Empezando el otoño con las noticias de la invasión rusa a Ucrania, recordé los ensayos de Susan Sontag sobre las representaciones de la violencia (Ante el dolor de los demás). Los comentarios de los reporteros en la frontera polaco-ucraniana, regurgitados de la incredulidad colonial de asistir a la huida de millones de refugiados de aspecto caucásico, coincidían con el espanto europeo durante la guerra de Bosnia. El paternalismo del “viejo continente”, que se aprecia de haber aprendido la lección de la guerra y la importancia de la paz, buscó en ese momento (como también ahora) el relato que le permitiese fijar el espacio bélico en una periferia del continente, pues la barbarie se contradice abiertamente con su pretensión evolucionista. La violencia es cosa de inadaptados.
Por estos lares, la violencia la tenemos escrita en nuestra constitución. Transfigurada en el neoliberalismo, es la moneda de cambio necesaria en nuestro camino al desarrollo económico. Por supuesto que en el discurso se rechaza sin contemplaciones. Para hablar de ella, se refieren a la “inseguridad”, como un desagradable efecto secundario que no estaba en el guión. Se le intenta controlar circunscribiéndola a espacios específicos, “vulnerables”, zonas de sacrificio social. Y cuando esta se expresa, se responsabiliza a la pobreza, invocando al llamado lumpen. Tiene un espacio asignado, y cuando su tránsito sobrepasa las fronteras aceptables, se le encierra y devuelve a su lugar de origen. A escala trasnacional, dicha dinámica ha tenido resultados terribles: es el caso de la explosión de las pandillas Maras, cuando el gobierno estadounidense las deportó a Centroamérica en los 80’. Treinta años después, el imperio se desespera cuando las caravanas multitudinarias se agolpan en la frontera, buscando refugio de la catástrofe que él mismo provocó.
Por lo menos en Occidente, el relato respecto a la violencia incluye un rechazo tan categórico que sorprende el limitado alcance de las reflexiones que se pueden hacer en torno a ella. A los que nos tocó vivir en territorios inventados por el colonialismo, nos ha quedado asumir que el sistema es violento; nuestras herramientas de sobrevivencia son la solidaridad o la segregación social. Por ahí queda una pequeña esperanza de alguna paz individual. Pero involucrarse un poco más es chocar irremediablemente con esa realidad que espera un poco más allá.
Cuando chica, mis padres intentaron proteger mi infancia y la de mis hermanos a como diera lugar de la violencia. Incluso nos cambiamos de barrio a un pasaje cerrado, donde podíamos jugar hasta que se nos diera la gana (o un vecino nos gritoneara que no lo dejábamos dormir). Cuando crecí, me encontré con un diario con fotos de la guerra en Kosovo. Después vino la Lista de Schindler, la dictadura de Pinochet, el bombardeo televisado de Bagdad, y un largo etcétera que terminó por obsesionarme con la catástrofe de la Historia. La representación de la muerte, el asesinato, la violación, caló hondo precisamente por lo que establece Susan Sontag en sus ensayos: porque una puede identificarse con las víctimas.
No todas las catástrofes han tenido el mismo tratamiento. Estudiando la historia colombiana, me encontré con un período llamado “La Violencia”, cuyo lapso de tiempo aún es objeto de debate entre historiadores; se sitúa más o menos a mediados del siglo XX, y es llamado así por ser un conjunto de décadas en que episodios violentos azotaron sobre todo el espacio rural. Le pusieron así, sin más; sin apellido, sin tiempo ni lugar. Aparentemente, una violencia anómica y anónima. La misma categoría abre posibilidades infinitas respecto a su duración, ubicación, sus formas, cómo empezó y si es que terminó. No sólo me impresionó el fenómeno social al que se refería; también la denominación como un fenómeno historiográfico, y los problemas que el concepto descontextualizado transfería al campo de la representación al que se refiere Sontag.
Intenté ubicar escenas de La Violencia en las novelas de García Márquez, que a pesar de ser narradas con la inconfundible pluma periodística del Nobel, pertenecían más al espectro de lo literario que de lo real. En su discurso de aceptación del galardón, el escritor resuelve el dilema de la verosimilitud de la violencia en el continente retratada en sus obras: “todas las criaturas de aquella realidad desaforada hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación”. En ese sentido, hubo de construir una Latinoamérica real y mágica como un espacio fuera de este mundo, en que los parámetros de la representación de la violencia que establece Sontag no sólo son insuficientes, sino que incluso innecesarios.
