0.
Este discurso o charla o ensayo o carta abierta o declaración pública o crítica descarnada sobre Verde como la Tierra de Pedro Pablo Achondo -en adelante, “el poeta”- está dividida en pequeños apartados y cada apartado está marcado con un número que solo hace referencia a su orden y no declara nada sobre el contenido. Está de moda entre los escritores eso de evitar los títulos y reemplazarlos por números, y con eso me refiero que lleva 30 años haciéndose, porque los poetas son pésimos para las modas. Volviendo a lo de los números, pregúntenle al poeta. Los poemas de Verde como la tierra también están numerados y carecen de título. Pero siendo justa, no es solo moda, cosa en que los poetas son muy malos. Es también una decisión salvavidas, una suerte de tabla de náufrago en estos tiempos en que todo ocurre y cambia tan rápido. La idea de la transformación es constante en el libro. Persiguiendo verbos me encontré con ‘convertir’, ‘transformar’, ‘desaparecer’, ‘diluirse’, ‘irse’, ‘deshacerse’, ‘renacer’, ‘cambiar’, ‘manipular’, entre otras frases y palabras. En este contexto, en que hasta el clima está cambiando, está difícil establecer nomenclaturas. El poeta lo declara: “Estoy convencido de que debemos quitarnos/ los nombres”. Los títulos obligan a circunscribirse a un eje temático que a veces no existe o que no queremos que exista. Fijar un nombre es incluso engañoso y obliga al lector a decantar por una sola lectura ya de por sí guiada. Y sobre todo, el título nos quita el derecho inalienable de no estar de acuerdo con lo que pensamos.
1.
Si los títulos poéticos son difíciles, imagínense los títulos vitales o esos que llaman académicos. Nunca terminan de calzar. Pregúntenle al poeta de nuevo. Al poeta decirle «poeta» definitivamente le queda pequeño. Digamos que en el ejercicio de la escritura es un poeta, pero también es columnista, ensayista, tesista. Incluso escritor de homilías, imagínense eso. Sabemos que es una unidad, una sola persona, que no es el conjunto delirante de heterónimos de Pessoa. Sabemos que se llama Pedro y que se llama Pablo, que se llama Achondo, que se llama Moya, y eso explica hartas cosas. Ex sacerdote no es del todo correcto. No existe tal cosa. «Sacerdote, rey y profeta» me gritará algún cristiano chiflado desde la galería. Recorredor impenitente. Teólogo. Analista de las contingencias medioambientales, asesor político-teológico, dibujante, eremita. Investigador repentino de las maderas del sur. Perseguidor de tejas de alerce. Físico admirador de los vestigios del cielo. Amado y amante del Amado y de su mujer amada. A veces se cree rapero, y esos momentos son terribles.
2.
Como les decía, Verde como la Tierra carece de títulos más que el que lo inaugura. Los números que los reemplazan son una nomenclatura práctica, pero no necesariamente proponen un orden. El poemario se puede leer desde cualquier punto. Eso es lo que ocurre a primera vista y es desde ese prejuicio, el prejuicio del no-título, de la no-unidad, que comencé a pensar esta lectura. Hice un contraste casi automático: Anastasia fue un proyecto insistente, por no decir porfiado, que acompañó al poeta por trece años de su vida. Anastasia es una unidad casi monolítica, un solo gran poema sin respiros, que acogía en sí todas las variaciones en un mismo nombre. El «Yo» en ese proyecto es constante y hay un «Tú» -Anastasia- que no desaparece ni un solo momento. Anastasia cruza y une todos los planos de la existencia y de la inexistencia, desde la partícula subatómica, hasta la estructura más abarcadora del universo, pasando por los planos psíquicos y espirituales. Es abarcadora también de tradiciones poéticas y ahí encontramos el San Juan de la Cruz inspirado por El Cantar de los Cantares y también la caída libre -asombrada, fatal, atea- de Altazor. Anastasia es una columna vertebral.
