Este es un relato incompleto porque no todos escribimos. Lo es también porque hemos olvidado parte de lo acontecido en el mismo momento en que un nuevo segundo llegó a la experiencia. Un mes en México. También porque nunca una historia se puede contar del todo.
No caer en el vicio de dirigir la mirada, nos dijimos. Lo intentamos, ¿pudimos?
¿Qué cosas quedaron afuera? Muchas, casi todas. Algunas improbables, como decir algo, constatar una situación y que al rato sucediera. En el metro de Ciudad de México no te cantan las estaciones. Te las tienes que saber, porque la altura de los carros no siempre da el campo visual para detectar en qué estación estás, pero si llegas a ver su iconografía verás que a través de ella se cuenta toda la historia de la colonización de este territorio. C mayúscula de Correspondencia, o Combinación, como decimos por acá. Estaciones en reparación porque las vías se derrumbaron. Orientaciones preliminares que pronto cuajan y dejan de ser intuición pasando a convertirse en ubicación espacial. ¿Cómo se ubica un ciego en este tren subterráneo? Se pregunta alguien que cree ver. Una estación después de lanzar la pregunta se suben dos, hablando, cómplices. Ellos, con clara ubicación espacial, se desenvuelven con naturalidad entre pasajeros que venden porta celulares en forma de sillas de playa, reposeras plásticas en las que soñamos estirar el cuerpo apenas podamos salir de la ciudad.
El transporte también vuela, se encumbra. El cablebús de Iztapalapa nos lleva a las alturas de la colonia más grande de la ciudad y nos permite ver la intimidad de sus habitantes en sus techumbres decoradas con murales y con enseres, que también nos entregan luces para ubicarnos en la espacialidad desde otra altura: el Museo de la Revolución. Un pedazo de palacio que no prosperó es el que ahora guarda y narra de forma historiográfica y lineal este suceso trascendental y sabroso.
A unas cuantas cuadras del museo está el café La Habana, que visitamos con la esperanza de tomarnos una mesa en la que Roberto Bolaño se haya sentado con su banda a compartir la especulación de la poesía; mismo espacio en el que también se reunió Fidel Castro con el Che Guevara y otros ídolos blancos héterosexuales del siglo XX que desconocemos. Vamos allí siguiendo en escala menor la búsqueda de los detectives salvajes, porque el traje detectivesco nos genera una sana distancia.
Una que no buscamos pero que sí está siempre presente es Gabriela Mistral. En los murales, en los regalos, en los libros: en la base de la historia de México, que luego también vimos en sombras de lugares poco apropiados para recordar este viaje, como es Santiago, donde anda por ahí uno que otro nopal huacho, dejando atrás el náhuatl.
–Antes todo esto era lago –dijo el águila posada sobre un nopal. Desde esa posición tuvo una visión. En esa imagen Moctezuma, antes de convertirse en estación de metro, les preguntó a sus consejeros más fieles y cercanos, reunidos en la cúspide del templo mayor:
–¿Han visto a mi padre?, se llama Pedro Páramo –.
Acto seguido, el consejo señaló hacia el suroriente, punto por el cual había huído Quetzalcóatl, la serpiente emplumada.
–Desde allá vendrá tu padre –le respondieron.
–Y no vendrá solo, más de 4000 hombres acompañarán su paso –agregaron.
El águila, interrumpida por una sonoridad que venía de quién sabe donde, volvió sobre sí, esta vez posada sobre una pipa de agua, de esas que coronan lo alto de todas las casas de la Ciudad de México como quimérica propuesta para enfrentar la sequía. 10 mil litros de agua que se transaccionan en unos US $100. El paisaje a su alrededor había cambiado, tal como lo había anunciado la serpiente antes de ser engullida. Los lagos Zumpango, Xaltocan, Texcoco, Xochimilco y Chalco eran ahora un mermado rastro de su otrora inmensidad.
El sonido se hacía cada vez más nítido: “Se compran colchones, refrigeradores, estufas, lavadoras, microondas o algo de fierro viejo que venda”, rezaba el pregón antiguo, una y otra vez con un canto devocional, digno heredero del barroco novohispano. Desconcertado con tal sórdida melodía, el águila regurgitó a la serpiente para interpelarla. Las arcadas eran tan ensordecedoras que todo el mundo dejó de hacer lo que estaba haciendo y fijaron su mirada sobre el ave; 126 millones de personas le dijeron al águila al unísono – ¡Salud!
Un verdadero espectáculo aconteció entre el esófago del águila real y el resto de su organismo convertido en un caudal de escamas, sangre, saliva y plumas que eyaculaba desde su cuerpo. Por un instante parecía que “Quetzalcóatl” se alzaba entre las nubes y el sol de febrero.
