No es poco lo que una abuela puede hacer por su nieto. Durante algún tiempo la mía me recitó de memoria unos versos de Gabriela Mistral que le gustaban mucho y que pronunciaba con algo de susurro, como si rezara el rosario. Sé que cuando era joven estuvo a punto de ser profesora normalista, pero que no tuvo la plata para costear el ajuar que requería el internado. En mi casa de infancia los primeros libros que vi en mi vida fueron los suyos. Si me apuro recuerdo dos. Ambas ediciones ajadas producto de la erosión de sucesivas lecturas. El periodo en que eran leídos -ambos eran libros gruesos- comenzaban un periplo curioso por la casa; podían aparecer arriba de muebles de cocina o sobre el estanque del baño. Uno era El pájaro canta hasta morir de la novelista australiana Collen Mccullough. El otro; Cien años de soledad, la segunda edición, con las extrañas piezas del juego de Macondo en la portada. También gracias a ella conocí el centro de Santiago, los pasajes frescos de las galerías y el ruidoso echar a volar de las palomas en la plaza de armas. A ella le debo además el gusto por la fría solemnidad de las iglesias, el arrebatado rictus de lo santos y la solitaria condición de los pasajes del cementerio -que hasta hoy ejercen una punzante fascinación en mí-.
Tenía ocho o nueve años cuando una vecina le avisó a mi abuela que en la sede deportiva de la población de enfrente estaban proyectando una película. La actividad formaba parte de la campaña de una candidata a diputada que recién comenzaba su carrera política. Era la hija de un ex presidente de la república que, años después, se convirtió en una acérrima defensora de la educación privada, uno de los pilares más nefastos del sistema neoliberal que, por esos años, desovaba sus primeros huevos dorados en la sociedad chilena de post dictadura.
Los últimos gajos de sol enrojecen tramos disparejos de cielo y con mi abuela cruzamos el polvoriento peladero en dirección a la cancha, envueltos en el frescor de la tarde de algo así como octubre. Este no es un recorrido inocuo. De ese lado está el campamento; un conjunto de casas levantadas con retazos irregulares y delgados de tablas, en su mayoría maderas prensadas (el OSB -como se comercializa hoy- es el material con que se siguen construyendo los campamentos en el país). Esa pobreza, peor disimulada que la nuestra, suscita rumores revestidos de desconfianza en la convivencia vecinal de la Villa O’Higgins. Uno de ellos contiene una advertencia: no hay que dejar a los perros sueltos porque los pobladores del campamento se los roban para hacerlos asados. El recuerdo de algún adulto asegurar que la carne de perro bien preparada es sabrosa despuntaba un comentario que devolvía solapadamente la experiencia “otra” al ámbito de lo familiar.
De pronto la imagen adquiere cierto desgarro grotesco. En ese cuadro, fiesta y miseria entrechocan filamentos. Sus trayectos cortantes hacen saltar chispas que, lo mismo que las soldaduras, si se miran mucho; ciegan. Son esas esquirlas las que encienden la esquina más nocturna de la casa del corazón. Bajo sus señas suenan tanto los vasos que se quiebran en mitad del jolgorio como las cumbias que caldean la población. Los animales destazados y la alegría de la parrilla humeante que asciende en jirones hasta deshilacharse contra el cielo de la noche popular, forman un solo y afiebrado fuego. Más allá, esa humareda envuelta en risas es olfateada con recelo de perro hambriento por los vecinos del otro lado de la calle.
