Alicia Ortega Caicedo nos sitúa en su lectura de Pasivas. Bitácora sexual, de Daría #LAMARACX. Este libro es publicado por Kikuyo Editorial, para su colección
Este texto se suma al de Tempestades de Natalia Sierra Freire; prólogo a cargo de Raúl Zibechi. Revisa también la presentación de Sutura de las Aguas de Daniela Catrileo, a cargo de Claudia Zapata, publicado por la misma casa editorial.
Más sobre Daría y su libro Pasivas. Bitácora sexual en esta entrevista publicada en uncuartooscuro.com
El presente escrito quiere ser leído como una bitácora. Es decir, como el registro de un viaje, de un desplazamiento, de una aventura. A diferencia de una bitácora tradicional, no interesa a Daría el estricto ordenamiento cronológico de sus apuntes. Daría lleva a su bitácora escritos de diferente extensión y de procedencias discursivas varias. En algunos casos, las entradas son bastante cortas, anotadas por fuera de la línea de tiempo. Su capacidad de impacto y afectación responde a la fuerza de su concisión. En estos momentos, la escritura se acerca al aforismo, a la sentencia, al lema, a la declaración afirmativa, al manifiesto, a una máxima de la insurrección, al análisis crítico; en suma, al enunciado que escenifica su propio decir. Esos breves fragmentos portan una hiperconciencia narrativa que, al mismo tiempo, ofrece claves de lectura y revela filiaciones en el orden de lo sensible y del pensamiento: “Escribo cortante, desmenuzado, azarosamente, porque no hay episteme que construir, solo retazos de incomodidad. Escribir para herir como me enseñó Clarice”. Efectivamente, son fragmentos, retazos discursivos que se desprenden de una reflexión de largo aliento que enmarca y puntea la trayectoria de los recorridos narrados en la Bitácora. Son cortantes, porque interrumpen la secuencia narrativa, por la carga de provocación, por la reunión de palabras que configuran un campo semántico punzante, incitante, atrevido, tajante. Son textos que buscan mostrar, provocar, arriesgar, polemizar, suscitar: “Retazos de incomodidad”, como dice Daría. También nos dice que “leer este texto es pelearse con él”. Así entonces, nos encontramos con retazos de interioridad, de pensamientos, de vivencias.
Otras páginas de la Bitácora entretejen episodios de una vida –la de Daría– contada desde una conciencia del presente: el hoy de la voz narrativa, el lugar donde afinca su trabajo con la memoria. Se trata de una rememoración que brega con fragmentos de una materia autobiográfica, que se detiene en la urdimbre familiar y de infancia, así como en la memoria erótica del cuerpo y sus aprendizajes. La casa, la presencia y la palabra materna, los programas de televisión, el padre como referente de una masculinidad rechazada y a contrapelo del camino elegido; el registro de amantes, los encuentros furtivos, las fotos, los mensajes, la calle, los dormitorios, la vestimenta, los rincones, son motivos que articulan la memoria, el relato, la experiencia, la vida narrada. Todo ejercicio de evocación trae a la escritura objetos, episodios, afectos, paisajes, sabores, corporalidades. Y esas reminiscencias están albergadas en los espacios del habitar; los espacios en donde la vida relatada ha transcurrido.
