Para agradecer este premio a la Universidad, a la Fundación y también a editorial Overol que le dio vida al libro, voy a contar una historia cortita: Yo estudié en esta universidad. Le estoy agradecida y le guardo rencor casi en partes iguales. Tuve profesoras y profesores maravillosos, inspiradoras y apasionadas. Tuve profesores mediocres y abusivos cuyos escándalos explotaron poco tiempo después de que yo egresara. Pero hay un episodio que atesoro y se los cuento ahora porque creo que algo de él estructura todo mi trabajo como profesora, como historiadora y también como autora del libro que me hizo ganar este premio.
En el examen de grado del magíster que yo cursé, el Magíster en Estudios Culturales, al defender mi tesis sobre un movimiento de profesores normalistas de los años 20, cuando la comisión ya había dado por cerrada la evaluación, un profesor pidió hacer una última pregunta.
Yo, que siempre pienso que no sé lo suficiente, dije listo, acá me caigo, me va a preguntar de alguna corriente teórica que yo no manejo bien o de algún libro que no alcancé a leer. El profesor, en cambio, hizo una pregunta muy distinta. Me miró fijo y me dijo: Una última cosa antes de que se vaya, Belén. Cuénteme, ¿qué quería decir usted con esta tesis? No le estoy pidiendo un resumen de su investigación, le estoy pidiendo que me diga que le quería decir usted al mundo con este trabajo.
Yo pude haberme puesto nerviosa por no tener clara una respuesta, pero lo cierto es que llevaba años esperando que alguien, algún alma sensata que entendiera bien lo que es la docencia y la historiografía, me hiciera esa pregunta, que alguien supiera que cuando una escribe e investiga, trabaja muchos años para decir una cosa chiquita, sencilla, casi doméstica, nada del otro mundo, y que sin embargo se ha invertido la vida entera en elaborarla.
Le respondí a ese profesor, aguantando el llanto: Lo que yo quería decir con esta tesis es que las profesoras tenemos que escribir, que escribir sirve para liberarnos de los mandatos y para organizar el saber propio. Quise decir que la historia demuestra que los docentes cuando escribieron novelas, diarios y revistas, se volvieron productores de conocimiento y eso le hizo bien a ellos, a la educación, a todo este país. El profesor sonrió satisfecho. Su sonrisa fue mi calificación más alta.
Ese profesor fue parte del jurado que premió mi novela. Estoy segura de que no se acuerda de mí, que fui una de las decenas o cientos de tesis de grado que tuvo que leer en su vida y que jamás asoció ese examen de grado ocurrido hace una década atrás con la autora que leyó y decidió premiar. Pero algo de esta coincidencia me afirma un hecho y es que cuando escribo y me enredo, algo que pasa más a menudo de lo que yo quisiera, me acuerdo de él, vuelvo a su pregunta. Respiro frente al teclado, tratando de dibujarle una puerta a ese callejón sin salida que es la escritura y me digo en voz alta: señorita Belén, antes de que se vaya, ¿qué le quiere decir al mundo usted con este párrafo? Y algo en mí se aclara cuando agarro el salvavidas que fue su voz y me invito, como lo hizo él, a decir las cosas importantes de manera sencilla, sin sacrificar la verdad.
Mi libro lo han leído personas adultas muy instruidas y estudiantes de séptimo básico. Adultos mayores y universitarios. Hace unos meses supe que fue el primer libro que leyó la mamá de una de mis mejores amigas, una señora que no terminó el colegio pero que cose a la perfección. Supongo que eso se debe, en parte, a ese examen de grado, a que dejé a los malos docentes en el olvido que merecen y me llevé a los que hacían buenas preguntas. Esta novela fue mi respuesta.
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