Cuando llegamos la función ya había empezado. No quedaban sillas desocupadas así que vemos parados lo que queda de película. La sala está llena de vecinos, pero conseguimos pegarnos a la pared y asegurar un ángulo desde el que podemos encuadrar el telón casi completo. Recuerdo bien la escena en que empezamos a ver la función. El conde, que ya está asentado en Londres, se presenta a medianoche frente a la habitación de Lucy -otra vez viejo; desde que llegó a la capital ha rejuvenecido-. Uno de los planos de la secuencia es subjetivo, y vemos desde la perspectiva del monstruo como éste avanza con furor animal a través de los jardines del palacio. Su sola presencia maligna marchita los rosales, que sucumben chupándose velozmente hasta quedar resecos y oscurísimos -un efecto conseguido a través del montaje de una aceleración de cuadros-. Se apersona ante la mejor amiga de la protagonista para finalizar el rito de conversión que la transformará en una no muerta. Lo hace, en parte, empujado por el despecho que le provoca el casamiento de Jonhatan y Mina -esto porque, a pesar de su fidelidad al material literario, la adaptación de la novela de Stoker que filma Coppola incorpora la pasión romántica como motivación dramática de Drácula-. Un detalle que no deja de ser significativo, y que lo convierte en un personaje trágico, mucho más en la línea del doctor Fausto -el (anti)héroe moderno por antonomasia-. Al director le basta con presentar un prólogo en que se nos explica el origen de la abyección del personaje. Es el siglo XV y Vlad III, príncipe de Valakia, apodado el empalador por sus adversarios -incluidos los sajones por cierto- regresa de un decisivo encuentro contra del ejército turco que intenta avanzar hacia territorio cristiano. En venganza por la derrota, un piquete de sarracenos lanza una flecha con una nota falsa al castillo. En ella le informan a Elizabetha (Winona Ryder, quien también interpreta a Mina) la muy amada esposa del príncipe guerrero, que éste ha muerto en el campo de batalla. Desconsolada, la princesa se arroja al río que rodea la fortificación. Ante el cadáver de su muerta, condenada al infierno cristiano por quitarse la vida, Drácula abjura del dios que juró defender y atraviesa con su espada el centro de la cruz que preside la capilla haciéndola sangrar, como si el símbolo y la carne fuesen una misma substancia. Los querubines de piedra lloran sangre, y contra cualquier lógica, los cirios chorrean sangre desde el pabilo encendido. En los planos finales de la secuencia el monarca valako llena un caliz de la sangre que mana de la cruz y ebrio de rabia y herejía, lo bebe de un sorbo. No sin antes pronunciar un último ensalmo que concluye el rito que improvisa; “la sangre es la vida y la vida será mía”.
Una vez que la elipsis haga saltar la trama casi cuatro siglos, y el conde encuentre a Mina en Londres a fines del siglo XIX, y la intente seducir en el centro de la metrópolis anglosajona, y después de algunos escarceos en la penumbra de las primeras salas de cine, musite al alma inmortal de la prometida de su corredor de propiedades; “he cruzado océanos de tiempo para encontrarte”, insinuando la posibilidad de una inédita reencarnación en la historia, el personaje de marras transforma la pasión amorosa en la más humana de sus motivaciones. La reflexión es contundente y en torno a ella el amor se convierte en la razón de la vida del monstruo que no muere. Una simiente trágica atendible y con la que el espectador puede sino identificarse al menos conmoverse. Más adelante, en un salón iluminado por colores cálidos, deberán absenta hasta alucinar visiones de aquella trágica historia de amor que continúa reverberando en la superficie de sus cuerpos; en el punto máximo de la anagnórisis, en el que las lágrimas se transforman en pepitas de diamante, Mina reconocerá su remoto origen. Por eso al final del film, ella será la responsable de asestar el golpe final al vampiro -otro cambio mayúsculo con la novela, en que son los hombres quienes se ensucian las manos cazando al monstruo.
Con ocho o nueve años estoy mordido por la intensidad estética de la película. La violencia, el terror, el erotismo; todo entre que inquieta y deslumbra. Y no es casual que la banda sonora original del film, a cargo del polaco Wojciech Killar, juegue con tensiones melódicas que estallan en instantes de trastornada estridencia; tormentas sonoras que azotan cada tanto los sensibles nervios del espectador. La composición musical, posiblemente una de las más cautivantes del cine de terror moderno, alterna, y a veces pareciera amalgamar, remansos románticos con acordes de cuerda graves. Remonta siniestras percusiones de platillo que avanzan frenéticas hacia un horror extático. En algunos pasajes, incorpora dulces voces fantasmales que se funden con trombones tétricos e incrementan paulatinamente sus tonos hasta convertirse en un coro del día del juicio. En corto; si no se puede negar que el terror tiene en la partitura musical un elemento decisivo de su representación fílmica, el trabajo del compositor polaco en este plano se encumbra a regiones poco exploradas por la industria del cine finisecular.
