Estoy mareada. Como que de repente me pierdo, pero igual sé dónde estoy: en el kilómetro 4.1 del camino que va de Villarrica a Lican Ray. Alejada de todo.
Los mareos se acentuaron cuando murió Eliseo, hace unos años atrás. Se cayó por ahí, por el gallinero, cuando su corazón se detuvo y ya no hubo mucho más que hacer que comprar un cajón.
Una vez le dijo a los nietos -y de eso hablaron mucho en el velorio- que se casó conmigo porque “me halló buen útero”. No sé muy bien a qué se refería, pero lo decía en serio: de este vientre salieron siete guaguas, todos buenas cristianas, incluso algunas tanto, que dos se hicieron monjas.
Sigo mareada. En el pueblo, me dan una pastilla que me receta un doctor jovencito de apellido gringo, pero igual no se me pasa. Cuando me levanto y me afirmo en el borde del somier, siento que estoy frente al mar, al mar de Puerto Saavedra. Lo veo como grisáceo, un azul gris que no he visto nunca en otra parte. Es el mar del lugar donde nací, donde mi mami me enseñó a hilar, a tejer y cultivar la huerta antes de irnos a las montañas de Menetúe.
En esta cabaña me quedé con la pieza chica porque así siento que ese mar que me marea es más pequeño, que puedo sortearlo y salir al living a hacer el fuego cada mañana sin ahogarme en él. Este es un mar que siento, que se suma al río que está detrás de esta cabaña, unos doscientos metros al fondo. Es raro pero ambos se relacionan al revés: el mar va a dar al río y se lo lleva lejos, a los fundos que ahora cosechan té orgánico, o a las nuevas poblaciones de casas que hay en Villarrica.
A veces pienso qué pasará por ese río, qué otros mares de qué personas darán en él, y si a las viejitas mapuche les pasará lo mismo que a mí, si andarán tan mareadas como yo, o si su genética las hará más firmes porque a fin de cuentas, esto es una debilidad a la que ya me acostumbré porque ya no quiero hacer nada. Ya no quiero tejer ni que me traigan lana fresca para hilar como lo hacía antes la Chepa, que apenas pelaba a las ovejas me traía un saco. Yo se lo pagaba al tiro. Ya hice suficientes chalecos de guagua para los nietos y cobertores para las camas y los sillones.
No quiero hacer nunca más pan amasado. Prefiero comer sólo pan de hombre, ese que hacen en el supermercado con máquinas no más y que dura mucho tiempo si lo meto al refri.
No quiero hacer la huerta de nuevo, desde hace unos años atrás prefiero que sólo me traigan las verduras. Hacer la huerta sola ya no tiene sentido. Para qué pedirle tanto a la tierra, para que coma sólo una persona o pase el perro que me trajo mi hijo para que me cuidara por encima de las plantas y las haga pedazos.
Me cansé de la huerta, de remover la tierra y seguir viendo la sangre que brotaba de ella por más de cuarenta años. Ellos se fueron el 12 de septiembre, y a los pocos días supimos que los mataron. Unos días antes vinieron a nuestra casa, que estaba en el pueblo, en el pasaje Las Rosas, allá en la subida de piedra. Llegaron con otros chiquillos y con una pata de cordero que me pidieron que pusiera a hornear durante la noche, cosa de salir con una comida segura al día siguiente.
No entendí muy bien a qué se referían con salir, porque no había pasado nada aún. En Villarrica todo seguía un poco igual, a pesar de que en la radio Parque Nacional siempre hablaban de incidentes y cosas por el estilo.
Antes que se fueran los escuché llorar esa noche. Ricardo y Carlos eran valientes, estaban metidos en todo y verlos así era desconcertante. Me despertaron para despedirse antes que amaneciera. Yo aún no lograba dimensionar qué estaba pasando, de qué o quiénes querían arrancar, y por qué se iban tan rápido. Me despedí sin saber que no nos volveríamos a ver. Vi sus siluetas alejarse saltando los cercos de los vecinos. Ellos iban camino a la segunda faja del volcán, cuando recién empezaba a amanecer.
El 11 de septiembre Eliseo estaba en Temuco y le costó regresar a Villarrica. Ya todo estaba raro pero seguíamos sin comprender. En la radio Parque Nacional hablaban de golpe, pero no entendí. No dimensionaba en lo que estábamos. Algunos hablaban que eso podía pasar, pero no supe hasta que empezó.
