En 2019, otorgamos a Cayupán (Editorial Navaja, 2024) el premio de poesía del Concurso Literario “Adolfo Bioy Casares”, certamen en el que fui jurado durante muchos años junto con Susana Szwarc y Rafael Oteriño.
Esa fue la primera noticia que tuve de la escritura de Karina Lerman, artista múltiple, psicoanalista, e inquieta gestora cultural. Sobre el fin de la pandemia, Karina se puso en contacto conmigo para trabajar otro libro, y en esos encuentros, en las singulares condiciones del aislamiento obligatorio, compartimos lecturas, pareceres y también experiencias personales muy significativas.
Karina creció en la pampa húmeda argentina, pero no le es ajena la vivencia de quienes crecimos en Patagonia. Sus abuelos vivían en Zapala, provincia de Neuquén, y estar con ellos suponía también compartir parte de sus días de niña con infancias mapuches. Logró fascinarse, con sus pocos años, con esas niñeces que la rodearon en días de vientos fuertes, temperatura y sequedad extrema. Comparto esa fascinación. Crecí jugando, como ella, con niños y niñas mapuches. Cuando di clases en escuelas rurales patagónicas, eduqué infancias mapuches, con las que aprendí y me enriquecí.
Una condición frecuente en todo artista es esa particular sintonía con el entorno, con la que se desarrolla una sensibilidad compleja, atenta, que encuentra en el lenguaje una herramienta que se forja con esa experiencia. Como ya se ha dicho mucho, la infancia es un momento propicio para iniciar ese recorrido. Dice la narradora y cronista Hebe Uhart: “no se nace escritor, se nace bebé”. Y tiene razón, en parte. Hay algo que sucede en las escuelas, en los hogares, en las calles de los pueblos, que lleva a ciertas personas a encarar la tarea del arte, no monetizable y a un mismo tiempo imprescindible. Una tarea que transforma las sociedades y las vuelve mejores, más sensibles, más amorosas, más bellas.
Considero a Karina una integrante de ese grupo de personas, que con el lenguaje -todos los lenguajes, porque Karina es artista visual- mejora su entorno, que con su curiosidad lo hace visible y lo coloca en una escena cuidada, notable. Y que luego lo comparte, lo da a conocer, lo obsequia desinteresadamente.
En uno de los poemas de Cayupán aparece la siguiente pregunta: “La ronda del idioma desata lo que se oye. Y entonces, ¿cómo entra el mundo en nuestras bocas?”.
Cuenta una leyenda mapuche que su dios Nguenechén hizo crecer el pehuén en grandes bosques, pero al principio quienes habitaban esas tierras no comían los piñones porque creían que eran venenosos. Consideraban árbol sagrado al pehuén y lo veneraban. Los frutos los dejaban en el piso sin utilizarlos. En años de gran escasez y mucha hambre, marcharon lejos en busca de comestibles, pero todos volvían con las manos vacías. Pero el dios no los abandonó, cuando uno de los jóvenes que volvía desalentado se encontró con él, dijo:
– Hijo, de ahora en adelante serán alimento, como un don de Nguenechén.
Es curioso cómo, a la luz del mensaje de esta leyenda, podemos hallar en el libro de Karina Lerman pasajes que la invocan, y que responden a esa pregunta acerca de “cómo entra el mundo en nuestras bocas”. Cito apenas dos, a modo de ejemplo:
“El niño funámbulo parece trasvasar la espera con sus dedos. Lo pequeño avanza de boca en boca”.
“Mi hermana menor pregunta: “¿es maná salido de la cordillera?”
El lenguaje es un árbol milenario de cuyos frutos nos alimentamos, pero siempre nos acompaña la sensación de que algo de él nos es negado, que hay un elemento sagrado que no está a nuestro alcance. Sólo la poesía o los sueños permiten transitar su misterio.
“Pero lo soñado se desliza entre sus manos”, leemos en Cayupán. Para el pueblo mapuche soñar y hablar sobre lo experimentado en sueños es una práctica cotidiana, cada mañana se piensa la vigilia en sintonía con lo vivido en el mundo onírico. Es un pueblo que puede detenerse en umbrales que a otros les resultan hostiles: noche y día, infancia y adultez, vida y muerte. El espesor que habitan es de una riqueza envidiable. Sus días han sido, desde tiempo inmemorial, planeados y vividos en comunidad, teniendo presente este filo de la experiencia: “…Y la muerte que se hacía tan ajena, la pregunta en la boca, sin infancia…”, dice otro poema de Cayupán, tramitando esta vivencia tan natural y ancestral.
Como casi todos los pueblos originarios, el mapuche es una minoría oprimida, y sobre esta cuestión también encontramos en el libro pasajes que testimonian con gran belleza:
“Alguna vez la historia dirá:
aquí hubo muerte,
tropel de colgajo humano.
Cosecha de sangre al jinete,
a la espuela, al cascote.
Ni presa ni cazadores -el marasmo
de todos- bajo la hoguera del desierto.”
“¿Quién hará la rogativa hacia la tribu de los míos?”
No se nace mapuche, se nace bebé. Pero mucha gente de la Patagonia argentina y chilena decide volver a sus raíces, tomando del arte y del idioma los objetos mágicos para recorrer un camino del héroe que los lleva a una edad de oro negada, a un sin tiempo anterior a la conquista, a un paraíso perdido, pero siempre recuperable. La identidad mapuche es dinámica, en constante reconstrucción. Poéticas como las de Liliana Ancalao, Viviana Ayilef, o Elicura Chihuailaf dan cuenta de esos viajes al origen.
Otros artistas intentamos, como lo hace en este libro Karina Lerman, o Patricio Guzmán en documentales como El Botón de Nácar, o quien les habla en su libro La Selva Fría, un recorrido amoroso por esa experiencia originaria, con el respeto de quien se adentra en territorios habitados por otros anteriormente. Por eso recomiendo la lectura de Cayupán, ahora reeditado por Editorial Navaja, en nuestro hermano país, con el que compartimos tiempos difíciles, pero también hermosas experiencias de arte y militancia, que esperamos crezcan y se multipliquen, como las ramas de un árbol milenario, siempre dispuesto a fructificar.
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