He pensado en mis cumpleaños, los he observado en los recuerdos y fotografías, y he estado atenta a cómo han cambiado durante el paso de los años. ¿Por qué los últimos años estoy triste las semanas previas? Pensé que quizás era un mecanismo de defensa, pero éstos debiesen funcionar frente a una amenaza y el cariño no debiese sentirse como una. Este año quisiera volver, de alguna manera, al ritual cumpleañero.
Recuerdo que una vez, cuando era niña, sólo llegó una persona a mi fiesta de cumpleaños. Desde entonces, existe la configuración de un miedo a que nadie me salude o venga a visitarme. Con los años, también una incertidumbre frente a cómo recibir los afectos en un día en que las personas suelen ser más demostrativas.
Frente a un nuevo cumpleaños, he pensado en todos los anteriores. Los he observado en los recuerdos y fotografías, y he estado atenta a cómo han cambiado durante el paso de los años.
Entiendo los cumpleaños como rituales llenos de preparaciones previas, porque así es como los he vivido. En mis primeros años siempre tuve doble celebración: una en mi casa, con mi familia, vecinos/as y amigos/as, y otra en el jardín infantil con mis compañeritos/as bebés. La corona en mi cabeza, mi hermana al lado y yo llorando después de que rompían la piñata son lo que más se repite en las fotos que hoy observo, intentando comprender el fenómeno de los rituales cumpleañeros.
La casa de Los Anglicanos en Maipú ha sido donde he celebrado casi la totalidad de mis cumpleaños. Familia, vecino/as, amigo/as figuran en los recuerdos materiales en los que aparezco con esos hermosos vestidos que mandaba a hacer mi mami, una torta enorme, la mesa llena de cosas para comer, el mantel de plástico, el vaso de plástico, los platos del mismo diseño, los sombreros de cartón, el jugo Kapo, el feliz cumpleaños de acordeón atrás, los globos, la piñata en el patio. El set cumpleañero de los ‘90. Colores que formaban parte de un ritual hecho por mis padres.
En el colegio, empecé a formar parte del ritual. Había tarjetas de invitación, una selección importante de personas a las que les permitiría entrar y conocer mi espacio más íntimo. Aquí sentí por primera vez un temor de que nadie me saludara o viniera a visitarme. La fecha coincidía con las vacaciones de invierno. Desde allí prolongué ese miedo. Tuve compañeras que celebraban sus cumpleaños a lo grande, invitaban a todo el curso, era el evento del año. Otras pudieron abrir las puertas de la casa cuando crecimos.
En la media, el concepto fue cambiando y empecé a celebrar de otras formas. En algún momento me sentía llena de amigos y el creerme la persona más sociable de este mundo hizo que llegaran cerca de sesenta personas a mi casa. La época de cuando nos creíamos pokemonas, le digo yo. El ritual pasó de las invitaciones manuales a las invitaciones por Facebook en eventos. Pese a que los años nos distancian de las amistades, yo me sentí muy querida por quienes me acompañaron en ese momento. Hubo demostraciones de cariño muy explícitas, como la vez en llegaron de sorpresa, hicieron una vaca y me compraron un oso de peluche gigante.
En la universidad, una (mala) experiencia de relación fue un punto de inflexión. Comencé a sentirme muy triste las semanas previas a mi cumpleaños. No quería que llegara esa fecha y lo excusaba. Pero era la crecida exponencial del temor a que no llegara nadie, sumado al temor de lo venidero, el temor a crecer, el temor a avanzar sin cariño porque fui mal querida. No quería celebrar, aunque lo terminaba haciendo igual, posiblemente bailando y con varios tequilas para el frío. Pero no había pensado en por qué pasé muchos años sintiéndome así, no permitiendo que entrara el cariño, no sabiendo cómo recibirlo. Ya no quedaba mucho de los rituales cumpleañeros.
No pensé en eso hasta el año pasado, a diez mil kilómetros de distancia de la casa de Los Anglicanos. Mi cumpleaños fue en verano, en un contexto diferente, pero con mi familia. Sí lejos de las amistades de entonces. ¿Por qué los últimos años estoy triste las semanas previas? Pensé que quizás era un mecanismo de defensa, pero éstos debiesen funcionar frente a una amenaza y el cariño no debiese sentirse como una. Pensé que el trauma me había afectado y, en efecto, lo hizo. Pensé en que nunca había ahondado en esa tristeza ni me había preguntado cómo celebraba los cumpleaños en mi niñez. Mientras todo eso pasaba, hubo fragmentaciones, cuestionamientos sobre vínculos cercanos, el límite de ellos, cuestionamientos en las formas en que quiero y en las formas en que me quiero sentir querida. Distinciones entre lo que me importa y lo que ya no tanto.
Pensar en mis cumpleaños también me ha hecho reflexionar sobre las personas que están en este mundo y quienes lo han dejado; la permanencia mediante las fotografías, los recuerdos que configuramos de quienes se han ido o alejado, la predisposición al cariño en la medida en que el tiempo pasa y las experiencias nos atraviesan.
He pensado en este cumpleaños desde los recuerdos de los anteriores. Entré allí, a la tristeza transversal de los últimos años. La observé, la cuestioné, la intenté comprender. Le he comentado que creo que es imperativo defender sentirnos queridas y celebrar el día en que nacimos como un acto político, como una reconciliación propia, en mi caso. Le dije que las personas no se sienten tristes en sus cumpleaños porque sí, hay historias que les atraviesan, hay recuerdos que les cotorrean la cabeza, hay memorias corporales que se hacen presentes. La percepción que tenemos sobre nosotras, sobre lo que estamos dispuestas a aceptar. Muchas veces hablamos de lo que damos, pero en mi caso jamás me había cuestionado el cariño que estaba dispuesta a recibir.
Este año quisiera comenzar a abrir, aunque sea un poco, esa puerta a las múltiples manifestaciones del querer, de sentir que para algunas personas en este mundo valgo, que aceptan mi configuración natural de lo bueno y lo malo. La decisión es volver, de alguna manera, al ritual cumpleañero.
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