“La idea es que Chile se vea como un país moderno. Aquí no hay problemas étnicos, no tenemos una gran tradición precolombina. Chile es un país nuevo”, dijo Fernando Léniz, comisario del pabellón chileno en la Exposición Universal de 1992, para explicar uno de los que a la postre se convertiría en símbolo de la Transición: el iceberg de Sevilla. Tres décadas más tarde, Chile llega a la Bienal de Venecia con musgo de la Patagonia y algunos museos de Santiago reviven figuras decimonónicas.
Hace treinta años Chile llevó un iceberg de 60 toneladas a Sevilla. La decisión del gobierno de entonces fue participar en la Exposición Universal de 1992 de una manera que marcase con espectacularidad nuestro retorno al circuito internacional tras 17 años de dictadura. En el diseño del pabellón y de la estrategia comunicacional que lo acompañó, confluyeron entes gubernamentales y privados, publicistas y distintos agentes del campo cultural. Los arquitectos optaron por utilizar, con cierta obviedad, la madera y el cobre para dar forma al recinto, pero fue el iceberg extraído del territorio antártico —transportado en trozos para ser montado en la calurosa ciudad andaluza— lo que quedaría en la memoria de quienes presenciamos el espectáculo a través de la televisión. La “imagen país” consistía, según declararon sus encargados, en demostrar al mundo que Chile era un país serio con el que se podía realizar intercambios comerciales, y que esa seriedad se constataba en la extracción, traslado y mantención del iceberg al interior de una cámara frigorífica.
En la memoria también permanecen las controversias que provocó el pabellón, sobre todo frente a lo que fue considerado un crimen ecológico por los ambientalistas. La acción dio paso a todo tipo de sentimientos: de un lado, el chauvinismo; y del otro, el bochorno frente al gesto a todas luces arribista de pretender representar la seriedad con una metáfora nórdica. Al decir de sus creadores, con esto nos acercábamos a Europa y nos alejábamos de América Latina (nada nuevo bajo el sol, porque esa intención ya se había manifestado en la Exposición Internacional de 1929, también en Sevilla). Si bien lo recordamos menos, otro aspecto discutido en su momento por intelectuales como Tomás Moulian y Nelly Richard fue la estética del supermercado con el cual se organizó el espacio, otra metáfora poco afortunada del éxito económico.
*Iceberg en el pabellón de Chile, Expo Sevilla, 1992. Fuente: guioteca.com
Transcurridos treinta años de este episodio, se hace más difícil defender la puesta en escena realizada por la oficialidad de la época. Más difícil aún es negar su mal gusto, asociado a la forma vasallesca con que se realizó el retorno al circuito internacional. Tanto la naturaleza como la historia reciente (dolorosa y no resuelta) fueron sacrificadas en la capital mundial de la conmemoración del colonialismo, pues la elección de Sevilla como sede de la Exposición Universal fue un acto de reconocimiento a la inauguración de la geopolítica colonial iniciada en 1492 con la conquista de América.
Hoy, cabe preguntarse si hemos cambiado lo suficiente para poder mirar con distancia este tipo de hechos y, puntualmente, ¿cuánto ha cambiado el campo cultural que participó activamente de ese tipo de performances oficiales? No es posible en estas líneas proponer una interpretación acabada, pero sí constatar la continuidad de ese arribismo en instituciones y agentes que ocupan posiciones visibles y privilegiadas. Una continuidad asociada al predominio de la élite social en este ámbito, a pesar de las deficiencias de liderazgo que ha demostrado en las últimas tres décadas. Para graficarlo, refiero ejemplos recientes que denotan un desfase entre el campo cultural y el proceso de agitación política que estamos viviendo como sociedad, así como las dificultades aún vigentes para dialogar con las metrópolis.
