«Espejo Inquietante: danza, artes visuales e inteligencia artificial» es el nombre de la puesta en escena desarrollada por la coreógrafa Alexandra Miller Sickert y el artista visual Jaime San Martín Amador el año 2024. En el proyecto los artistas capturan el movimiento, lo procesan con inteligencia artificial y desafían a los artistas a representar el resultado que viene de ellos mismos, extrañando al público sobre quién imita a quién.
Tres seres deambulan por una larga sala, cada uno de ellos parece vestir ropas algo fuera de lugar y sus peinados también exhiben algo de desorden. Son figuras raras, y para intensificar esta sensación, se mueven raro. Me inquietan por largo rato, ya que sus acciones parecen erráticas, pero al mismo tiempo no, es como cuando uno deja que la aspiradora robot circule por espacios pequeños que no puede calcular bien para trazar una mejor ruta de limpieza. Hay algo mecánico indescifrable en toda la escena, algo que ciertamente no es natural ¿o sí?
La acción a la que me refiero es “Espejo inquietante” de la coreógrafa Alexandra Miller Sickert y el artista visual Jaime San Martín Amador, que se ha presentado en distintos espacios en el último tiempo (yo la vi en el CEINA). El proyecto es singular, ya que fue trabajado desde su origen mediante la transdisciplinariedad, presentando desafíos tanto a sus creadores, como al público, ya que las formas de ser “espectador” se ven constantemente trastocadas tanto por los intérpretes, como por las proyecciones y objetos que incluye. Generalmente pensamos en la complejidad de quien produce (nos interesa dejar una historia de hitos productivos), pero pocas veces nos preguntamos por cómo es aquello que acontece una vez que el proyecto es puesto en contacto con los demás.
Aquello que me inquietó puede no haber generado nada en el resto de las personas que estaban conmigo ese día en la sala, pero dudo que todos supiéramos cómo actuar frente a una coreografía que cruzaba los límites de lo meramente contemplativo, hacia la participación “incómoda” que constantemente traspasa la barrera invisible que hay entre “el arte” y “el público”. Me interesa cómo algunas propuestas constantemente erosionan la expectativa de estructura y sentido, ya que al frustrar tal cosa, algo nuevo siempre puede ocurrir. Y en esta última afirmación no estoy pensando en “novedad” entendida como una “obra nueva y original”, sino que más bien en el efecto que ellas tienen, que me parece que es el único espacio donde aún cabe pensar que puede haber algo nuevo. Tal como suele decirse, todo parece estar hecho, pero eso es justamente porque pensamos en una historia de las técnicas y estilos, no en lo que estas dos cosas producen en tanto que operaciones sensibles y significantes.

La delgada línea que divide el “no entender” de no lograr procesar convencionalmente un estímulo es casi imperceptible, y por ello, muy difícil de hacer visible en las obras. La vieja querella contra el arte contemporáneo suele tomar las banderas de la no comprensión para defender su postura, pero la mayoría de las veces lo que está ocurriendo es que como espectadores tenemos desajustes de comprensión: allí donde esperamos ver figuración, hay abstracción; allí donde queremos ver estructura aristotélica, hay caos; allí donde esperamos simulacro de la vida, hay artificio que se reconoce en tanto tal. Todo al final parece ser un problema de expectativas.
En “Espejo Inquietante” me parece que es justamente una pieza centrada en las expectativas de sentido que tenemos no solo con el arte, sino que con todo en general. El nombre del proyecto proviene del concepto de “valle inquietante”, que explica que el parecido que pueda tener una réplica antropomórfica es directamente proporcional al rechazo que nos genera, es decir, mientras más “real” parece un robot, más nos inquieta. Esta sensación encuentra sus orígenes en la noción de “lo ominoso” de Freud, que refiere a aquel miedo que nos producen las cosas cercanas y familiares que hacen cosas fuera de lugar, dicho por el propio autor: “lo ominoso es aquella variedad de lo terrorífico que se remonta a lo consabido de antiguo, a lo familiar desde hace largo tiempo” y está también vinculado con algo que emerge sin ser esperado: “unheimlich es todo lo que estando destinado a permanecer en secreto, en lo oculto, ha salido a la luz”.
Ciertamente lo que experimentamos en “Espejo inquietante” no es terror, sino que más bien una especie de incomodidad con uno mismo. Curiosamente, “inquietante” es la palabra que define tanto el actuar de los intérpretes, como la disposición de ánimo de quienes somos espectadores, ya que la palabra tiene su etimología en el latín (inquietus), refiriendo a algo que se mueve mucho y no descansa (que no se queda quieto). Esta impasibilidad recorre toda la secuencia de acciones, donde los intérpretes a ratos interactúan solo entre ellos, con algunos objetos, con parte de su entorno (incluyéndonos) y finalmente, con proyecciones.

