I
Cuando Gabriel García Márquez se propuso publicar sus memorias, sólo el primer volumen, que abarcaba la alucinada longitud de sus años de infancia y juventud, se convirtió en un mamotreto de casi seiscientas páginas. Tanto así que las demás entregas del proyecto nunca fueron escritas. De modo que nada más se supo de la summa de sus peripecias y desventuras de adultez; al revés del Cristo, el colombiano dejó el relato del transcurso de su niñez y escamoteó esos otros de consagración, parábolas y calvario que advinieron luego de publicar Cien años de soledad a los cuarenta años.
Y quizás mejor así. Ahora bien, al parecer el esfuerzo fue tan cabrón que Vivir para contarla (2002), con esa portada de la foto en blanco y negro del escritor niño, sujetando una galleta mordida y mirando ensimismado la cámara, marca la etapa final de su obra y, vista en perspectiva, señala la antesala de su retiro. Su siguiente novela será la última que publique en vida; con mucho la peor de sus ficciones dentro de una carrera literaria con muy poco derrape crítico.
Hernán Rivera Letelier (Premio nacional de literatura 2022) encara la misma tarea de manera diametralmente distinta. Este año el escritor pampino acaba de publicar con Random House -el Real Madrid de los grupos editoriales-: Del diario de vida que nunca escribí, el libro con el que vuelve a las pistas luego de haber ganado el premio nacional y que dedica a la retrospectiva de sus recuerdos de infancia. A diferencia del colombiano -a quien el autor identifica como un influjo literario fundamental en más de una entrevista-, Rivera Letelier procede desde la intensidad económica del encuadre. Con esa consigna estética en mente, el novelista consigue dibujar un conjunto de escenas que evocan sus primeros años de vida; fulminantes viñetas que contienen cuadros de niñez en los que no parece faltar ninguna de las señas que hacen de la representación de la infancia un tópico primordial, no solo del paso del tiempo, sino de la identidad y la esencia del sujeto moderno.
Ciento treinta páginas son suficientes para que el escritor transmita los deslumbramientos, desgarros y transgresiones que signan la narración fulgurante de la niñez; la sintaxis secreta que subyace a su poética. Está esa tarde de ráfagas de vientos recalentados que le deja la piel chinita y en la que descubre que su cuerpo no está hecho solo de barro -…que no corre na coca-cola por el ramaje de sus venas-, y que el espíritu se le arroba cuando siente el desierto soplar sobre su conmovida carne morena. O esa primera aproximación sexual a los nueve, calato bajo la mesa del comedor después de empaparse el cuerpo chico en las refriegas de una guerra de agua, o esa otra en que trabajando de canillita se arrezaga a la estampida del resto de suplementeros que sale a la calle para sentarse a leer los cuentos que publica el diario los domingos, o aquella, sobrenatural y luctuosa a la vez, en que una hermana de la iglesia profetiza la desgracia que golpeará pronto a su devota familia.
De esta alquimia literaria que compone Rivera Letelier surge el retrato de un periodo de infancia dotado del magnetismo inefable que envuelve la poética de la niñez. Como explica el propio autor en el “prefacio prescindible”, su principal secreto para lograr esta tesitura estética consistió en abordar la escritura del pasado sin indulgencias. O parafraseando al autor nortino, tratar a la memoria tal como al kiltro viejo que vive en ella. Sin ensalzar ni humillar al perro callejero que habita el recuerdo lejano. Evitar cualquier palmoteo de aprobación en el lomo; y nada de enseñarle a saludar como si fuese persona. Una memoria apenas domesticada, provista de lo esencial para ser narrada. O en palabras del escritor, una que se conforme “Con su hueso en la tierra, su gato en el techo y su luna en el cielo”.
2.