Frente a este monstruo benigno que es Anastasia, Verde como la tierra se abre humilde. Los poemas son cortos y están identificados -porque está de moda y en nombre de su libertad- con números y no con títulos. La mayoría de los poemas son independientes entre ellos, no en un sentido temático, pero sí en su existencia. Se complementan, pero sobreviven el uno sin el otro. Cada texto tiene un tono distinto, y las voces a veces son propias del poeta y otras pocas veces prestadas de sujetos textuales diferentes. Los versos de los poemas también son cortos en su extensión y tributan mucho más a la necesidad de comunicar que a los vericuetos de la métrica y el ritmo, de la repetición, de la acumulación en el sentido del silencio. Verde como la tierra prohíbe nuestro silencio. Si Anastasia es una canción, Verde como la tierra es un grito.
3.
Si bien el contraste entre Anastasia y Verde como la tierra es real, el prejuicio de la falta de unidad se queda rápidamente en eso, en el prejuicio. Basta con empezar a recorrer los poemas para darse cuenta que hay unidades y son inmensas en términos de su capacidad de abrazar todas las presencias del poemario. Una primera unidad, y quizás la más grande, es la Mapu. La tierra. Pero no cualquier tierra, sino la Mapu del Wallmapu. Ese es el suelo que se recorre, o más que recorrerse, se experiencia y se piensa, y nunca se deja en todo el poemario. La Mapu,- que no es solo un lugar, pero hablaremos de eso más adelante- es el soporte, el único “Acá” y cualquier otro lugar, sea cercano o lejano, se torna un “allá”. Cuando es necesario hermanar un territorio y acercarlo al recorrido del poemario, el nombre Mapu es el que otorga la unidad: “En el Wallmapu del Ucayali se siembra libertad/ mientras en Manchester /todos corren a sus catedrales”.
La segunda unidad es el Ahora. Y el Ahora es ahora, este mismísimo presente que ocupamos y compartimos todos y todas, ustedes, yo, el poeta y los habitantes de la Mapu y quienes la explotan. El pasado no se menciona más que por alguna evocación muy perdida para halar del presente y, si bien hay algunas extensiones como flashes hacia el futuro, ese futuro está a la vuelta de la esquina.
4.
Este presentismo debería llamarnos la atención. El subtítulo, después de todo, anuncia una «eco(dis)topía”. Como género literario las utopías suelen mirar al pasado que fue mejor y las distopías hacia un futuro tan incierto que no puede ser sino horrible. Acá la una y la otra posibilidad de ser se unen en el presente. Si está aquí la Mapu, cuya presencia ancestral se sabe y se supone, también está la intervención en ella la maldad institucional que no es nueva, pero no se compara con las edades de la tierra. Del presente se aparecen los dispositivos legales del espionaje y las especulaciones del hambre capitalista, ambas camufladas de verde -verde paco, verde dólar, verde como el billete de luca. La Mapu antigua, vetusta, está circunscrita en el hoy y sus habitantes no pueden evitar el geek cotidiano, los gadgets y redes sociales que se vuelven peligrosas: “Pero cuando amaneció la machi había muerto/y el peñi hipnotizado seguía viendo fotos/en el instagram”. Estas alusiones a los dispositivos actuales, a la forma de comer, de soñar y de comunicarse funcionan como un ejercicio brechtiano de distanciamiento. Si la lectura tuviera el riesgo de hacernos caer en la ensoñación de una Mapu pura, previa a la conquista, y sobre todo, intocable, la referencia al presente nos remueve de ese lugar de comodidad. Nos recuerda que la Mapu no es intocable, que es real, que está tocada y vejada, que no es pura sin dejar de ser hermosa, que es cambiante ella y sus gentes. Que en el hoy, muchos de sus jóvenes seducidos por las posibilidades de salir de un territorio empobrecido, no quieren “seguir dando vueltas en ese purrun interminable”, sino “ser gerentes del Jumbo”. Los signos del presente en Verde como la tierra están muy presentes. Tanto que no dan respiro. Y sobre todo, no nos permite hacernos los lesos.
