¿Cómo sería una reunión de las Alvis? Me pregunto si Natalia aún se juntará con el grupo Aventura Laura Vicuña. Vale precisar que me refiero a una Natalia más bien “real” y no la versión que de ella tenemos en su literatura, y que arranca en Independencia (Kindberg, 2024) declarando devoción: Todos los viernes nos juntamos con las Alvis a revisar la vida de la beata Laura Vicuña. Sé que va a ser santa. Antes vamos a comer completos en la bencinera de la esquina. Una escena metonímica de la novela, cargada de potencia y de la que se desprende un relato poco pretencioso, en una prosa limpia, pulida, vivaz. Natalia Berbelagua compone con total crudeza los paisajes de una vida muy específica: su yo adolescente, noventera, católica, aconsejada por su abuela sobre cómo lidiar con la regla, contando los chismes de su curso, los sobrenombres de profesoras, asumiendo la depresión de su madre… Una lectura muy graciosa -varias escenas sacaron honestas carcajadas- que no acumulará polvo en el velador ni se doblará en la mochila porque se lee rápidamente. Y quizás por esa misma composición tan específica resulta fácil encontrar lo universal y propio; lo amplio es tan asible que transforma la lectura de esta novela en un pasaje a nuestro propio autorrelato.
Natalia Berbelagua (la real, no la Alvi) dijo en una entrevista que la escritura de diarios de vida es un importante ejercicio de ficción: ¿qué puede estar más alejado de lo real que la autoescritura? Quizás por lo mismo el gesto inverso permitiría acercarse a la realidad: entrar en la piel de una niña, conocer las cosas que no le dice a nadie, los deseos de adelgazar o morir por una causa noble. Si la autoescritura es una distorsión de lo real, entonces la ajenolectura puede ser una entrada en lo interior (hay que admitir que estoy en una edad cercana a la autora, lo coetáneo debe ayudar), pero me atrevo a decir que incluso quienes no compartan esa tradición televisiva, esos referentes tan puntuales de la sala de clases, el gorro rapero o la amiga dramática, incluso entonces se logra entrar en el sentir de la joven Natalia, sin importar desde dónde se acceda.
En “Las Vírgenes Suicidas” Sofia Coppola pretenciosamente escribió una escena en la que un doctor pregunta a una niña por qué intentó matarse, qué tan terrible podría suceder en su vida. Obviamente, doctor, responde ella, usted nunca ha sido una chica de 13 años. Comparto la tristeza indeleble de la pubertad, pero desde esta latitud es difícil tragar esa escena. En Independencia, en cambio, el acceso es sencillo, mientras nos despedimos de esa vida que también la autora despide. Sólo un capítulo describe realmente la casa que abandona, y es genial que su descripción no se agote en lo físico, sino en la historia que ella carga. Es la casa de una escritora, después de todo, y cada espacio está cargado de recuerdos, cada recoveco cuenta una historia que parafrasearía como: Todo está cambiando demasiado rápido, además quiero morirme y no sabía que pololear iba a ser tan penca.
Con un título perfecto, esta novela nos permite sentir una vez más esa incertidumbre y potencialidad de la adolescencia, de sentir la vida, padecerla en todo su esplendor mientras dejamos la inocencia y despedimos a la niña que dependía de su madre y su abuela, un crisol finísimo que se rompe para entrar a una soledad. “Ahora somos unos fantasmas que andarán por ahí, mientras nuestro cuerpo estará en otro lado”.
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