Hay algo que tiene el teatro que adoro y detesto en partes iguales: cuando las luces se apagan, me deja desprovista de todo lo que hace segundos me entregó. Incluso si después leyera el texto de la obra, no siento lo mismo. No están las luces guiando mi atención, ni los cuerpos del elenco, ni el vestuario, ni la escenografía, ni el sonido. El teatro es el teatro porque junta todo eso y cuando la obra termina, desaparece. Todo fin de un montaje es un duelo.
En “Retrato de una mujer que un día miró la luna y le pareció que era falsa”, el público está sentado sobre una plataforma que gira. Cada vez que se detiene, se abre una compuerta y aparece una escena nueva, con otra escenografía, en otro tiempo-espacio de la historia. El actor y la actriz no cambian, pero sí sus personajes. Una magia antigua y análoga hecha de otra peluca, otro vestido, otro sofá.
La primera vez que la plataforma giró fue en contra del sentido del reloj. Las siguientes, a favor de las manecillas. El movimiento fue suave, no es el juego de un parque de diversiones, pero no saber a qué parte del universo de la historia lleva el giro, me pareció lo más adrenalínico que me ha pasado en meses.
Hacia el final, cuando la protagonista abusada en todos los tiempos-espacios, por todas las figuras que la rodean, y de todas las formas, es salvada por un ejército de amigas, la plataforma gira sin detenerse en ninguna de las compuertas abiertas. Pasan ante el público todos los escenarios, el elenco -numerosísimo- te mira de pie desde cada escena. Las luces están prendidas, se alcanza a ver la utilería, los focos, todo los elementos de la alquimia. La plataforma sigue girando con los tiempo-espacio exhibidos en simultáneo y de manera circular, porque la historia no es una línea. Tampoco sé si es, como en la obra, un gran plato que gira sobre su eje, pero una línea que avanza para adelante y que termina en punta de flecha, no es.
Y ahí estoy yo, agarrada a la silla, movida por un mecanismo metálico invisible, viendo pasar las cuatro escenas, llorando como una niña que se quiere bajar de la montaña rusa pero que sabe que al bajarse la diversión se acaba y vienen las tareas del lunes.
En todo ese trayecto en forma de circunferencia, las actrices, el ejército de amigas, me miran fijo y ven que lloro y ojalá eso las haya hecho sentir bien. El plato deja de moverse, las luces se apagan, y el hechizo se termina. El teatro es cruel en eso. El cine supo resolver esa maldad inventando un soporte material donde se puede reproducir una y otra vez la historia que cuenta.
El teatro no se toma esa molestia, no le interesa esa consideración. Te lo da todo en una hora y media y después te despoja de todo cuanto ofreció. No hay posibilidad de agarrarlo y hacerlo propio. No es un tesoro que se puede comprar y llevar. No sé cómo decirle a Carla Zúñiga, la dramaturga, a Manuel Morgado, el director, a toda la compañía y a los técnicos, que viví el fin de su obra como un tormento. Y que cuando el mundo se ponga feo, que es casi todo los días, ese tormento me va a salvar.
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