Antes de que el cuerpo de la serpiente hiciera contacto con el ardiente asfalto, el águila la volvió a morder, extendió sus alas un metro a cada lado y justo antes de emprender el vuelo se hundió en sus pensamientos viéndose sobre el reflejo de un espejo de obsidiana, que reverberaba su imagen en monedas, medallas, playeras, toallas, calendarios, documentos y sellos oficiales.
–¡Ahorita vamos! –exclamó el águila, mientras dentellada el cuerpo del reptil. Ese “ahorita”, espacializó el tiempo y lo amplificó hacia posibilidades irreconocibles, en las que no había que tomar ninguna decisión. Emprendieron el vuelo por todo el Anáhuac, desde las alturas vieron el penacho de Moctezuma derruido en las escalinatas, vieron un grupo de indígenas alzarse en armas al interior de las montañas al suroeste de Ocosingo; vieron el último respiro de Zapata al entrar por el dintel de la hacienda en Chinameca, mientras los Tzompantli, cantaban a coro su llegada al Mictlan. A lo lejos vieron el mar, y desde su rugido de tiempos antiguos emergía Malintzin, Marina del Mar, la Malinche y en la orilla miles de mujeres y niñas le bailaban y le hacían ofrendas de flores y velas que flotaban sobre las aguas. Se elevaron cada vez más, llegaron tan alto que sus alas resplandecían sobre la cima de los volcanes Iztaccíhuatl y Popocatépetl. Desde esas alturas, escucharon el gemido de las piedras volcánicas, que se confundían con los cuerpos derramados sobre Tlatelolco, Teotihuacán y Tenochtitlán. En un descenso vertiginoso e inmersivo, cruzaron a través de millones de mariposas monarcas que iban en vuelo hacia otras vidas. Cada vez más cerca de la superficie terrestre, vieron entre las rocas como a Xochipilli le salían flores por todo el cuerpo que regaban el valle, mientras el conejo de la luna eclipsaba al sol 400 veces al son de extinciones, calentamientos globales y glaciaciones.
Vieron tanto que no podían dejar de ver, incluso debajo del agua, sintieron el llanto de los cenotes arrojados de su desaparición, en nombre del progreso y la locomotora de la historia y sus rieles perfectamente diseñados hacia el despeñadero. Vieron al poeta Nezahualcóyotl, declamar su trascendencia. Vieron a Sor Juana Inés de la Cruz junto con Tonantzin en un abrazo que creaba los amaneceres. Vieron al funcionario público que por más de un siglo seguía timbrando las mismas estampillas en las que un águila mordiendo una serpiente cascabel se posaba sobre un nopal.
–Antes todo esto era lago –repetía el águila.
–Antes todos los ríos eran serpientes –retrucaba el reptil.
–Esto está de la verga –expresó el águila real.
–Una fosa a cielo abierto, bien culera –confirmó la serpiente.
Ya sobrevolaban por los canales de Xochimilco, águila y serpiente en un solo cuerpo de escamas y plumas, cuando un conjunto de violines, trompetas y voces volvió a sacar al águila de su viaje profundo.
–¿Qué chingados está sonando? –preguntó el rapaz.
–A poco no conoces “Las Mañanitas” –contestó capciosa la serpiente.
–Me vale verga, ¿a poco te la sabes? –respondió de forma prepotente el ave.
–¡Esta vida vale verga! –exclamó el reptil y agregó– estamos arrojados a ser desaparecidxs, de hecho a ti te extinguieron allá por el 2012 cuando el tiempo moderno colapsó –respondió la serpiente, mirándome fijamente a los ojos desde el interior de la botella de mezcal. No supe qué sentir y me sentí pendejo.
Un violín que sonaba a mi lado me sacó del viaje profundo y volví sobre la trajinera. Un charro que estaba al lado mío, estirando su mano en señal de pago me dijo: –Primero lo que deja y luego lo que apendeja–.
Rápidamente saqué un billete de 200 pesos mexicanos de esos que en el reverso tienen un águila real sobrevolando un desierto con abundantes cactáceas y que en la inscripción dice: “ecosistema de desiertos y matorrales, con el águila real en la reserva de la Biósfera, El Pinacate y Gran Desierto de Altar en Sonora patrimonio natural de la humanidad”. Al ver el billete pensé que es difícil creer que todavía existan águilas reales y humanidad. Acto seguido, y recuperando la voz, me puse a entonar “Las Mañanitas”. En el fondo, allá sobre las nubes, un punto resplandeciente observaba nuestro canto y nuestras flores.
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Equipo Editorial LRC