Esta última parte es bastante interesante, ya que opera mediante una simulación “desplazada”. Aquí me refiero a que en ciertos momentos aparece una figura que se mueve, y los intérpretes parecen emular sus acciones, sin embargo, lo que luego sabemos es que esa “fuente” desde donde provienen las acciones es en realidad una captura de movimientos de los propios intérpretes hecha con anterioridad. Entonces, la relación original-copia se rompe en la medida que en el momento en que estamos presenciando la acción nos encontramos con seres humanos que imitan a una figura que a su vez, está imitando a seres humanos. Lo misterioso aquí es justamente cómo lo humano se des-humaniza, y qué rol juega lo digital en ese proceso que es de algún modo anti-humanista.
No quisiera discutir este último aspecto y me quedo solo en enunciarlo, ya que supone ampliar el debate a asuntos filosóficos que quizá la propuesta puede lograr tocar, pero escapa al campo sensible que me interesa relevar (la relación entre nosotros y la obra).
Volviendo a esta relación entre simulación y fuente, los creadores indican que recurrieron también a la inteligencia artificial para reinterpretar aquellos primeros movimientos captados por los dispositivos de captura. Es decir, lo que un cuerpo humano puede hacer, luego es procesado por un mecanismo que simula lo que considera podría seguir haciéndose con esos movimientos de base. Esta cuestión es trasladar la lógica de generación de imágenes y texto de la IA hacia el campo del movimiento, donde salvo en las animaciones digitales, no teníamos muchos antecedentes de su puesta en relación con un cuerpo real. Sin ir más lejos, todos hemos visto animaciones aberrantes, donde el “cuerpo representado” hace cosas que un “cuerpo real” no podría hacer y mientras se mantenía en ese espacio nos parecía incluso chistoso (como el material de “Skibidi toilet”, que en su absurdo se ha convertido en viral en Youtube). Pero prolongar esta relación hacia el cuerpo real es lo que definitivamente pasa a inquietarnos, tal como cuando uno jugaba Silent Hill y aparecían las enfermeras con movimientos similares a los de los intérpretes (humanos, pero fuera de lugar y entrecortados).
Esa última reticencia es quizá lo que nos previene de entregarnos enteramente al delirio tecnofílico que pretende que toda forma de creatividad sea reemplazada por las estrategias digitales, entendiendo esto como una “novedad” y no solo como una sofisticación de una estética existente hace siglos: la mímesis. Lo que encontramos en gran parte de las simulaciones digitales de cuerpos humanos (ya sea en audiovisuales o en juegos de video) es simplemente una nueva capa técnica a un objetivo antiguo, que es conseguir la mejor imitación de lo vivo. En ese sentido, el hype que genera cualquier desarrollo informático o de diseño digital solo viene a confirmar siglos de estética, que se remonta a la antigüedad clásica. De nuevo, nada. La inclusión de seres humanos reales que vuelven un poco más absurda la representación digital -volviendo a un concepto que usé antes- frustra también este encadenamiento de expectativa sobre la novedad y su aparente normalidad. Al ver cómo los intérpretes se mueven sin una aparente lógica, cómo emulan acciones reales como dar la mano, abrazarse o caminar estando en el suelo, uno confirma el absurdo que supone usar las actuales herramientas para simplemente seguir prolongando el deseo por obtener copias idénticas de todo.
Lo pigmaliónico de todo este asunto sirve para entender no solo cómo la cultura sigue operando bajo presupuestos conservadores en lo estético, sino que también la promesa de lo nuevo concentrada únicamente en lo técnico termina perdiéndose en usos tradicionales que no cumplen plenamente su promesa de novedad. Una tecnología siempre depende y determina a su usuario, y si este último sigue actuando como lo hacía con sus viejas tecnologías, es porque quizá no ha cambiado nada, solo se envolvió en un nuevo paquete aquello que ya conocía.

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