Empecemos por lo central. Natalia Sierra menciona la ética comunitaria como una de las claves de su notable resistencia durante cinco siglos, así como de su capacidad para cuidar la vida y la madre tierra. En este punto, las diferencias con la izquierda realmente existente son abismales. Una corriente político-cultural que perdió su energía crítica, sus deseos de transformación y se quedó apenas envidiando la vida de la burguesía, en la cual se espeja y a la que desea imitar.
Muy fuerte, pero acertado. En estos años en los que asistimos al naufragio de las izquierdas en todo el mundo, necesitamos con urgencia análisis que vayan al fondo de la cuestión, que no se detengan en los “errores” de tal o cual caudillo o partido. Me da rabia cuando te dicen que Stalin “cometió errores”, porque es un modo de humanizar las brutales matanzas. ¿Quién en su vida no comete errores? La corrupción de los gobiernos progresistas no son desviaciones, sino cuestiones estructurales vinculadas al extractivismo que decidieron apenas administrar, sin la menor intención de salirse del modelo. El despeñadero de las izquierdas suena peor aún, cuando estas aceptan los modos de hacer que hay entre los suyos y que critican ferozmente cuando los realizan las derechas.
Si la izquierda fue originalmente voluntad de transformación, eso suponía mover-se del lugar material y simbólico heredado y, por lo tanto, arriesgarse a lo desconocido, bordeando al abismo, poniendo en juego la propia vida si era necesario para sostener los valores. Natalia nos dice que el miedo, que provoca parálisis y lleva a plegarse a lo existente, puede estar en la raíz del conformismo: “El miedo a lo distinto, a lo inesperado, nos hace elegir la seguridad de lo conocido a cambio de renunciar a la libertad de inventar otros mundos, y en esta decadencia se afirma la dominación. Una ola de miedo se apoderó del espíritu humano y sobre todo de los militantes de izquierda que decidieron resguardarse dentro de las coordenadas del capitalismo”.
Magnífico párrafo. Pero hay mucho más, como la crítica al desarrollismo en el que quedó anclado el progresismo, que no puede desprenderse de la propuesta iluminista y burguesa del progreso. “Colonialismo ideológico”, lo califica Natalia, lo que nos lleva a revisar cómo el pensamiento crítico latinoamericano se limitó a reproducir las ideas acuñadas en y para otras latitudes, descartando el pensamiento crítico de raíz indígena, por ejemplo, considerándolo apenas como folklore para consumo de nostálgicos de la comunidad.
En el fondo, uno de los aspectos más interesantes del libro Tempestades es la mirada hacia “los límites internos propios” del proyecto emancipatorio, que al cabo de varias deserciones fue llevado a defender el “capitalismo inclusivo” que nos propone el Banco Mundial y el gran empresariado global reunido anualmente en Davos. Porque es en el seno de nuestro proyecto donde debemos buscar las derivas actuales y dejar de culpar a factores externos (desde el imperialismo hasta los medios de comunicación), porque ponernos en el papel de víctimas no ayuda a crecer y nos infantiliza en un lugar de comodidad, impidiendo cambios más necesarios que nunca.
De este trabajo de Natalia Sierra, me parece que la parte final abre un camino necesario e imprescindible: la comunidad como núcleo ético-político que puede ayudarnos a salir del callejón modernizante en los que nos ha metido el progresismo y las izquierdas institucionalizadas. Comunidad entendida como lazos intensos, complejos y recíprocos, entre las personas y con la madre tierra, no como una institución ni como propuesta esencialista. No hay más que revisar la historia de cinco siglos, y de estos últimos 30 años, para comprobarlo.
Me resultó más que interesante la anécdota del “mudo del pueblo” como imagen de la cultura política comunitaria, que representa la sabiduría ancestral que ningún colonialismo pudo extirpar, ni con violencia ni con domesticación evangelizadora. Las comunidades con sus estrategias de sobrevivencia y de conservación de su cultura e identidad recurren a figuras que el mundo racional de Occidente no puede comprender, porque no encajan con sus cosmovisiones afincadas en un materialismo burdo y vulgar.