Por esa razón, la casa suele ser el espacio privilegiado en el relato de experiencias vividas. La casa y sus recovecos: el clóset compartido con el hermano como depósito de objetos que el sujeto escribiente consulta, ordena, revisa, rompe, desacomoda, apila. El clóset es guardián de los libros que sirvieron como refugio de la socialización masculina, espacio de autoplacer, archivo de pequeñas cosas que portan marcas de la trayectoria referida. Las imágenes de infancia habitan no solo la casa y los patios de la vecindad compartida (ese sitio privilegiado para el intercambio de relatos y aventuras mundanas), sino también la escuela, el salón de clases, el patio del recreo: espacios que sostienen una memoria que entrecruza la risa, los primeros besos y las primeras peleas, la traición, la inocencia, la seducción, el desencanto, la ilusión, el bullying, las ceremonias iniciáticas, la mirada de quien aprende a observar de lejos. Las páginas que contienen textos de mayor extensión, concebidos como relatos que entrelazan episodios de la vida narrada, suelen estar acompañados por citas tomadas, sobre todo, de baladas románticas: canciones que hablan de la pasión y el melodrama del amor, el exceso y la locura. Estas líneas funcionan como epígrafes de cierre (porque están situadas al final): rematan y anudan el escrito con unas formas de la sensibilidad y los imaginarios sociales que tienen cabida en las letras de esas canciones. Diría que esas citas conforman un léxico cultural, unos códigos compartidos, un elocuente performance de lo dicho en el relato.
Pasivas. Bitácora sexual es el título de este libro. Podemos entonces precisar y decir que la bitácora que leemos privilegia instantes vividos alrededor del placer carnal, en el encuentro con amantes que irrumpen en la escritura como hitos de una suerte de educación sentimental. Según las convenciones del género, la bitácora supone una escritura íntima, personal, reflexiva, diarística, que se actualiza constantemente, que participa del testimonio, así como de la autobiografía. Es un género que valora el registro de los detalles, ideas, observaciones, datos, con relación al proyecto concebido. Es, por tanto, una escritura fragmentada, hecha a mano alzada, itinerante y recursiva. También podemos decir que la bitácora es el registro de una vida. En este sentido, suele incluir los detalles más pequeños o subjetivos, que para quien escribe están cargados de valor en la conciencia de su propio devenir vital. La Bitácora de Daría participa asimismo del vuelo ensayístico y la fabulación. Porque, lo sabemos, no existe anotación de vivencias que pueda ser enunciada y referida por fuera de los tropos del lenguaje, ni al margen de la perspectiva del tiempo que –en el ejercicio de una vuelta al pasado– revela unos matices y olvida otros: elige qué decir, qué recordar, qué llevar a la escritura, qué hacer ver. Por tanto, el pacto de veracidad –que una bitácora pretende en su registro minucioso de experiencias vividas– suele verse intervenido por la fabulación, la invención, la selección, la mentira: “Miento, miento y no paro de mentir”, afirma Daría, como apuesta lúdica y desestabilizadora de sus propios enunciados.
La Bitácora de Daría distingue el cuerpo como lugar de enunciación. El cuerpo del yo escribiente. El cuerpo genital, el cuerpo erotizado, el cuerpo como lugar de placer, de interrogación, de afirmación, de búsqueda. El cuerpo deseante y penetrado, el cuerpo que se articula alrededor de sus propios orificios tras la llamada del deseo y la efervescencia del encuentro. También es el lugar de la herida, de la sangre, de la desgarradura, de la posesión. El cuerpo aparece comprometido de modo prioritario como registro importante de autoafirmación. Puedo decir que también es el emplazamiento de la memoria y del “relato erótico sobre el gozo, el placer, la lujuria, la perversión, la satisfacción, la sublimación del poder-saber, de eso que Michelito llamó scientia sexualis y que gobierna la carne de las pasivas sumisas pedidoras”. Vuelvo al título: Pasivas. Bitácora sexual. “Pasivas”, repito. Me digo que, aunque se pretende sinónimo de “sumisas”, el vocablo bien puede ser reemplazado por “insumisas” (también por “desobedientes”, “impúdicas”, “rebeldes”), pues se trata de un cuerpo penetrado/sometido que elige su propio quiebre como ocasión para pensar, problematizar, dar testimonio, fabular y declarar a cielo abierto sin pudor alguno. Es decir, se trata de un cuerpo que hace de su desgarradura el lugar de su enunciación. Así, esta escritura borra con su solo gesto la frontera normativa que suele dividir a las personas “entre quienes ejercen el poder y las que son poseídas”. Por ello, si “pasiva” responde a una lógica binaria que clasifica las conductas según la posición de los cuerpos, esta Bitácora reinventa el vocablo para cargarlo de ironía, fuerza lúdica, promesa de aventura, posibilidad de reflexión y cuestionamiento.
Como sabemos, lo más íntimo y personal también es político. De allí que la Bitácora se desplace hacia el territorio de la interpelación y la crítica en torno al tema de la emancipación y la liberación sexual en el contexto del capitalismo: esa máquina que todo lo devora y mercantiliza, que lima asperezas, que, en la rápida absorción de lo que encuentra a su paso, pretende debilitar la potencia de las insurrecciones, la voluntad de margen, la elección del estar fuera del juego oficializado. Los textos de la Bitácora entrecruzan la desnudez del cuerpo, sus orificios más secretos, con el pensamiento crítico: “¿Qué significa caminar hacia la emancipación? ¿Tiene sentido liberarse del capitalismo y quedarnos con la subjetividad que construyó sobre nuestras carnes?”. Esa primera persona del plural incluye a las mariconas, las locas, las travestis: un universo humano históricamente ninguneado, perseguido, violentado, expulsado, asesinado, en nombre de la norma sexo genérica, de una doble moral, del castigo de la carne y sus placeres, de la disciplina, el productivismo, la patologización de los cuerpos. En suma, en nombre de la lógica castigadora y ejemplarizante que privilegia el encierro de la carne desbordada: “Las encerraron en el calabozo, terminaron en la cárcel. Las internaron en la clínica, el sanatorio, en el nosocomio como a Shulamith, como a Kate. Las encerraron en el hospital y en el armario”. También leemos: “Las travestis son un sinsentido. Se arrancaron de la hombría y escaparon de la hembritud. No se convirtieron en madres, ni en hijas. Son peligro erótico. Son pecado”.
Observo que esta Bitácora porta un notorio saber travesti, una suerte de poética travesti. Dice, por ejemplo, “La travesti no puede tener nombre, es un estado del ser. Ni nació travesti ni morirá así. […] No hay un acto más travesti que otro. La travesti no es real, es una ficción…”. La travesti emerge como una potencia imposible de clasificar, encerrar, clausurar; como una forma del estar siempre en tránsito que no deja de germinar en el recorrido hacia el estallido de algo desconocido, que se reinventa una y otra vez. El travestismo y el amariconamiento pluralizan la escritura: son dos núcleos de sentido que operan como lugar de enunciación, sitio de afirmación, declaratoria de un saber asumido en nombre propio, punto donde converge la experiencia privada y la producción de conocimiento, momento en el que el pronombre acoge la primera persona del plural de manera declaratoria: “Si las mariquitas no podemos (re)producir capital consanguíneo, este se nos extraerá de la sangre misma. Si no somos sementales de la re (producción) nuestro semen será capitalizable. Por ello, devenir mula estéril”.
La Bitácora también da cabida a la vulnerabilidad del cuerpo escribiente: los miedos que agitan la escritura. El miedo a enfermar, a reconocer el destello de algunas verdades ocultas, a la pérdida de las ilusiones o al abandono de una manera de entender las cosas. No obstante, cabe pensar que la Bitácora es también el testimonio de una transformación: aquella que supone un desplazamiento que va del miedo al gozo, de la violencia padecida al saber afirmativo, del encierro y el armario a las travesuras travestis, de la altura del suelo a la altura de los árboles, de lo real a la ficción, del recuerdo a la escritura, del ruego a la enunciación audaz y deslenguada, del acoso y la embestida a la apuesta por el borde, la noche, la esquina, la máscara, la risa, la fuga, el peligro, el corte, la cédula trans no binaria, la disidencia: “El miedo a los hombres que me acompañó por un año se evaporó cuando aprendí a usar la navaja, a correr, a gritar, a reírme. Ese miedo se transformó en un gozo inusitado que experimento cuando salgo vestida de bombón asesino”.
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