El diseño de vestuario también es un apartado a destacar. La responsable de lo que Coppola definió como el “concepto visual” del largometraje, fue la artista japonesa Eiko Ishioka (que desconocía por completo la iconografía cinematográfica del famoso conde antes de trabajar en la producción del film). La paleta de colores y buena parte de los trajes, vestidos y hasta túnicas que forman parte del impresionante trabajo creativo de la nipona fueron confeccionadas en parte bajo el influjo de la obra pictórica de Gustave Klimt, el prerrafaelita John Everett Millais y Gustave Moreau, entre otros pintores del XIX que compartían una visión numinosa, mítica y orientalista del arte moderno. Algunas piezas de vestuario poseen una presencia escénica propia, como el yelmo con cuernos y la armadura roja de dragón a través de la que la película expresa el universo medieval desde donde surge la figura histórica de Vlad III.
Otro aspecto técnico relevante corresponde a los efectos con que el film llevó a la pantalla los elementos sobrenaturales de la novela. Coppola, que despidió al equipo original que el estudio le asignó, tenía una idea específica de cómo llevar acabo la tarea. El director quería utilizar nada más que efectos prácticos (doble exposición, maquetas, fundidos). Buscaba así no solo emular los trucos con que los primeros cineastas se las ingeniaron para filmar escenas en las que acontece lo extraordinario -recurriendo a una reflexión técnica de los recursos de la imagen fílmica. Es decir, creando el lenguaje cinematográfico moderno en la marcha-, sino además para otorgarle una saturación estética al film; una suerte de intensidad visual extrañada. Una decisión que, pensada hoy, parece ir a contracorriente del auge tecnológico de los efectos digitales desarrollados durante la década de los noventa (hace apenas un año se había estrenado Terminator 2.) Un ejemplo concreto es la sombra de Drácula, que se desplaza por los decorados del castillo de forma independiente -transmitiendo el carácter espectral y siniestro del conde- y cuya referencia directa son los icónicos fotogramas del Nosferatu de Mornau. A decir verdad, se pueden hallar trazas de otras cintas, como algunos planos de la versión de 1979, en la que el conde se desliza por las paredes como una alimaña nocturna, y prende fuego con sus poderes a las cruces con las que pretenden hacerlo retroceder; lo que hace de la película una suerte de síntesis visual de cerca de un siglo de vampiros transilvanos en el cine de terror. De otro lado, la propia película se las arregla para que el cinematógrafo se convierta en la locación de una secuencia en la que Drácula, rejuvenecido y deliberadamente seductor, aborda a Mina en Londres. Es más, entre los fragmentos de cine mudo que son proyectados es posible distinguir algunos fotogramas de La llegada del tren (1895) de los Lumiere.
Por supuesto, nada de esto lo sé aún. En mi recuerdo evoco tan sólo la sensación de extraño arrobo que me produce la película. Retazos de otras luces y de otro cuerpo encapsulados en la materia ondulante, sentimental e imprecisa de la memoria. Una tarde de verano junto a mi abuela en una sede deportiva. Un momento de súbito estremecimiento estético. Puede que algo de aquella condición invisible de la infancia explique este cuadro lejano en el que soy el espectador de una película para mayores de catorce años. Se trata de una transgresión que cobra sentido sólo dentro del tiempo de la niñez poblacional en que crecí. Un periodo en que la infancia no está sobre vigilada, y a ratos adquiere cierta libertad que le permite escabullirse por las rendijas de un mundo adulto; sino permisivo, indiferente. Esa posibilidad de franquear espacios vedados parece ser la fuente tanto de las maravillas como de las desgracias que alberga el signo del infante en su absoluta falta de poder; el tesoro atribulado que fascina y desgarra el secreto botín de su figura.
No lo sabes aún, pero también serás el monstruo que avanza marchitando las rosas, te susurras al oído oculto del corazón.
No es poco lo que una abuela puede hacer por su nieto, me repito. La mía, Norma de las Mercedes Calderón Jería, sin sospecharlo, una tarde cualquiera, me condujo al circo que montaron los políticos de turno para conseguir electores en los barrios bajos. Ahí nos pegamos a la pared fría de las limosnas culturales. El azar, sus vientos arremolinados azotando el supuesto orden de los días, quiso que esa remota tarde de mi niñez acudiera a cumplir con un instante liminal en mi educación estética. La experiencia es así; una mordida en el cuello pueril de la existencia. La indeleble marca de los colmillos filosos de la imagen sobre la tersa carnadura de los primeros días.
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