El agua. Lo primero es un pez gris con amarillo y aparece a los pies de las personas que están todavía en la orilla de la playa La Entrega, en la costa oaxaqueña, rodeando a quienes llegan a mojarse pero no se atreven a entrar a nadar. Están ahí, a sus pies, y me parece que la gente no tiene consciencia de que tiene los peces entre sus piernas. El equipo para sumergirse –un visor, un snorkel, aletas para los pies y un chaleco salvavidas– lo arriendan en la misma playa y cuesta $150 pesos mexicanos, unos $8.400 chilenos, pero me convenzo de que tengo que arrendarlo cuando me encuentro $50 flotando en el agua, y pienso, porque me gusta el realismo mágico y porque en la arena estaba leyendo Pedro Páramo, que el mar quiere que me atreva a mirarlo, que me está invitando a entrar en él.
Lo que me sorprende, en el fondo, es que la vida marina comience donde empieza el agua y no en un espacio separado del que ocupamos las personas cuando entramos al mar. Me sorprende, también, que los peces de orilla no nos teman, al contrario, se acercan y algunos, dicen, muerden con sus diminutas bocas de pez.
Una vez adentro, dejando atrás a los bañistas de tímido estilo, nos vamos a internar en cardúmenes que deben tener cientos de peces, que van a nadar cerca de nuestra piel y va a parecer que bailan con nosotrxs. Vamos a ver una mantarraya a ras de suelo, con la espalda oscura y puntos blancos, casi fosforescentes. Vamos a ver peces que parecen serpientes, peces que nadan en grupo y otros que nadan solos, y peces infiltrados en otros cardúmenes.
Abajo, en el agua, los rayos de sol también llegan al suelo y el ruido de la ciudad no existe porque no entra y porque estamos lejos. También, porque tienen su propia civilización.
Abajo está tranquilo y hay armonía. Nosotrxs nos comunicamos con gestos: una mano estirada mostrando un cardumen plateado que se acerca, un dedo urgente señalando una tortuga marina mediana que nada delante de nosotrxs y que seguimos durante quizás veinte minutos. Vemos el movimiento coordinado de sus aletas y flotamos con ella sobre los corales.
Y es que esta especie ha marcado nuestro viaje. Hace pocos días, cuando nuestra travesía por la costa empezaba, esperamos que el sol se pusiera para devolver al mar 30 tortugas marinas que habían nacido hacía una hora y media. Nos dijeron que, sin ayuda, una de cada cien llegaba al mar y lograba crecer.
En otro punto del estado de Oaxaca, siempre en su costa, llegamos a una pequeña cooperativa dedicada a esta labor de preservación. En otro punto del camino costero pudimos ver un grupo de personas liberando pequeñas tortugas, y al momento, en el contraste de la puesta de sol con las siluetas de las aves marinas, las pequeñas extremidades de algunas de ellas moviéndose, sin saber si se encontraban camino al agua o en otra dimensión.
Tratar de liberar, también, puede ser entregar la especie a proteger a un nuevo depredador. Nos vuelve entonces el pensamiento existencialista sobre las especies: ¿vale la pena intervenir? Como nos explica Rosita en nuestra real experiencia con las tortugas, sí, vale la pena. Ellos, con su dedicado trabajo y de la mano de algunos grupos de biólogos que les visitan, han podido incrementar la población de especies.
Rosita se ríe de nosotros. También con nosotros. Ante la imponencia del rol del cuidado y el objetivo de preservación, no sabemos bien cómo liberar las cinco tortugas bebé que nos ha entregado en un pequeño cuenco a cada uno. En él, cuando la luz aún nos acompaña, podemos ver los pequeños cuerpos de las tortugas trepando instintivamente a los bordes, buscando el mar que no sabemos bien cómo presienten o pueden percibir ¿qué será lo que imanta su caparazón ¿el sonido de la marea reventando en la orilla?, ¿el olor salubre, la intuición de la espuma?