Eliseo alcanzó a ver a su hermana que le dijo que tenía un mal presentimiento. A los pocos días pudo confirmarlo, cuando fue a preguntar por sus hijos a una comisaría. Le dijeron que los habían matado porque se estaban arrancando para la Argentina. Eliseo llegó a la casa y se puso a llorar. Así lo hizo cada 11 de septiembre por sus chiquillos, por sus sobrinos regalones, esos cabros rubios que tocaban la guitarra y que venían a vernos siempre, y con quienes compartimos mucho a pesar de lo poco que teníamos.
Fue luego de unos días que supe que a muchas de estas personas que mataban los milicos las enterraban por ahí. Unos vecinos que trabajaban en unos caminos vieron cómo llevaban unos cuerpos a unos hoyos por allá por los cerros y cuando se enteraron que habían matado a los sobrinos nos dijeron que quizás eso les había pasado.
De ahí que hacer la huerta no fue nunca más lo mismo. Cuando me agachaba a surcar la tierra veía cómo brotaba la sangre de Ricardo y de Carlos. La vi brotar de la tierra como si abrieran una llave invertida desde el suelo. La primera vez pensé que me estaba volviendo loca, pero le puse el dedo encima a ese pequeño chorro y era sangre. Me manché la mano y sólo atiné a limpiarme en mi pintora, que después fui corriendo a lavar al canal para que nadie se diera cuenta.
Era una sangre espesa, más oscura de lo normal, quizás porque se mezclaba con la tierra. Pensé no sembrar ahí, pero nadie me iba a creer y Eliseo podría enojarse conmigo.
Con los años siguió pasando lo mismo. Cuando ya era época de huerta me ponía nerviosa esperando ver si saldría o no la sangre de los chiquillos. Había años que salía más y otros menos. Como que se volvieron parte de la naturaleza, porque respondían a factores indeterminados y ajenos a todos nosotros. Coincidían con las sequías y con las heladas, pero por sobre todo, con el resultado de las cosechas.
Los primeros años, me quedaba mirando cuando sacaba las zanahorias o las papas, para ver si vendrían con alguna mancha de sangre seca, pero no. Sólo salía cuando metía algo metálico en la tierra y seguramente cuando lo hacía yo, porque Eliseo, si bien trabajaba en el aserradero, igual colaboraba en la huerta, pero él nunca me dijo nada. Quizás le pasaba lo mismo y se quedó callado por lo extraño e increíble de esa presencia.
¿Habrá sido que esa sangre nutrió los alimentos que nos daba la huerta? Ahora, con los años y ya de vieja vine a pensar en eso. En ese momento mis preocupaciones eran otras, y fueron disminuyendo cuando los niños crecían y se iban a Santiago a trabajar, lejos de la huerta, de mí y de todo esto.
Hoy tomé una decisión. Me levantaré y me afirmaré del borde de la cama para no caerme a mi mar, que es un revoltijo de aguas del pasado, y en vez de ir a prender la cocina voy a salir de la cabaña. No me tomaré los remedios para el mareo porque creo que esto que voy a hacer no me dará tiempo ni para sentirme mal. Caminaré al galpón para buscar el azadón y me iré donde hacíamos la huerta, que hoy es un espacio lleno de yuyos. Enterraré el azadón y haré correr la tierra despacito, para ver si brota la sangre de siempre. Cuando comience a salir, meteré las manos y tomaré un poco. Me la frotaré por la cara, los ojos, el pelo; por la boca, para sentir si tiene sabor, algo que no me atreví a probar cuando más joven por miedo, pero ya no tengo miedo. Luego frotaré mis manos en ella, y como una forma de que Ricardo y Carlos puedan seguir su curso con la naturaleza, me iré a mi pieza, a mi mar, y me lavaré las manos ahí para que se vayan al río o a donde quieran, pero que tengan la posibilidad de fluir y hacer crecer otras cosas. De volverse lluvia y regar la tumba de su madre, de su padre, y sobre todo la de mi Eliseo que tanto los lloró. Volverse hielo en los árboles en el invierno y luego hacer germinar semillas en la cordillera, la misma que querían cruzar para escapar de la muerte.
La decisión que no he tomado aún es si me lanzaré a mi mar con ellos, o me afirmaré del borde de la cama para seguir ahí con mis mareos.
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