5.
Cuando se cree en Dios, es casi una compulsión buscar a Dios si nos llega a las manos un libro de poesía y si, más encima, es de este poeta en particular. Y en este caso es fácil encontrarlo. El poemario parece gritarnos “es fácil encontrar a Dios en este momento, en esta Mapu”. No es complicado toparse con Dios en Verde como la tierra. Lo complicado es entenderlo: “Un día hace no tanto/ Dios llegó a nuestra casa./ Llegó y entró como si nada/ el perro se le tiró a morderlo/ y Dios sin chistar/ lo corrió de una patada./ Dios no es como esperábamos”. Quién es Dios es una pregunta menor. La gran pregunta es qué es Dios. No es el Dios que se muestra en el prodigio de la zarza ardiente, ni el que declara, según la traducción latina, “ego sum qui sum: Soy el que soy” fijando en ese momento una identidad invariable. Es el Dios que aparece en el espectáculo dolorosamente cotidiano de ver que la Mapu “se quema/arden los montes por todos lados” y en el pavor de ese mawida ardiente. En Verde como la tierra, Dios es aquel que declara, como en la traducción griega, “soy el ser-siendo”. Dios está siendo según los tiempos. Perfectamente podría ser Él quien dijera “Vivo el tiempo/ como el tiempo quiere”. Así era el Dios de Jesús: contingente. Dios está presente en los milagros que no tienen efectos especiales: “Te vi viendo el verde infinito/ de la siembra. /Te recé viendo la cordillera de nubes/ sobre las casas de mi población”. También está presente en la repetición espantosa de la sangre derramada: “Dios mi Dios/ te rezo para pedirte lágrimas”. Y está ahí dónde la pobreza se confunde con la ternura: “y ese montón de borrachos amenazando al tiempo/ en la misma esquina hace veinticinco años”.
6.
Mezclar a Dios y a la Mapu en un mismo relato siempre huele a sincretismo y en el hoy hiperconectado esa mixtura se ha vuelto una tentación estética muy hermosa pero a veces muy vacía. No teman. No es el caso. Como ya he dicho, Dios es complejo en este texto, y el poeta no cae en el error de simplificarlo adjudicándole la identidad de la Mapu. Ni siquiera toma el camino fácil de identificar a Dios con Gnenechen o a la María colonial con la forma triangular de los montes/bosque, los mawida. El poeta no cae en sincretismos. Dios es una cosa y la Mapu es otra. Pero a ambos se les elevan – aunque elevar no es el verbo- plegarias o al menos se les habla, incluso sin nombrarlos. El ejercicio del lector es en parte ese: descubrir quién es quién y establecer la diferencia. A Dios se le pide lo que hay que pedirle a dios: “que tu presencia/preñe todo lo que tiene que venir”. A la Mapu se le pide lo que puede dar la Mapu “Sóplame fuerte tu viento frío/ llévate la pena que me viste”. Lo que tienen en común la Mapu y Dios es que exigen el quehacer poético-profético -el que anuncia y denuncia- frente al cuál el poeta parafrasea a Jeremías “tus palabras queman por dentro en mí” o a Pablo en Corintios “Ay de mí si no anuncio”. El poeta dice “Cuando no te escribo/ tierra/ se me seca la garganta”. Y también dice “Volví a escribirte/ Chaw Dios Mew”. Y como una declaración de principios: “Tengo un pájaro dentro de mí”.
7.