En La literatura y el mal (1957), el poeta y pensador francés George Bataille escribe una serie de ensayos que giran en torno al arte literario y su irresistible inclinación a la subversión. Ahí reconoce en el terreno de lo prohibido la expresión quinta esencial de lo trágico, que es también, para este autor que abominaba del mote de filósofo, el territorio de lo sagrado -etimológicamente sacrificio, un término basal en la obra ensayística del escritor, es “hacer sagrado”-. Es precisamente el peso simbólico-material del reino de lo proscrito lo que magnifica su transgresión. Es decir, “la prohibición diviniza aquello a lo que prohíbe el acceso” y por eso, señala el autor, su presencia es tanto un obstáculo como una incitación; es el límite y, al mismo tiempo, el deseo secreto de trasponer sus lindes. Asimismo, el impulso que gobierna su consumación está signado por “una divina embriaguez” que el “mundo de los cálculos” subraya el pensador francés “no puede soportar”. Esto porque Bataille entiende el bien como aquel plano que se concibe desde una preocupación por las contingencias del futuro; es decir, desde la imposición aprensiva que obliga considerar las posibles consecuencias del porvenir. De alguna manera se trata de una actitud racional, de conservación del ordenamiento de la cosas; de una actitud de reserva -latente o manifiesta- que apuesta por la continuidad de lo instituido. Las fuerzas dionisiacas en cambio, arrasan con cualquier mesura que aplace la violenta irrupción del instante. Es ese “impulso espontáneo” el que el autor francés identifica con el signo de la infancia, reconociendo en la niñez el reino del impulso libre de premeditación y conjetura; el “santo decir sí” que escribía Nietzsche en el Zaratustra como la plenitud de la soberanía humana. No por nada Bataille observa que “en la educación de los niños se suele definir generalmente el Mal como preferencia por el instante presente”. Y echando mano al decibel poético de su pensamiento, agrega la siguiente observación; “Los adultos prohiben a los que deben alcanzar la madurez, el divino reino de la infancia. Pero la condena al instante presente con miras al porvenir, aunque es inevitable, es aberración cuando es última”. La literatura anota en ese mismo ensayo, es la “infancia por fin recobrada”.
Traigo a Bataille al baile porque leer la infancia que narra Hernán Rivera Letelier en su último libro desde las señas que propone el acto de transgresión dentro de la poética de la infancia es un ejercicio interpretativo casi sin desperdicio. Se puede decir que la desobediencia cruza -sin mirar a ambos lados- algunos de los ángulos más significativos de estas memorias. Está ya inscrita en el juego pampino que inspira el diseño de portada de esta edición, y en el que desobedecer la advertencia de no abrir los ojos dentro del remolino desértico permite mirar de frente la cara del diablo. Pero por sobre todo su presencia es perceptible en pasajes que definen figuras y espacios que serán puntales narrativos reconocibles a lo largo de toda su trayectoria literaria y que se remontan a su sobresaliente debut con La reina Isabel cantaba rancheras (1994). Uno de ellos es el furtivo encuentro con la penumbra nimbada de las salas de cine. Eso porque descorrer el pesado cortinaje que flanquea el paso de la luz, y hacerse un sitio en el patio de butacas frente a la pantalla de los tres teatros que proyectan películas en la Antofagasta de su infancia, es un desafío directo a la terminante prohibición que su familia evangélica profesa respecto al ingreso a lo que considera una invención perniciosa; un templo de idolatría a las imágenes mundanas -y no dejo de pensar, pero sin el pasmo religioso, que un poco eso es-. Todavía más, esos jueves en que con el cambio de cartelera se estrena alguna película protagonizada por Rosita Quintana, la actriz mexicana con la que sufre un obsesivo arrebato, el costo de la taquilla lo deja pato, y se ve en la necesidad de robarse manzanas que devora acicateado por remordimientos bíblicos. De otro lado está el encuentro con el mundo sedoso, dulzón e indecente de las prostitutas. El magnetismo que ejerce la cercanía a su narcótica sensualidad a temprana edad, se propicia en el callejeo de niño trabajador, pregonando lo mismo empanadas que diarios por los rincones más recónditos de la ciudad. De modo que ese excitante hallazgo también es el resultado de un acto de transgresión, esta vez de aquellos espacios velados que marcan los límites urbanos de los barrios portuarios; espacios que una vez traspuestos, albergan las traslúcidas visiones del lupanar. La representación de estas experiencias que rompen con el trazado que instituye el mandato adulto refieren a la intensificación del instante; a la presencia del cuerpo en su circunstancia inmediata. Se trata de una figuración que el epígrafe de la poeta Louise Glück que recoge el autor para abrir su última publicación expresa de forma inmejorable: “Miramos el mundo una sola vez, en la infancia. El resto es memoria”.