A nivel nacional, resulta llamativo para esta reflexión el esfuerzo que han puesto algunos museos estatales en el cultivo de una imagen casi inmaculada de Benjamín Vicuña Mackenna, político liberal del siglo XIX y exintendente de Santiago entre 1872 y 1875. En dichos espacios concurren distintos actores del campo cultural que podrían ser considerados como parte del espectro progresista de la sociedad, por lo que no deja de sorprender que a estas alturas, con revueltas populares de por medio, se insista en arrancar la figura de Vicuña Mackenna de los problemas urbanos que nos agobian, principalmente el de una ciudad segregada y racializada cuyo diseño central se pensó para establecer continuidad con las ciudades europeas —específicamente París— y distancia con los sectores populares (denominados por él como “arrabales” o “Cairo infecto”), en el que fuera uno de los momentos de esplendor del arribismo cultural decimonónico.
Esa ciudad es la que estalló en octubre de 2019. Sin embargo, en 2020 el Museo Nacional Benjamín Vicuña Mackenna anuncia la exposición virtual Vicuña Mackenna Revisitado, con 15 ilustraciones a cargo de artistas jóvenes donde, en la suma para la resta, se erige al exintendente al sitial de ícono pop, desperdiciando la oportunidad de examinarlo desde la contemporaneidad y favoreciendo, por el contrario, el abordaje frívolo. Un revival decimonónico que elude, una vez más, la polémica que existe en torno al personaje y su legado.
* «El séptimo día Benjamín descansó y contempló su obra», Milo Hachim. Fuente: web Museo Benjamín Vicuña Mackenna.
Otro ejemplo lo encontramos en el Museo Histórico Nacional y Arqueología de una exhibición. La Exposición del Coloniaje, 1873, que reconstruye la muestra ideada por Vicuña Mackenna y que fue una de las primeras en el país. La relevancia de esa exposición para la historia y para el arte es indiscutible, pero nuevamente asoma como una oportunidad desaprovechada para abordar debates fundamentales, potencial que precisamente tiene la figura de Vicuña. No se trata de pasar esquizofrénicamente de los homenajes a la denostación, sino de movilizar la historia como una posibilidad para debatir, deliberar y reconocernos sin eufemismos (en la exposición no se propone reflexionar sobre continuidades oligarcas ni mucho menos sobre endogamia social, pero sí sobre “Vicuña Mackenna y sus amigos”). Un hecho complejo es el intento tímido por reconocer la controversia incluyendo en el guion el secuestro de indígenas del extremo sur para ser exhibidos en Santiago. La forma acotada en que esto se hace pareciera ser el correlato de una convicción objetable: que la cuestión indígena es marginal en el proyecto de nación que nos pesa hasta hoy (la que dicho sea de paso es una de las mayores deficiencias de la colección general de este museo). Como agravante, se suma una representación visual de la otredad indígena que emula el discurso civilizador de esos años. Me refiero al video en que, de manera perturbadora, se replica la estética colonizadora de los fotógrafos-etnógrafos de fines del siglo XIX, un acervo de imágenes que ha sido contundentemente desmontado por investigaciones como las de Margarita Alvarado y su equipo, o las de intelectuales mapuche como Enrique Antileo y Claudio Alvarado. Así, más allá del discurso epidérmico de que los pueblos de la Patagonia fueron víctimas, el sujeto indígena aparece representado nuevamente como ese buen o mal salvaje apenas cubierto por pieles de animales, mimetizado con la naturaleza, sin agencia y opuesto al mundo contemporáneo.
Respecto al ámbito internacional, pienso en el proyecto “Turba Tol Hol-Hol Tol”, el envío chileno a la 59º Bienal de Venecia, cuya acción central consiste en montar en esa ciudad un gran pedazo de turbera (musgo de la Patagonia) para ocupar el lugar central de una “instalación multisensorial”. La descripción de la obra habla de la “visibilización de un ecosistema en peligro”, abordando con ello un tema que hoy es moneda común en el arte contemporáneo: la crisis ecológica. La propuesta sigue al pie de la letra el modo elitista de tratar tan delicado tema: conservación, saberes ancestrales, “llamado de atención”; pero sin mencionar responsables y proponiendo versiones remasterizadas del buen salvaje, en un multiculturalismo de manual que consumen con entusiasmo las elites de ambos hemisferios. Todo esto, sin enterarse de que ese modelo político estalló a fines de los años 90, crisis de la cual surgió el paradigma de la plurinacionalidad construido por los movimientos indígenas del continente y que en la actualidad abrazan distintos países. Imposible no hacer el paralelo con el envío del iceberg, cuando nos ofrecimos al (primer) mundo como naturaleza, sin el afán de autoexotizarnos, se supone, pero replicando el núcleo más exótico de todos. Porque en Venecia nuevamente somos naturaleza, esta vez aggiornada según las preocupaciones de un público metropolitano consciente de los problemas medioambientales, pero poco inclinado a identificar la responsabilidad de sus sociedades en el extractivismo mundial que comandan por medio de sus empresas y hábitos de consumo.
