Es difícil conocer cómo llega y qué provoca una obra en un lector. Fuera de las reseñas periodísticas y los mañosos números de ventas, no hay mayor información sobre ese encuentro. Pocos actos tan privados y solitarios como el acto de leer, por eso, aunque tentador, resulta inútil saber qué pensó y qué piensa hoy, o qué sintió o qué siente hoy el lector de Carlos Droguett a medida que se sumerge en su escritura. Porque acercarse a sus textos –incluso para releerlos– se convierte en un encuentro único y revelador, y no es arriesgado imaginar aquella primera sorpresa, aquel desconcierto y ternura que estremece, en la que las frases se tuercen, brillan o se oscurecen, el texto es un río, un torrente múltiple, siempre en expansión, que a la vez acaricia con una ternura inexorable.
Esta cuidada edición de los Cuentos Completos de Carlos Droguett se suma a la necesaria labor emprendida hace algunos años por diversas editoriales de volver a publicar su obra, contribuyendo al acceso a esa experiencia particular que es su lectura, a ese viaje sin retorno a una sensibilidad estética sin dogma, a una interioridad humanista y piadosa sin tiempo, o al decir de Joyce, de un continuo presente. Entonces, volver a su palabra siempre viva, que renueva su sentido en tiempos de incertidumbre y esperanza, que sigue interpelándonos en estos textos más breves, atravesándonos de soledades y un torrente verbal que, como bien explica Roberto Contreras en el Prólogo, parecen ser un eslabón más de una obra concebida como un complejo mecanismo: compuesto de cientos de engranajes que activan un aparato narrativo que se expande en diversas direcciones. Abre caminos, o los destruye, como una eficaz bomba de relojería. Así, sus relatos se integran y resignifican en sus novelas, como un ejercicio de escritura concebida como un trabajo en permanente construcción, más que como el resultado de la relamida “inspiración”.
La lectura de sus Cuentos Completos nos permite unir los hitos de una cartografía escarpada de lo humano que Droguett tatuó en sus tramas y personajes, sumergidos en la angustia y los avatares de la vida como nunca antes la literatura nacional había mostrado –no con esa intensidad metafísica con la que él lo hizo–, con esa furiosa reflexión sobre marginales humanidades. Con esa escritura que a ratos parece ser un llamado –a veces agónico– a un dios ausente, o un combate denodado contra la crueldad y la hipocresía moral, la que mostró enseguida un programa propio que eludió la narrativa de la reivindicación de la “Generación del 38”, y el impulso universalista de la “Generación del 50”, y encaró a los “pusilánimes y genuflexos” de toda laya que reducen el oficio literario a concursos de popularidad, a los timoratos escribidores “de espaldas a la realidad nacional”, como el mismo decía.
La suya es una obra que, en la búsqueda y concreción de una voz propia, anticipó ciertos recursos técnicos posteriores de escritores como Alejo Carpentier en El acoso (1956), o Carlos Fuentes en La muerte de Artemio Cruz (1962), hasta los actuales monólogos alucinatorios de Thomas Bernhard. En Droguett los ecos de las voces conviven con la expresión comprimida que escucha a sus protagonistas para fundirse con ellos, en un desdoblamiento entre autor y personaje que logra retener la vivencia, las pequeñas alegrías, las dudas o el martirio del sujeto relatado, despojando al narrador de toda autoridad.
Desde sus primeros relatos publicados en la prensa, Droguett advierte sobre su herida, sobre el sufrimiento de un conmovido por el padecimiento ajeno, sacudido por el influjo de la violencia y la muerte, uno de los temas que articulará toda su obra: “un muerto es siempre un pretexto para tanta cosa”, escribió en “Un muerto en el atardecer”, a fines de la década del treinta, o en “Infancia”, de la misma época, en el que da cuenta de la fugaz existencia: “Me da rabia, me da pena saber que somos cosas transitorias dentro de las cuales transcurre el tiempo y la vida, pero quisiera averiguar si ambos son un mismo fluir. Desde que nacemos entre palmadas y sollozos empieza a correr en nuestro interior en una sustancia misteriosa, a resonar algún silencioso fatal objeto, y cuando morimos entonces deja de resonar, de caer eso implacable, pero en alguna parte aún sigue cayendo, manando continuamente y no se sabe en qué parte ni por qué. La vida es un agua que corre desde nosotros hacia nuestro interior, pero sigue corriendo más allá todavía y no sabemos dónde. Encontrar el rumbo de la vida ha de ser averiguar su ser”.
Una búsqueda que no se detiene. Toda su escritura propaga y ahonda en esa misma obsesión que vació con una poética de la palabra y todas sus posibilidades, con el mejor aliento de Faulkner o Beckett, la ternura de Hamsun, el tormento de Dostoyevski y la cadencia más desesperada de Arlt, que legó una obra que palpita inquebrantable, que siempre se renueva, que conmueve con la elección precisa de las palabras con las que teje imágenes, anhelos y hechos inquietantes de maltratadas vidas, determinadas o empujadas a un inalterable destino, con los que elaboró un lenguaje propio, un estilo de tinta con sangre.
Volver a su escritura siempre será la confirmación de un compromiso inalterable con el oficio, como declaró en su última entrevista publicada póstumamente por la revista Punto Final, en la que afirmó: “El trabajo de escritor es una bola de nieve, un movimiento perpetuum, no tengo tiempo de detenerme. Me detendré una sola vez, la última”. Así, con dignidad y convicción a toda prueba, asumió el papel del que registra y resguarda la memoria de la tribu frente a la muerte y el olvido. Hace palabra el vendaval del cuerpo y la psiquis, que opera como una involuntaria respuesta a lo señalado por Canetti, quien decía: “Demasiado poco se ha pensado sobre lo que realmente queda vivo de los muertos, disperso en los demás; y no se ha inventado ningún método para alimentar esos restos dispersos y mantenerlos con vida el mayor tiempo posible”. Ahí está la sólida obra de Droguett que alimenta esos restos dispersos y logra darles vida, como testimonio vital y literario, que indagó en el laberinto de la existencia –como él mismo escribió en su texto Materiales de construcción–, con “una lucidez también contaminada, también afiebrada, también enloquecida, para captar la vida, toda la vida, esta vida que nos rodea, de la cual formamos parte, que mata y marca y pulveriza, pero que también nos está entregando todas sus posibilidades para que, si podemos, y debemos poder siempre –si no, no vale, si no, no valemos–, expresemos todo lo nuestro, lo nuestro y lo de otros”.
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