En la cobertura mediática que tiene la inseguridad como fenómeno actual (urbana sobre todo), podemos constatar que su tratamiento difiere de los otros relatos donde la violencia es una catástrofe. En este caso, es un tema delictual, un fenómeno social, un indicador utilizado por los candidatos a las elecciones. Se le trata como un cáncer social, que se genera en espacios específicos y cuyas víctimas son identificadas en la vereda del “nosotros”, los de acá. Jamás veremos la tragedia de quienes conviven cotidianamente con ella; las madres que han tenido que enterrar a sus hijos, caminar por la vereda donde está la animita donde mataron a tu hermano. Los muros de las poblaciones son decorados por murales con rostros de jóvenes que murieron en circunstancias violentas. La cobertura periodística cierra la nota sentenciando “ajuste de cuentas entre bandas rivales”, como si ese fuera el final justo y natural de la pauperización. Es la contraparte de las representaciones de violencia que sí están hechas para doler.
En su libro Underground, Murakami reflexiona sobre el tratamiento que hicieron los medios a partir del atentado del metro de Tokio (1995), haciendo el ejercicio de salir de la dicotomía de buenos y malos, que pone a los miembros de la secta Aum Shinrikyo como elementos ajenos y lejanos a la población japonesa. El acto consciente de asumir la violencia como resultado de las formas en que se estructura la sociedad, lejos de justificar el terrorismo, abre la puerta para contemplar en el espejo oscuro las antítesis sobre las que construimos el mundo de las cosas que nos parecen normales y aceptables. Repudiar la violencia es un acto necesario para establecer límites éticos y señalarnos a nosotros mismos la debacle que nos espera si seguimos por esa senda. Sin embargo, este último paso es imposible si sencillamente resolvemos que “los otros” son los malos, y nosotros estamos exentos de responsabilidad.
Si traemos esta reflexión a la violencia de los pistoleros del barrio Meiggs hacia manifestantes -resultando dolorosamente en el atentado a Camilo y el asesinato de Francisca- ¿hasta dónde nos lleva a concluir que son desclasados, lumpen y narcos? La complicidad de la policía nos revela que estamos asistiendo a lo que básicamente constituye un narcoestado. Ni Francisca ni Camilo, ni los otros sobrevivientes, fueron atacados accidentalmente. No estaban en un enfrentamiento; ninguno salió a la calle ese día considerando la muerte como una probabilidad. Tal vez iban prevenidos de lo que podía ser la consuetudinaria violencia policial, pero seguramente no consideraron que el ataque podía venir de civiles armados, “desclasados”. Hasta ahora, considerábamos que las armas pertenecían a ese mundo delictual nocturno, en que el móvil es el asalto y el ajuste de cuentas. Un espacio que es evitable en la medida que es evitable la pobreza y la vulnerabilidad social. De repente aparecieron las pistolas como lo deseable en la subcultura urbana, lo que nadie tomó muy en serio. Nunca imaginamos que pudiesen ser utilizadas contra comunicadores populares, secundarios, o el manifestante-amante-de-su pueblo promedio. Como si la representación de la violencia fuese una mera figura de consumo, de una escena de la que se puede entrar y salir. Es la ilusión que crea la segregación social, la que hace pensar que podemos alejarnos de la violencia periférica tomando el metro (y además circunscribirla a la periferia, claramente).
El ejercicio que hace Murakami respecto a la sociedad japonesa tal vez podía sonar novedoso allá, por esos años. Por estas latitudes, hablar de la violencia estructural resulta casi banal. Sin embargo, el escándalo que nos provoca comprobar la acción concertada entre la policía y las bandas urbanas habla de una sorpresa ingenua, pues a estas alturas tenemos los ejemplos catastróficos del narcoestado aquí mismo en el vecindario. Expresiones del tipo “vamos camino a estar como en México/Colombia/Venezuela” revela la miopía de ubicar la violencia en un contexto ajeno y lejano. De pensar en las expresiones de violencia como mero “lumpen”, como una fuerza barbárica y entrópica, sin posibilidad de organización ni pretensiones. ¿Cuánto tiempo tenía que pasar para que se manifestara esa alianza mortífera con el Estado? ¿Cuántos comunicadores y activistas tienen que morir para considerar que la violencia no es sólo cosa de lumpen? ¿Por qué permitimos normalizar que la juventud pauperizada muriera en circunstancias violentas?
Tristemente, no son nuestras primeras víctimas. Y nada indica que estas vayan a ser las últimas velas que vamos a tener que encender. En los sucesos del primero de Mayo, de los cuatro heridos de bala, tres eran comunicadores populares. El panorama empeora si incluimos en el escenario los muertos que el sicariato empresarial viene sembrando desde hace unos años. Sin embargo, lo calamitoso del asunto lo hacen desvanecer en el morbo de la violencia generalizada, “la inseguridad”. La histeria de los medios anuncian que la temida Hora Veinticinco tocó la puerta, cuando aún pensaban que la violencia estaba “allá afuera”; en Sinaloa, en algún rincón de la selva, o en los pasajes de la periferia. Nunca les importó la esperanza de vida de las infancias y juventudes que se desarrollan en medio del narco; pareciera que el problema es que se desbordó de su perímetro. Ya no es sólo problema “de ellos, allá”, y no hay dónde esconderse.
*Foto editada de la original de Alejandro Olivares, proyecto “In Memoriam”.
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