Lo que hacen este tipo de representaciones internacionales es actualizar acríticamente nuestra posición subordinada en la geopolítica mundial, un vínculo jerárquico del que nuestras élites se han acostumbrado a obtener ventajas mezquinas. En el caso del arte, responden con habilidad a las demandas cambiantes de las metrópolis, no para negociar con ellas, mucho menos para subvertirlas, sino para asumir formas que también convienen a su clase social, que es la responsable local de los problemas que tematizan. Esto consiste, básicamente, en tomar nuestras crisis como materia prima de su arte, con el único propósito de “visibilizarlas”, sin que nadie, en ninguna parte, se sienta verdaderamente interpelado.
*Proyecto Turba Tol Hol-Hol Tol. Fuente: turbatol.org
El problema de las demandas primermundistas al circuito de la cultura latinoamericana es transversal, y su lógica colonialista alcanza también al arte declaradamente político, incluido el que ha dado en llamarse “artivismo”, pues no son pocas las veces en que el destino de estos proyectos también satisface un mercado internacional que devora crisis y revoluciones ajenas, al cual acceden por la posición privilegiada de sus mediadores. Sobre esto, no invento la rueda cuando declaro desazón frente al arte disidente colgando de las paredes de instituciones como el Museo Reina Sofía de Madrid, como ocurre con la exposición Giro gráfico, que recoge experiencias de activismo callejero en distintos países de América Latina. Dicho sentimiento no es porque piense que se deban evitar esos espacios, sino por la respuesta insatisfactoria al cómo hacer de esa presencia un episodio de “artivismo” que resguarde la potencia política de las obras. Esa posibilidad se anula cuando se omiten las referencias al espacio de exhibición (un museo monárquico en un país colonialista), o cuando las menciones a los procesos históricos mundiales que inciden en nuestras crisis son prácticamente nulos (también cuando se les da en el gusto respecto a la forma de narrarlas, como ocurre con la homologación entre autoritarismos de derecha y de izquierda siguiendo las pautas del liberalismo hegemónico). Esas ausencias impiden enrostrar a las metrópolis su colonialismo actual y, por ende, su responsabilidad directa en los abusos que originan las revoluciones que tanto nos aplauden.
En este contexto —el del arte supuestamente político pero que no lo es, y el del arte efectivamente político que pierde impulso en estos circuitos—, el comodín decolonial discurre acorde a la autoexotización que se nos exige: por el primitivismo que dicha corriente teórica reformula hasta al hartazgo y por el borramiento que también hace de nuestras tradiciones teóricas y políticas anticoloniales. Porque el Primer Mundo, no debemos olvidarlo, consume nuestras experiencias y padecimientos, no nuestras teorías ni nuestros modelos políticos (los que, de hecho, descalifica). Nuevamente se trata de oportunidades desaprovechadas para interpelar al público bienpensante de las metrópolis y ofrecerle la posibilidad de sentirse parte de esa trama, de removerse en ella, develando —en los casos que corresponda— que también existe el colono de izquierda.
Para cerrar, insisto en que preocupa —y en esto sólo replico un diagnóstico antiguo pero vigente—el peso abrumador que sigue teniendo la élite social en los espacios de decisión del campo cultural, no porque este sector no deba jugar un rol, sino porque se trata de una élite arribista y poco desafiante, acorde a un país que experimentó una reoligarquización brutal tras el golpe militar de 1973. Así las cosas, sigo prefiriendo el nacionalismo ingenuo de Los Prisioneros entonando “Por qué no se van”, a la espera de que el campo cultural experimente su propio estallido social.
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