Este último sentido parece ser muy importante pues Rosita nos explica que no podemos tocar las tortugas, a pesar de que la tentación es enorme al verlas tan pequeñas. Si las tocamos arruinamos todo. Solo queda verlas, oírlas en su roce con la fuente que las contiene, y también olerlas. Su aroma, curiosamente, es como el de los cachorros recién nacidos. Un olor ácido y dulce a la vez. Supongo que es esa fragilidad neonatológica la que nos pone nerviosxs, y nos aturde al punto de que no sabemos bien cómo proceder con una tarea que para Rosita es tan sencilla: lanzarlas al mar.
Cae la noche y ya es el momento. Las gaviotas se han dispersado y hay menos posibilidad que se las puedan llevar como en la otra playa. De a uno en uno, nos acercamos al mar y, con un estilo propio, las entregamos al misterio de la naturaleza. ¿Habrá sobrevivido alguna de ellas?, ¿en qué parte del Océano Pacífico se encuentra ese cuerpo libre?
Cerramos los ojos y volvemos a playa La Entrega, a la experiencia de inmersión. Cuando vuelvo a pisar la arena, me siento de nuevo pequeña, o vislumbro una escala que antes no me era así de evidente. Me siento individualista, le digo a mis amigxs, porque creí que lo que no veían mis ojos no existía, o existía de forma teórica y lejana. Con sus ruinas, con sus mares, México me ha dado perspectiva. Cuidar lo que no se ha encontrado, lo que no siempre se ve, pero que no por eso deja de existir.
El agua sigue en la ciudad, en todas. A veces se precipita el siguiente pensamiento por dentro de la corrugada surcadura de los sesos; si conozco la cara de los vagabundos de la ciudad, si consigo hacerme una imagen de la cifra que se formula al fondo de sus ojos y logro capturar la expresión de sus días desterrados del ajetreo que domina el jornal, puedo asomarme a la sangre secreta de la ciudad. El joven moreno que cruza el semáforo con nosotros y camina cojeando una cuadra en nuestra misma dirección y desaparece antes de llegar al zócalo. Es muy joven, todavía bracea contra los veintes. Anda sin polera, pero con una frazada delgada que se cruza en los hombros. El pelo corto para ser pordiosero. Lampiño, alto y esmirriado, tiene una mirada disuelta en un remolino de distancias imposibles de volver a cuajar. También está el que atraviesa el patio interior de alguna de las facultades de la UNAM cuando nos dirigimos a la biblioteca central a conocer el mural de Juan O´Gorman. La piel requemada por la exposición al ensimismamiento del sol mexicano -ese que empuña los corazones palpitantes de sus criaturas en el calendario azteca-, vuelve su carne una alucinación de luz y suciedad. Los pelos greñudos y la barba pegoteada, avanza en sentido contrario a un grupo de turistas rubios que rodean una escultura abstracta que corona el centro del corredor. Otro pasa arrastrando los pies por delante de la furgoneta de turismo detenida en el semáforo. Las tres amigas de Tijuana que van sentadas en la hilera de asientos delante nuestro se tiran tallas entre ellas. “Una lavadita y pa la casa” le dicen a la que quedó hace poco soltera. Ahora que nos hemos bajado más de la mitad de la botella de mezcal que nos regaló el guía para confraternizar, la risa irrumpe rompiendo los diques de la sobriedad y en la resonancia estridente de esas carcajadas reconozco un humor de tías ebrias.
Pero la aparición de los errantes que viven por fuera de las promesas de la civilización pasa como peces que se pierden en las arterias secretas de la ciudad. Queda conformarse con saber que el paisaje urbano es siempre un animal esquivo, inabarcable a fuerza de fluctuantes tesituras, y nada se consigue atrapar frente al torrente frenético de su intempestivo caudal. Salvo, tal vez, la imposible velocidad de la rotación que la traslada al rededor de sí mismo, volviéndola imprecisa y espectral.
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Equipo Editorial LRC