Es completamente cierto que las comunidades indígenas atesoran una reserva ética que está en núcleo de su ser colectivo. Y aquí podemos establecer un hilo entre la ética comunitaria y la deriva pragmática de nuestras izquierdas que las condujo al extravío del presente. Aunque no lo dicen abiertamente, se intuye que las izquierdas y los progresismos consideran la ética como un estorbo, en el mejor de los casos como un adorno para engalanar las celebraciones festivas, pero nunca como una guía y un norte del que jamás deberíamos apartarnos.
La única chance que tenemos de transformar el mundo es mantener y cuidar la diferencia con el sistema hegemónico. Si nos diluimos en lo existente, si perdemos el filo diferenciador, o sea, si nos volvemos capitalistas, naufragamos en la impotencia. Ni los jóvenes ni las mujeres de los sectores populares nos van a escuchar –menos aún a seguir– si observan que deseamos y soñamos con los bienes materiales y los modos de vida de la clase dominante. Ser diferentes, cultivar los modos de vivir y hacer propios aquellos modos de las y los de abajo, agrandar la diferencia si fuera posible, es la única manera de salir adelante. Eso supone, inevitablemente, navegar contra la corriente.
Sin duda, todo lo que va contra la corriente exige un enorme esfuerzo individual y colectivo que, en el período actual, supone cierto aislamiento, salirse de la visibilidad mediática, de los circos políticos y electorales, y una buena dosis de humildad y de vida sencilla. Por el contrario, nada vamos a transformar si nos limitamos a consumir y a votar cada cuatro años. Es el camino menos interesante, el que seguramente nos atornillará al mundo capitalista, colonial y patriarcal en el que vivimos.
Es cierto que la izquierda, como sostiene este libro, era otra cosa. Hubo un tiempo en que nos preguntábamos si era correcto comprarse tal o cual mercancía que nos ofrecía el sistema, porque considerábamos que cada acción, cada decisión, es política en el sentido profundo del término. Comprar en un supermercado o en una feria campesina es una decisión política, ese tipo de acciones que todos los días nos colocan en un lugar o en otro. Pero hemos llegado a despolitizar la vida cotidiana, como si cada paso que damos no tuviera la menor consecuencia. Podemos denominar este tipo de actitudes como pragmatismo, o comodidad, atajos que no nos llevan sino a la ruina ética y, por lo tanto, política.
Celebro que se publique un libro que ponga el acento en la ética y en la comunidad. En realidad, ambas van de la mano. Un siglo atrás Ferdinand Tönnies estableció las diferencias entre asociación y comunidad analizando las relaciones sociales. En la primera, las personas son medios para conseguir fines. En la segunda, los fines son las personas. La asociación está vinculada al progreso y la comunidad a la ética. Ambas son opuestas, y pueden convertirse en antagónicas. Por eso los zapatistas dicen que el medio es el fin. “No creemos eso de que el fin justifica los medios. Finalmente nosotros pensamos que el medio es el fin. Construimos nuestro objetivo a la hora en que vamos construyendo los medios por los que vamos luchando”, le dijo el subcomandante Marcos a Gabriel García Márquez en marzo de 2001.
Está claro cuál viene siendo la opción de las izquierdas que se niegan a romper con el paradigma del progreso y de la racionalidad instrumental.
También está claro cuáles deben ser nuestras opciones para reconstruir el mundo de la resistencia anti-capitalista. Ya no se trata de reconstruir la izquierda sino de avanzar hacia otras formas de hacer, compatibles con el mundo de la ética comunitaria.
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Raúl Zibechi (Montevideo, 1952) es escritor y pensador-activista dedicado al trabajo con movimientos sociales en América Latina.
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