Un, dos, tres. Un, dos, tres. Josefa se dejaba llevar en el vaivén de Eduardo guiando el vals. Cansada, apoyó su cabeza en el hombro de él, agradecida de no hablar por un momento y de tener unos minutos de reposo, aun cuando todos la estuvieran mirando. No se enteraba de cómo el fotógrafo transpiraba frío intentando tomar una foto feliz y romántica, y no su rostro sin expresión, sus ojos entrecerrados y sus labios tensos. Y mientras él decidía alejar su cámara para tomar planos generales –después de todo, en varios matrimonios había visto caras largas, llantos y hasta peleas–, ella simplemente se dejaba llevar. Su mente, en cambio, retumbaba como un solo de batería en un jazz.
Había tomado mucho. Definitivamente había tomado mucho. Primero, por los nervios. Que los invitados se fueran contentos, que el vestido no se le ensuciara, que el padrastro de su marido —se negaba a llamarlo suegro— mantuviera sus manos lejos de ella.
Casi no había comido en todo el día y en el cóctel intentó relajarse con un par de tragos dulces mientras recibía besos y abrazos de sus amigas. En la cena, tras un ceviche que habría podido comerse en dos cucharadas, un error de la cocina retrasó los platos de fondo. Mientras esperaban, y sin mucho que hacer, el garzón llenaba y rellenaba las copas.
—¿Podemos no dar tantas vueltas? —murmuró Josefa a su marido—. Estoy un poquito mareada.
—Pero, Jose, si recién va empezar el mambo —respondió Eduardo intentando no pisarla al bajar el ritmo. El leve olor a cigarro que manaba de su solapa le resultaba a ella molesto e intentó elevar su cabeza para tomar aire.
La música hizo un cambio anunciando la entrada de los suegros, que se deslizaban por la pista a mayor velocidad que los novios. El fotógrafo, resignado, se dedicó a retratar a las nuevas parejas, aunque miraba de reojo a la novia cada cierto tiempo a ver si sonreía.
—¡Ya-ya me va a tocar a mí! —anunció el padrastro de Eduardo al pasar junto a ellos bailando. Miraba a Josefa con los ojos achinados. Eduardo se rio. Josefa sintió el vacío de su estómago y una apretura en la garganta.
Alrededor de la pista sus amigas, celular en mano, le tomaban decenas de fotos. La novia les sonrió e intentó tragar saliva. De pronto, Eduardo se detuvo: había llegado el momento de ceder a la novia. Ella tomó la mano de su padre y al reiniciar el baile sintió su perfume “de caballero antiguo”, como le decía siempre. Él sonreía, satisfecho, con su corbata roja impecable:
—Me acuerdo de cuando bailé esto con tu mamá, cuando nos casamos… —le dijo, mientras cruzaban trayectoria con su madre, a quien el padrastro de Eduardo tenía muy agarrada por la cintura.
—Papá, no quiero bailar con él —espetó Josefa. Algo subía por su garganta.
—¿Con quién, hijita?
Ella apuntó al padrastro con el mentón. A unos metros, el fotógrafo intentaba predecir sus gestos.
—Pero, chiquita, es el protocolo… Además podrían haberlo planeado antes de otra forma, mira, si ya estamos todos intercambiados.
—Dile que tú quieres seguir bailando conmigo.
—Pero eso no sería de caballero. Y son cinco minutos, después podemos bailar toda la noche… ¡Aunque no creo que tu marido quiera! —su padre lanzó una carcajada.
La música anunció el nuevo cambio y el padrastro de Eduardo se acercó a paso firme.
—Con permiso.
—¡Cómo no!
Su padre se alejó a buscar a su consuegra y Josefa sintió los dedos que se le enterraban en la espalda y resbalaban a su cadera obligándola a moverse más rápido.
—Por fin tengo el honor de bailar con la novia… Josefita, tú sabes que yo nunca me he casado.
Josefa intentó no absorber el aroma a cerveza mezclado con sudor de su pareja de baile. Vio gotas corriendo por su frente y sus patillas. Su boca era un agujero de ceniza y picante. Respirando lentamente, trató de controlar eso que sentía rebalsar en su garganta.
—Este momento tiene que quedar para el recuerdo —declaró el padrastro, presionando más con su brazo. Con la otra mano hizo un gesto al fotógrafo—. ¡Oye, tú! Tómanos una foto, ¿quieres?
El joven se acercó y puso el ojo tras la cámara. El padrastro tomó la mano de la novia nuevamente.
—Te ves preciosa.
Su garganta estalló. Una ola de alcohol, de nervios y de asco cayó sobre la camisa blanca del padrastro mientras se encendía el flash. El hombre la soltó de golpe. Y pese a la vergüenza, a los gritos de sus amigas y al gusto amargo que quedó en su boca, Josefa se sintió mejor.
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