No quiero hablar de la violencia pero hay que hacerlo. Ay de mí si no lo hago. Pareciera que está demás hablar de la violencia si se escribe sobre el Wallmapu. Hasta la denominación del territorio empuja a la violencia: macrozona sur es el título que le ha dado el fascismo, el periodismo y el oficialismo, incluso este nuevo oficialismo. Duele ese nombre geográfico que anula la posibilidad de la identidad. En el poemario, es en la violencia en la que surgen los habitantes. Casi siempre que se hace alusión a quienes habitan el Wallmapu, estos hombres y mujeres están rodeados por la violencia en la que viven sus prácticas más cotidianas. El poemario se inaugura con un texto desgarrador, que cito aquí íntegro: “En realidad es poco lo que pedimos:/ que nos dejen ir a buscar la leña/ y que en la mañana no nos corten el agua/ para lavarle la carita a nuestra hija al despertarse”. El aplastamiento del mapuche, de la mapuche , del pobre y de la pobre, toma distintas aristas: la de los incendios producto de la actividad de las forestales, la falta de agua por el robo de las industrias, la invasión policial, la modificación genética de las semillas, la persecución a los weichafe. Y el poema que se ubica en el lugar más duro de la violencia, termina con la enumeración sin pausas de los muertos en manos del Estado.
8
Voy terminando. Pedro Pablo, y esta vez no lo llamaré “el poeta”, me debe una conversación. Le dije que leyera un cuento de Cortázar como premisa, pero no lo hizo. En venganza, se lo voy a contar ahora. Pero antes, el contexto: Frente a una iglesia que hace lo posible por hacer mal las cosas – y espero que los dominicos no me expulsen- lo único que me mantiene creyendo en Dios es una Fe que no sé de dónde viene. Ahora sí va el cuento: a un hombre lo ejecutan cortándole la cabeza pero nadie se hace cargo del cuerpo acéfalo. Este se aburre y se pone a caminar, así, acéfalo. De pronto recoge una piedra. El tacto es el único sentido que le queda: sabe que la piedra es dura, sabe que está fría, sabe que tiene una forma redondeada y sabe que es verde. Ahí se detiene. No tiene ojos y no tiene cómo saber que es verde. La piensa de otro color y lo invade una sensación abrumadora de mentira. Sabe, pero no sabe cómo lo sabe, que su piedra es verde. El cuento sigue, pero hasta ahí llega lo importante. Lo que quería decirle a Pedro Pablo en esa conversación pendiente es que todo estaba tan mal en la iglesia de los ricos, de los pobres, en la restrictiva y en la de la liberación, que me sentía sostenida apenas por una Fe sin certezas, pero que no puedo negar porque me invade el sentimiento indignante de la mentira. Y fue el mismo Pedro Pablo, sin saberlo, quien me entregó escritas dos claves para darme cuenta que esa piedrita era suficiente: en un ensayo me introdujo en el misterio de Mateo cuando dice “Dios, tú cosechas donde no has sembrado”. Para mí, la imagen más lúcida de ese misterio es la prado urbano que aparece en un peladero después de una lluvia, o la maleza florida que rompe el asfalto. La segunda clave está en este libro: “Las raíces pacientes esperan/ que las máquinas devoradoras se cansen/ la paciencia puede más que el dinero”. En este libro que describe un panorama inquieto, que transita entre lo terrible y lo dulce, un presente que es hijo de un pasado de despojo y que parece ser progenitor de un futuro aún más injusto, reside todo el tiempo la revolución: “y el Wallmapu revolucionario/ está allí sembrando y cosechando /hace más de seis siglos”. La revolución en este libro es otro nombre del amor: “Ya arderá la tierra/ ya arderá la hermandad de miradas tiernas/ ya arderá reforestada la vida/ solo una cosa es necesaria /que arda el amor”. Y el amor es otro nombre de la esperanza “acá el amor es nuestra única esperanza”. Y la esperanza no es otra cosa que la Fe. Y la Fe es indiscutible como una piedrita verde. Verde como la tierra.
Verde como la Tierra, de Pedro Pablo Achondo, se encuentra disponible en el portal de Ediciones Oxímoron.
Perfil del autor/a: