La Raza Cómica comparte un adelanto de la novela de la artista Kütral Vargas Huaiquimilla, «Performance de la Sangre», una obra literaria que aborda temáticas de género, memoria y el cuerpo sitiado.
Esta novela, editada por Editorial Pequeño Salvaje (Temuco) y Tinta Negra Microeditorial (Valdivia), ofrece un análisis incisivo sobre la vigilancia policial en el entorno de vida de la protagonista, que vive en un estado constante de revolución, presunto narcotráfico y su proceso como mujer trans, proporcionando una mirada diferente en la literatura contemporánea de región, expandiendo su lenguaje a un panorama nacional.
El lanzamiento de esta producción realizada en un empeño editorial entre las regiones de Los Ríos y Araucanía se llevará a cabo el viernes 11 de octubre de 2024 en la Librería Gato Caulle, Yungay 768 a las 18.30 hrs.
Escena 17
Salí de la fiesta, presentí el vaho de su boca a lo lejos siguiéndome, en medio de un frío excesivo que mermaba a ratos con la lluvia ligera que me tocó habitar. Caminé diversas calles y entendí que la ciudad era una droga que mantenía mi cuerpo en alerta. Mi espalda percibió la madrugada, busqué perder mi rastro en un subterráneo bullicioso que él jamás conocería.
Horas después caminé hasta él, seca de serotonina y con la mandíbula dura. Me recibió en el portón de su casa. Su privacidad estaba cercada por una cortina alta de madera, evitando la visión del interior a los transeúntes. El patio previo a la casa era perturbadoramente húmedo, y helechos gigantes parecían esconder, entre la penumbra, algo que nos observaba. Una mujer, unas casas más allá de la suya, se mantuvo atenta a mi entrada. Los ojos del vecindario preguntaban qué tipo de animal había llevado este hombre a su casa. Él parecía no tener miedo de mí. Yo de él tenía el deseo de saber cómo estaban sus manos llenas de pólvora y mentiras.
Al entrar, un híbrido de pastor alemán y quiltro callejero nos recibió, dijo que no mordía. Le dije que nunca he tenido miedo a los perros. El perro, al acariciarlo, lamió mi mano. Puse desmedida atención a su cara puntiaguda y a cada uno de sus pelos cerca de su nariz filosa. Se me vino a la memoria algo que hacía mi abuelo con los perros que llegaban a su casa. Para hacerlos parte de su comunidad, les abría la boca, buscaba el color del paladar: si era oscuro significaba que aquel perro era peligroso, contenía en su futuro una bravura que valía la pena resguardar en casa; luego lo veía fijo a los ojos, abría el hocico con ambas manos en toda su amplitud y escupía de manera explosiva saliva hacia el interior de su garganta. Decía que así no lo olvidarían. Yo he repetido el mismo ejercicio con los hombres que deseo.
Noté que la casa era demasiado grande para un hombre solo. En el primer pasillo al fondo, una luz centelleante y pálida se proyectaba tímida, me dejé guiar, al igual que una polilla, para saber qué había detrás de esa transparente pared. Sobre mesones largos, a modo de escritorios había dos computadores, repisas con carpetas, hojas y documentos sobre la superficie milimétricamente ordenados. Fui obstaculizada por su cuerpo abruptamente y cerró la puerta con una sonrisa cómplice, denotando que cada uno intuía un juego que ocultaba al otro y dejaba rastros para descubrirse. Seguí con el ímpetu de la noche anterior, transformando en caos el espacio donde me acomodaba. Intenté un proceso de ocupación en su casa para agotarlo, rendir su ojo vigilante ante mí.
Cocinamos, aunque no teníamos hambre, por el efecto de la droga en la noche anterior. Sin embargo, quería que trabajara, que hiciera cosas para mí. Le rompí el pulcro orden de todo lo que tocaba. Al ver sus platos milimétricamente ordenados, pasaba yo buscando uno para ensuciarlo y dejarlo en otro lugar del espacio. Él, manejando su tensión, tomaba el plato, lo lavaba y lo ponía en su precisa posición.
Destrozaba cosas a propósito y luego las limpiaba para que él viniera a mí. Adquirí la curiosidad por reventar cosas con la potencia de mis pequeñas manos desde niña. Quebraba vasos, platos, muñecas de loza para llorar por el espectáculo de los fragmentos. Cada elemento que vi en su orden, yo lo cambiaba de lugar, los cubiertos en una esquina de la cocina, lamía las cucharas que untaba en una mermelada, abría los cajones y dejaba las puertas abiertas, dejaba los cuchillos dentro de las ollas para desaparecerlos. Sentado en una esquina, su perro era el juez de nuestras acciones. Su respiración mestiza estaba en mi nuca y sabía que cuando me movía caótica por la cocina, dejaba algo de comida en el piso para él y que no lograba engullir porque no había recibido la orden de hacerlo.
Pablo se deshacía en una errancia de movimientos entre cajones, buscando algo que no existía y ordenando el desastre que yo iba gestando. Rascaba su cabeza, se comía las uñas. Me alimentó mientras insistía en esa forma de terrorismo doméstico que fui desarrollando, quiso estar a solas conmigo. El perro salió luego de una orden, justo en ese momento, para enfurecerlo, le conté sobre mi teoría de los perros que comenzaba con una pequeña historia en mi biografía.
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