3.
Por último, abrir lo ojos en la mitad de la tolvanera del siglo pasado, como lo hace el escritor en estas memorias, posee un valor documental que trasciende sus méritos estéticos -y es que al ser un género de no ficción, en que experiencia e historia se encuentran trenzadas en una misma ristra, su lectura propone capas interpretativas adicionales-. En ese flanco muchos de los retablos que compone Hernán Rivera Letelier están empapados –empampados– de un imaginario popular proveniente de un grupo sociológico específico y que, hasta la irrupción del autor en la escena literaria nacional, no estaba representado en la literatura chilena escrita a fines del siglo pasado. Esas señas contra las que se recorta el recuerdo de sus primeros años de vida poseen contornos bien delineados. Sus coordenadas están en el núcleo familiar minero de mediados de siglo, en la experiencia de la ciudad nortina y en las tonalidades humanas del insolado pueblo que la habita. En un ángulo más cerrado, el libro da cuenta, entre otras cosas, de las comunidades de hermanos evangélicos y de las condiciones sociales durante los últimos años de funcionamiento de las oficinas salitreras. Bajo ese nudo de circunstancias sociológicas se insinúan los rasgos que retratan el espíritu de esta población trashumante que sale a ganarse el pan huyendo de la pobreza de las regiones rurales, por lo general surgida desde el venero de las sobrepoblada prole de los valles centrales. Esta inmensa hojarasca humana que se traslada miles de kilometros a ofrecer su cuerpo a diversas formas de explotación con tal de manotear las chauchas que deja tras de sí la máquina extractivista puesta en marcha por capitales extranjeros, no tiene más remedio que encontrar la manera de arraigarse y retoñar nuevas costumbres en medio de la aridez del desierto más desierto del mundo. Parte de esa epopeya cotidiana aparece plasmada en estas memorias, y lo hace junto a un horizonte de procesos políticos significativos -pienso en la candidatura de Salvador Allende-, que abren en el texto invaluables vetas de riqueza documental. Mención aparte merece el puñado de fotografías personales que acompañan la edición y que a través del aura verídica del retrato como elemento paratextual, suman un matiz cardinal a la memoria emotiva moderna, dándole al álbum de fotos el lugar que le corresponde en el imaginario sentimental contemporáneo.
En un plano mucho más sutil si se quiere, el estilo de Hernán Rivera Letelier está atravesado por una concepción cómico popular del mundo narrado. Esa alegría, que a veces puede estar atravesada por punzantes desasonez, es la que impulsa la chanza o la talla, y es la misma con la que, en una entrevista antigua, responde cuando se le pregunta sobre si al escribir lee el diccionario -haciendo eco de un prejuicio clasista que recorrió la escena literaria capitalina por esos años, y cuya insidia consistía en sostener serias suspicacias frente a la irrupción de este escritor maduro, que antes de su debut literario llevaba décadas trabajando al interior de las profundas fauces de las minas atacameñas-. Cómo era posible entonces que alguien de la clase trabajadora ocupara un léxico tan amplio, y en determinados pasajes incluso rebuscado:
-¿Hernán Rivera, usted lee el diccionario cuando escribe? A lo que el novelista, con los ojos chinos y la comisura ligeramente torcida, responde: -No, no lo he leído. Estoy esperando que salga la película.
Ahora que lo pienso, esa peculiar condición que despierta la curiosidad de un campo cultural centralista y más bien homogéneo, también se deja leer como una transgresión; la de haber trastocado el destino que le deparaba su clase social. Todavía más, esa imprudencia tiene la gracia de estar bendita por otras subversiones al dictamen de la norma, pues tiene el privilegio de haber permitido la creación de una obra que es leída por un público masivo, proveniente de sectores que no acostumbran leer; atravesando un cerco intelectual que muy pocos escritores nacionales han logrado trasponer. Una característica que vale la pena tener en cuenta a la hora de ponderar este último trabajo en particular – y la carrera literaria en general- de este importante referente de las letras latinoamericanas y del tísico duende que le dicta sus novelas.
Del diario de vida que nunca escribí
Random house (2024).
134 páginas.
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