Texto de Alexandra Von Hummel,
“Hablar es, en primer lugar, abrir la boca y atacar al mundo con ella, saber morder”.
Valère Novarina
1.
Pienso que leer es una experiencia personal, toda lectura es singular.
Nunca se trata solo del texto. Al tiempo que leemos, nos leemos.
La lectura nos hace resonar, nos abre y nos empuja a fabular.
Entonces me pregunto para qué un prólogo.
Jamás he escrito uno, es más, en general me los salto. Soy ansiosa, voy directo al grano.
Y sin embargo, ahora me encuentro persiguiendo palabras que logren dialogar con la escritura de una autora que conocí hace un par de años en Checoslovaquia, un país que ya no existe en Europa pero sí en Chile.
Pienso que un prólogo es un rodeo, un desvío: no es el lector el que busca un prólogo, es este el que busca al lector. Un prólogo es un encuentro: nos topamos con él, es un accidente, una bifurcación previa a la lectura que nos convoca. Es harina de otro costal.
Se trata de una cuestión afectiva, escribir para compartir la propia lectura, la propia fascinación.
2.
Las obras impresas en este libro tienen nombre propio -Franco y Soledad- así que hablaré de ellas como cuerpos que hablan.
Primero conocí a Franco, después a Soledad (aunque ella latía -sin yo saberlo- en el primero).
A Franco lo conozco de cerca, a Soledad, de lejos.
Conocí a Franco el 2016 gracias a un taller de dramaturgia que organizaba espacio Checoslovaquia al que fui invitada a participar junto a mi compañía Teatro La María. Se trataba de un taller distinto a otros, pues al mismo tiempo que los participantes escribían -junto a cuatro dramaturgos que estimulaban sus procesos- se reunían con compañías que leían avances de sus propuestas, compartiendo sus percepciones desde un punto de vista escénico, participando así, oblicuamente, en sus procesos de escritura. Imagino que estos encuentros provocaron aperturas y desvíos impensados, pues las palabras ya no solo articulaban un relato, sonaban encarnadas en los cuerpos y múltiples posibilidades. Fuimos la última compañía en participar de este particular taller y el último texto que leímos fue el de María José. Ese texto se llamaba Franco.
No estaba terminado, estaba escribiéndose. No era, estaba siendo.
No conocía a la autora ni su dramaturgia, no existía nada previo que condicionara mi lectura.
Dado el contexto del taller, mi primer encuentro con Franco fue escénico, no fue una lectura silenciosa sino una mediada por el habla; una lectura en simultáneo: al tiempo que leía las palabras, escuchaba en voz de un actor su sonido, hecho que inaugura mi fascinación por los textos de María José; palabras que suenan antes de significar; ritmos, velocidades y cadencias.
Recuerdo que en aquella primera lectura en voz alta, las palabras tejían un relato y acontecían -o mordían como señala Novarina- sin rumbo claro, abrían caminos a medida que surgían de la boca de Franco, un personaje que habla -habla mucho- no para decir lo ya pensado, sino para intentar comprender(se).
Se trataba de un material textual que, desde su primera indicación -y la única que aparece-, capturó mi atención, no tanto por el relato que iba, progresivamente, articulándose, sino por su despliegue musical, por su ritmo y sonido, por el universo que convocaba y las resonancias que provocaba en mí. La seducción no tenía que ver con un sentido sino con su realidad física, su expresividad material, la especificidad de sus palabras y la respiración que provocaba su puntuación.
No alcanzamos a terminar la lectura, creo que solo alcanzamos a leer dos escenas: el tiempo se nos fue en jugar con ellas, probar distintas posibilidades escénicas, pues se trataba de un material abierto que permitía -y estimulaba- una segunda construcción, una escénica.
Días después retomé la lectura y terminé de leer lo que, hasta ese momento, existía.
Pasaron más días y llamé a María José para pedirle su texto para usarlo en el proyecto final que debía realizar en el marco de un Magister en Artes que estaba cursando.
Le dije que si accedía debía ser sin condiciones pues se trataba de una investigación escénica que no necesariamente desembocaría en una puesta en escena. Me dijo que el texto no estaba terminado. Le dije que no importaba. Me dijo que sí. Así fue como conocí a Franco.
3.
FRANCO.
Un hombre, cada mañana, se viste con el uniforme de Carabineros de Chile.
Los fines de semana se viste de jeans. Le gusta el jeans.
Al hombre le gusta la institución. Se gusta en ese uniforme.
Al hombre le gusta el espectáculo y los efectos.
Le gusta la baliza, la coreografía de los operativos, la sangre y las golpizas.
(Y también le gusta, aunque en secreto, Juan Gabriel.)
El hombre está preso en el calabozo de la comisaría en la que trabaja.
Habla, habla mucho. Habla solo, monologa.
Rebalsa rabia, resentimiento y humanidad. Recuerda, evoca, reconstituye.
El hombre se llama Franco.
Franco es un carabinero.
Franco es un carabinero que se disfraza de carabinero.
Su uniforme, tal como sucede con el disfraz, le permite ser otro.
Franco se construye a partir de su uniforme, no quiere tener nada que ver con su origen.
Franco quiere ser su uniforme: dejar de ser hombre para convertirse en puro contorno, dibujar una nueva identidad, cerrada, sin fisuras ni disrupciones; una a la que no le entren balas.
El uniforme institucional delimita artificialmente el cuerpo de Franco, opera como una frontera geográfica y simbólica que Franco intenta, a toda costa, salvaguardar.
Pero el cuerpo es porfiado y no resiste las fronteras. El cuerpo, por naturaleza plural, no puede sino traicionar y contradecir el uniforme.
Su cuerpo no cabe en el uniforme: o se raja su cuerpo o se raja su uniforme.
Así leo a Franco.
4.
SOLEDAD.
A Soledad la conozco de lejos, como espectadora, una especie de vecina de Franco; comparten un mismo relato desde veredas y experiencias distintas, se hermanan en el uso del ritmo, en la particularidad del habla, en la fragmentación de recuerdos coagulados en el presente.
Tal como Franco, Soledad se construye a sí misma, no desde el uniforme sino desde el maquillaje pero, a diferencia del primero, Soledad no se esconde tras este: el maquillaje permite que su cuerpo aparezca en gloria y majestad.
Ambos son cuerpos desplazados, furiosos y entrañables.
Ambos hablan para comprender(se).
5.
MARÍA JOSÉ.
Si bien este libro la presenta como dramaturga, es importante decir que se trata de una autora que es mezcla singular de oficios e intereses heterogéneos: escribe, dirige y produce, maneja camiones -fletea-, reparte frutas y verduras, alguna vez fue periodista.
Y esta con-fusión se cuela en sus palabras, relatos y personajes: seres que existen en los bordes, sobre una realidad inestable y tambaleante que emerge gracias a textos conformados por palabras que se escuchan al tiempo que se leen, que vibran y operan en el campo de lo sensible. Palabras que suenan y resuenan -porque aunque se refieran a lo mismo, decir mamá, mami o madre es muy distinto- y eso, la autora lo sabe muy bien: compone musicalmente con palabras que abren un universo que afecta y se pliega a la memoria singular de cada quién.
Te lanzan fuera o dentro.
Franco y Soledad no espejean la realidad, la absorben para construir otra, capturan sus fuerzas para levantar una nueva, que emerge con brío, como una anomalía, como un desvío fascinante de la realidad que habitamos.
Perfil del autor/a: