer porque las cosas pasan todas al mismo tiempo. El himno no es la camiseta, ¿no? La tarde en que perdimos está flamante en mi memoria, como el trapo del velorio de Evita en la de mi papá. Sé con quién estaba, dónde y qué hice cuando perdimos. Del ’86 no me acuerdo nada, es como si nunca hubiera visto a Argentina campeón, porque si uno no sabe y no recuerda, eso no existió, ¿no?. Hay un lugar donde Maradona no murió: Bilardo no lo sabe –quizás nunca lo sabrá.
Nos hace pensar en nuestros padres, me dijeron hoy, porque quizás con ellos compartimos los mundiales, pero también porque nos hace pensar en la muerte, en la de todes. Pero más que nada en el tiempo del relato. Si había que estar ahí, como decían otros en la cola para entrar a Casa de Gobierno, para contárselo a los hijos y a los nietos, es porque ya entramos en nuestra era del relato, ya se nos pasaron los héroes y ahora nos queda contarlos. De ahí viene, creo, la proliferación de escritos de la gente –al que se suma éste, porque como dice Susanita, “yo soy muy gente” pero me tomo mi tiempo–, del deseo de seguir construyendo ese relato del que formamos parte y del que la disputa es el centro, como en cualquier partido, -que por algo está partido por la mitad-. Sin Diego, domador de rivales, ya estamos en la era de la narración y entonces más cerca de la muerte y de no tener más ídolos que tatuarnos. Por eso el de Víctor Hugo me sigue enamorando, y los buenos relatos de fútbol en general. Es la gracia del relato en tiempo real: lo que ocurre, es decir el narrador y lo que cuenta, comparten el instante. Quizás esa maestría de Diego de ser quien organizaba todo lo que ocurría en el campo de juego, a él y a sus rivales, de ser el narrador del partido, le hacía fácil el trabajo a los relatores, había que ponerse en su punto de vista y dejarse llevar.
A los franceses les cuesta entender la pasión sudamericana por el fútbol. El fútbol es algo para ellos popular, en el sentido francés y clasista del término, de clase popular. No hay muchos grupos intelectuales interesados en eso. Mi explicación: es un deporte que se populariza en Francia después de haberse convertido en la gran maquinaria de dinero que es. Para la mayoría de los intelectuales, entonces, es difícil asociarlo a otra cosa que no sea el movimiento de capitales y el lavado de dinero, la compraventa de jugadores, una cierta ausencia de lo que llamarían “cultura”, una celebración del facilismo por encima del esforzado camino intelectual. Me he embarcado en varias ocasiones en esta discusión intentando mostrar lo que yo creo que es evidente sobre el fútbol en Sudamérica y de visibilizarlo aquí como allí, como el espacio de la política y de la literatura. A veces creo que vale la pena embarcarse en esa discusión y lo hago, pero otras veces no me importa lo que digan, lo que digan, lo que digan, lo que digan los demás.
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