Van casi 8 meses del genocidio del pueblo palestino en Gaza, perpetrado materialmente por Israel, con la complicidad directa de Estados Unidos y Alemania (seguidos de Francia, Inglaterra, Italia, y la pandilla colonialista). O por lo menos, ocho meses en que el sustantivo tomó una significancia activa, ya sea por su velocidad e intensidad. Cualificable y cuantificable para cualquiera. Incluso para los perpetradores y las instituciones planetarias, que evidencian tantos esfuerzos por negar la existencia del hecho, que es inverosímil que realmente no lo vean.
Desde la masacre en Rafah que se me repiten en redes imágenes de cuerpos decapitados, producto de ataques del ejército israelí. La lesión reincidida me recuerda a los ojos mutilados durante la revuelta. El horror reiterado que intenta buscar sentido en el absurdo de la coincidencia. En este caso ¿será intencional el blanco? ¿O habrá una especie de proyecto estético en quienes construyen estas imágenes, para retratar la tragedia? “El genocidio más documentado y a la vez más negado de la historia”, repiten en las redes sociales. ¿Qué diría Susan Sontag? Poco importa, cuando la catástrofe amenaza con romper, una vez más, las categorías que el mundo ha sabido desplazar peligrosamente. Occidente está conociendo las profundidades de su propia degradación.
Parecía ser que el mundo había encontrado en su hipocresía un acomodo al dolor palestino, funcionando como parte de su engranaje, durante décadas. Si esto nos constriñe nueva e intolerablemente el espíritu, es porque las imágenes de ese dolor alcanzan un nuevo límite de crueldad. El daño es tan insoportable, que incluso hiere la imaginación. La persona decapitada es el final de todo.
Hace un año, en el funeral de mi hermano, comencé mis palabras citando un tropo literario conocido como Wuquf’ Ala Al-Atlal, que podríamos traducir como “estar parado en medio de las ruinas”. Se refiere a la visión del viajero que, en el desierto brumoso, se encuentra con los restos de lo que fue su pueblo natal; al recorrerlo, superpone su memoria al paisaje ahora destruido y cubierto de maleza. La expresión del mundo sentimental del que se queda “suspendido” ante la visión (melancólica y muda, por la destrucción) fue muy referenciada en la poesía árabe antigua.
En esa ocasión revisité ese lugar expresando el vacío que queda después de la catástrofe, comparándolo con la devastación de un terremoto o una guerra. Sin advertir que un año después volvería a estas palabras con un sentimiento muy parecido. Fue mi hermano, precisamente, quién me inculcó la admiración por la lucha del pueblo palestino, y la indignación frente a su devastación. Si él viera lo que el mundo ha tenido que soportar ver estos casi 8 meses, se vuelve a morir.
La expresión de genocidio es la más cruel y deshumanizante que la raza humana ha creado jamás. Nos fractura y asfixia incluso en nuestras categorías, de no saber cómo nombrarla ni cómo seguir siendo nosotrxs mismos después de esto. Es por eso que lo que está haciendo el Estado de Israel con la ayuda de Occidente en Palestina es un crimen contra la humanidad.
Estamos parados sobre las ruinas. Lo repito hoy, en el funeral de mis también hermanxs.
*En la imagen: ruinas del pueblo Sumeiriya (1948)
Perfil del autor/a: