Los 1 de noviembre, los cementerios de Chile se llenan de personas que visitan las tumbas de sus seres queridxs en una fiesta secuestrada por la iglesia católica, que la bautizó “Día de todos los Santos”, pero son muchas las culturas que se vuelcan a sus muertxs manera cotidiana y en especial en estas fechas, entre ellas la amalgama de pueblos que componen México donde pasan la noche del 1 y 2 de noviembre en los cementerios, contando historias, compartiendo alimentos, para homenajear a sus muertxs o las tradicionales conmemoraciones de las comunidades andinas de lo que hoy es conocido como Perú, Bolivia, Argentina, Ecuador y Colombia donde hacen “wawas” de panes para colocar en sus altares conmemorativos. En La Raza, construimos nuestro altar con palabras, evocando los lugares donde poder encontrarnos con lxs que físicamente ya no están.
La casa que no construimos
por Javiera Alfaro
Recuerdo el viaje que no hicimos. En el bus, de noche, con la luz individual prendida sobre tu cabeza, a la que acercabas tu libro resistiendo el sueño. Me compartías párrafos que no leíste, frases que te parecían espectaculares y que, con la mano a la altura de tus cejas arqueadas, repetías en voz alta.
Recuerdo los planes y los planos de la casa que no construimos. Valdivia es el último reducto de esperanza, decías. La lluvia, decías, vayamos por la lluvia. Veías el agua en jarras, vasos, lagos, mares. La sed venía por nosotros. No podíamos tragar, tú por la náusea y yo por el miedo.
El río asomaba frente a la hamaca colgando del roble hacia el norte y del álamo hacia el sur. Una hamaca de tejido grueso, algodón crudo sostenido sobre la terraza de madera sin pintar ni barnizar, madera de pino sin pulir. La terraza sostenida por clavos que no se martillaron, por tablas que no se cortaron, por sierras que no agitaron ningún brazo. No pusimos vigas ni pilares donde marcar las medidas de Eloísa año a año. Recuerdo que sacaste un lápiz del bolsillo de tu camisa, azul o negro o grafito. Sacaste el lápiz y tu tarjeta del metro y la llamaste para poner la primera línea y le dijiste no exageres, crecer no es una competencia.
Recuerdo las escaleras para alcanzar los pilotes. Un metro, casi dos por encima. El terreno se inunda en invierno, decían como una advertencia, pero más era un anhelo. El barro flojo bajo los pies, el rebote del agua en el zinc sobre la cama. El ruido de un mayo lluvioso golpeando el techo que no pusimos.
Recuerdo la casa que no habitamos, donde vimos el río subir y bajar, de marrón a verde y de azul a gris. Cuando estaba arriba y revuelto, una camioneta traía leña y el calor se pegaba a la ropa. Tomabas el té en la taza picada que seguías usando porque sirve igual y a quién le importa dónde se toma el té mientras esté caliente.
Recogíamos castañas en marzo y nos quitábamos las espinas de los zapatos con las manos ásperas de tanto cortar quila. Recogíamos setas de colores en agosto y decías los hongos son apasionantes, sosteniendo el libro de todas las especies chilenas.
Para ir a la casa, a Valdivia, hicimos ese viaje y encontramos en ese camino, en ese paisaje, un norte, como el tuyo, pero distinto, me contaste. Lo vimos juntos y fue como si pasara, pero te lo cuento porque ese viaje no lo hicimos.
Verás, papá, me distraigo. O quizás busco distraerme. Llenar el calendario de otros pendientes dejando a la escritura al margen, a la medida del tiempo restante que nunca existe porque nunca hay tiempo.
Verás, papá, que los viajes fueron muchos y tan breves, aunque me voy inventando recuerdos de esos viajes que no hicimos. Tan vivos, tan ciertos al fin.
Verás, papá, escribir de este viaje que no hicimos, inventar el recuerdo que tengo de ti a mi lado, resbalándome en el musgo y sosteniéndome de tu brazo, es más difícil que construir la casa que no construimos.
***
Pemuco
por Erick Valenzuela
Fui a buscar a mi madre ahí donde descansa su cuerpo, en el cementerio municipal de Pemuco, que en mapudungun significa “agua de peumo”. Cuando me aproximé a su tumba, ésta ya estaba abierta, ella me miró desde adentro y con toda naturalidad me dijo:
–Hijo, por esta vez te puedo acompañar durante 30 días.
Recuerdo el último periodo en que la vi con vida. Yo acababa de renunciar a mi trabajo porque me iba a estudiar a Brasil y ese último mes lo dejé para organizar mis cosas, mi vida antes del viaje. Un viaje muy anhelado que me podría abrir un puente con otros mundos y procesos organizativos. Tenía una ansiedad de mundo, como se tiene cuando tienes 27 años.
Nunca había tenido tanto tiempo para compartir con mi madre como lo tuve ese mes: la iba a buscar al trabajo, nos juntábamos a almorzar, fuimos a visitar a la mayor parte de nuestros familiares, hicimos un viaje a la casa de mi infancia y de su primera adultez veinteañera, aprovechamos de compartir con algunxs vecinxs de mi población de niño allá en Maipú, que en mapudungun significa “trabajar la tierra”. Incluso viajamos a Pemuco, para saludar a mi abuelo en el cementerio. Ahí, frente a la tumba de mi abuelo, mi madre, sin saber que una semana después fallecería, me pidió que cuando ella muriera quería ser enterrada junto a su padre.
Cada cierto tiempo vuelvo al día de su funeral. En ese momento yo no era parte de este plano, estaba ahí pero al mismo tiempo estaba en otro lugar, quizás estaba más cerca de mi madre que de lxs vivxs. El ataúd fue colocado según su voluntad, junto al de su padre, Pedro María, campesino sin tierra, que trabajó toda su vida para tener un lugar donde vivir-morir. En ese momento la tierra los recibía de vuelta a él y a su hija.
Agarré la pala y completamente absorto realicé mi primer rito: remover la tierra húmeda para que el cuerpo de mi madre y el de mi abuelo volvieran a estar juntxs. Creo que también algo de mí se quedó bajo tierra acompañándolos. Tenía 27 años y de alguna forma también morí a esa edad.
Ahora, 10 años después, estaba ahí de nuevo, ayudando a mi madre a salir de la tumba. Una vez de vuelta a la tierra, comenzó a guiarme por diferentes parajes otoñales. Creo que es porque la muerte de mi madre fue en mayo. Continuamos caminando, ella no me decía nada pero estar junto a ella me daba una sensación de tranquilidad. Así se nos pasaron los días, en la complicidad de caminar juntxs, por rutas que nos condujeron al mar.
Seguimos avanzando mar adentro y, en la medida que subía la marea, tuvimos que comenzar a nadar; mi madre no sabía nadar, pero ahora se movía con toda soltura sobre el agua. Yo aprendí a nadar gracias a ella, a los 7 años, cuando me compró unas chalitas para el agua de marca “Bubble Gummers”, que me encantaban porque tenían un paisaje marino en el que convivían peces, algas y moluscos, todxs con caritas, todxs sonrientes, además de mi primer traje de baño para nado, de esos que van más ajustados, de un color azul que me hacía sentir parte del agua. Fue en la piscina municipal de Maipú que di mis primeras dizque brazadas. Nunca había visto tanta agua junta como en esa piscina abierta y olímpica, esos 3000 metros cúbicos de agua eran como sentirse en un sueño. Fue el primer y único taller que mi madre pudo pagar y me aferré a eso como si hubiera echado raíces ahí en el agua. Ya llevo 30 años nadando y eso se intensificó con la muerte de mi madre; ahí fue cuando comencé a nadar a mar abierto. Una vez una amiga me dijo que a todos sus amigxs que se les había muerto la madre nadaban en el mar, “tal vez es porque en el mar los hace reencontrarse con sus madres”, me comentó una tarde a la orilla del muelle Barón.
Ahí figuramos, mi madre y yo sobre el mar, experimentando la soltura del agua, su inmensidad y nuestra finitud. Es la primera vez que nado con mi madre. Nunca le he tenido miedo al mar, quizás porque sé que de ahí vengo, me gusta saberme ínfimo y a la vez contenido por el agua. Disfruto de la idea de no saber lo que vendrá después de una ola y perderme en ese misterio, con la fantasía de sentirme una ballena que surca el oleaje. Las ballenas son los bosques del mar, un bosque que a causa de la devastación humana va desapareciendo, pero su canto trascenderá, o eso quiero creer, mientras somos mecidos por los azules, turquesas y calipsos que forman la luz, el cielo y el mar.
Volvimos a la orilla, al retornar atravesamos un bosque densamente poblado de Peumos, en ese momento me dijo:
–Las hojas de peumo son inductoras al sueño y nos permiten tener un buen descanso.
Volvió a mirarme y su rostro de mujer se había transformado en el de una niña, su cuerpo y su altura también cambiaron. Me tomó la mano y se puso a dar brincos, mientras inventaba canciones, las tararareaba y se reía. Su risa le disputaba el canto a las aves. Se puso a imitarlas, silbando a los fio fio, yo me puse a imitar a los chincolitos. Así nos fuimos caminando y silbando: ella de fío fio y yo de chincol.
Luego soltó mi mano y se echó a correr hacia el interior del bosque. Yo me quedé ahí quieto, observando fijamente cómo se alejaba, sabiendo que la tenía que dejar ir, por mucho que quisiera retenerla conmigo, ella tenía que seguir siendo fío fío, peumo, agua, ballena, bosque, porque la vida y la muerte nos seguirán encontrando, porque el amor es un maravilloso, misterioso y voluntario acto de encuentro y sé que seguiré sintiendo su abrazo en el mar, en la frescura del viento otoñal de Pemuco, en las plantas y altares que a diario cuido para ella.
Así también soltó mi mano 2 días antes de morir. Íbamos caminando en medio del campo cuando de la nada le agarró la mano a una sobrina y se echaron a correr juntas hacia donde se perdía la mirada, las dos niñas, mi sobrina de 5 y mi madre de 48 años, siendo absolutamente plenas y presentes.
***
Tu patio de Cobquecura
por Consuelo Ferrer
Quedan, ambos, sobre la tierra silenciosa y bajo el sol implacable. En uno se supone que él está, pero cuando voy nunca lo encuentro, y del otro se supone que se fue –el otro, incluso, quizás dejó de existir con él– pero es donde todavía ronda, donde pienso que podría hallarlo si hubiera una forma de volver y asomarme.
El primero es el cementerio. El Parque Las Flores de Chillán, con sus prados verdes siempre un poco húmedos y con sus flores a ras de piso, hundidas en vasos plásticos con agua viscosa, acompañando lápidas que se van borrando con el tiempo apenas se deja de pagar la mantención. Mi papá está, dicen, en El Buen Pastor. Recuerdo cuando mencionó que había comprado su “terrenito”, para él y para mi mamá, en El Buen Pastor, cerca de la entrada del cementerio. Yo todavía era niña –¿cuándo se deja de serlo?– y me pareció un dato sórdido que no era necesario que yo manejara, pero la verdad es que terminó siendo útil porque nunca se me olvidó el nombre del sector. Ahí dejamos su cuerpo hace casi cinco años, pero cuando murió escapó de él, se fue a otro lugar, quizás adónde. No aquí, al Buen Pastor. No aquí, a este pasto cuidado y salpicado de gotas. No aquí, a esta lápida que dice Vicente Cuarto Ferrer Vaccaro, 30-01-1940 / 14-04-2020. No aquí, a este campo sembrado de muertos que se sienten un poco como impostores de los vivos que fueron.
El segundo es el patio de la casa de Cobquecura, esa casa prefabricada de madera que mi papá y su cuñado, con ayuda de algunos viejos de la IANSA, levantaron el mismo año en que yo nací. Aquí pasamos todos nuestros veranos. Aquí varias de nuestras semanas santas. Aquí el año nuevo donde despedimos 1999 y entramos en el nuevo milenio. La casa persiste pero no es la misma casa de nuestros veranos. Vive ahora en ella mi madre, que la convirtió en una casa permanente. Ahora ya no parece una cabaña de veraneo y está bien, hace sentido, sigue siendo acogedora. Tampoco el patio de mi madre es hoy el patio de esos veranos. Hay ahora una especie de puente que atraviesa lo que en mi infancia era un sitio eriazo y un lienzo en blanco para hacer las veces de escenario de cualquier juego infantil. Hay piso de gravilla para evitar que crezca la maleza, que todos los años colonizaba el patio y que mis papás sacaban con las manos en algún fin de semana de avanzada antes de que nos mudáramos por dos meses a la playa. Mi papá estaba sobre todo ahí, en ese patio que apenas había dejado de ser un páramo, un terreno al que se le contenía por poco el instinto de volverse incivilizado. Mi papá estaba afuera, nunca sentado sino siempre de pie, y la puerta de mi casa –que en ese tiempo estaba perforada y salía de ella un cordón que permitía abrirla desde afuera– nunca estaba cerrada.
Pienso que si pudiera volver a esa casa de Cobquecura –no a la de hoy: a la de entonces– lo encontraría. No como un recuerdo o como una imagen simbólica, no como una sensación certera pero intuitiva de presencia, sino con la materialidad de lo que fue su existencia, su cuerpo, lo que lo rodeaba como un aura. En ese patio, con la maleza –que él llamaba con soltura “pasto”– recién arrancada, con las puertas de su auto abiertas para que del interior brotara la música que venía de la radio, con las trompetas y guitarras de Compay Segundo o con las voces de Queen haciendo retumbar las puertas de ese Carens, con un short de gabardina manchado de cloro y alguna polera desteñida de hace varias décadas, con un jockey o un sombrero para cubrirse la cabeza, mi papá estaría todavía ahí, moviéndose, solucionando algo que no habíamos notado que no funcionaba, cortando las ligustrinas, amarrando cuerdas o instalando la malla para tapar la terraza.
Mi papá tenía una forma muy característica de poner atención cuando estaba haciendo otra cosa, sin jamás dejar de hacer lo que estaba haciendo con las manos, sin quitar la vista de eso.
Ponía, quizás, más atención así que si le pedías que se quedara quieto, que te mirara.
Si lo encontrara en el patio escuchando música, si sus manos estuvieran haciendo nudos y sus cejas fruncidas ante una labor minuciosa, seguramente mi papá me escucharía toda mi historia: que se murió –que se me murió a mí, de alguna forma–, que llevo escribiendo desde entonces, que he acumulado muchos documentos donde he escrito lo que pienso y siento desde que murió, que he tomado talleres, que postulé a un Fondo de Libro y lo gané, que voy a sacar un libro sobre él. Seguramente me iría acotando “ya” a medida que le fuera enumerando los hechos. Seguramente él estaría sopesando si vale la pena que lo haga, pero no me lo diría directamente. Seguramente me preguntaría cuánto me han salido los talleres y seguramente pensaría que no vale la pena que gaste esa plata en él. Seguramente me sugeriría con modestia que la ocupe en otra cosa que me haga feliz, sin mirarme todavía, con los dedos entrelazando una cuerda de nylon verde que dejaría tensa la malla con franjas que ahora estaría sobre nuestras cabezas, que habría puesto doble para que nos diera más sombra. Seguramente no entendería por qué la historia podría interesarle a alguien que no fuéramos yo y mi mamá, mis hermanos, los suyos. No me cuestionaría la idea, eso sí, no me diría que no lo haga, simplemente no terminaría de convencerse de que lo que le cuento podría ser un libro.
“Ya”, diría, dándose de alta de la responsabilidad de techarnos la mesa que tenemos afuera, con la satisfacción de haber completado un pendiente y luego de inmediato inventándose otro. Con la malla tensa la conversación habría terminado, y yo podría retomarla cuando quisiera y él me habría escuchado siempre, pero nunca hubiera tenido para él la impronta que tendrá para mí. No le habría dado curiosidad saber cómo lo estaba escribiendo, pero si yo le hubiera dicho “¿te lo leo?” me habría dicho que bueno. Y si se lo hubiera leído me habría dicho “lindo”. Y es de seguro lo que hubiera pensado.
Podría usarlo para el lanzamiento: decir que a mi papá todavía no le cierra, que mi papá está usando el ambo de las ocasiones especiales no porque el libro se trate de él sino porque lo escribí yo. Les contaría que para él la importancia del libro es que me transforma formalmente en escritora y que él no sopesa que fue su muerte, que es su vida, lo que me termina de convertir en una. No advertiría esa contradicción, ese matiz.
Mi papá me aplaudiría de pie, me sacaría fotos con su cámara, me llevaría flores al lanzamiento y actuaría como si el libro no tuviera nada que ver con él.
***
Un té con hierba luisa
por Francisca Palma
Pongo a hervir el agua, tomo la tetera de té. Abro la bolsa de papel café en donde están las hojas largas, negras. Las pongo en la tetera y luego desenrollo las hebras de la hierba luisa, que como si fueran una trama de hilo de bordar, desarmo en líneas.
Agrego el agua y te invito a la mesa. Te sirvo, te miro a los ojos. Tomo tus manos grandes, de dedos gruesos y te pregunto cualquier tontería para mirar tu boca. ¿Siguen faltando algunos dientes allí?
El té se enfría y llega el momento de hablar en serio. Nos queda poco tiempo. Digo: gracias por darme mi integridad, mi ética, por ser la base de la persona en la que constantemente me estoy convirtiendo. Tu bondad vive en mí.
Te están llamando. Te paras y te vas. Atrás tuyo va nuestro perrito color café cerro.
***
Otra vez te encontré en el sueño.
por Gustavo Ramírez
1.
Era común que cuando soñaba con sus muertos despertara con la boca amarga y con mucha sed, pero casi siempre agradecida. Esas mañanas era muy probable que se le dibujara el esbozo de una sonrisa a pesar de las primeras calamidades que prometía la jornada. Trapear el piso de la cocina, limpiar el arenero del gato, regar las acelgas, ingresar facturas de proveedores.
Conversaban y se decían de todo.
A veces, lo hacían con una lentitud diligente, como cuando desgranaban porotos sentadas en el comedor. Otras, muy pocas en realidad, no se entendían, y la veía poner con un dejo de desesperación ambas manos -las diez uñas pintadas muy cereza sobre la claridad del camino de mesa con encajes- entre el cenicero y los vasos largos servidos, o arqueaba los brazos y decía una frase incomprensible, pero con devastadora seriedad: “No viste que le mordió todo este lado de la cara / el lagarto de debajo de la higuera” o la veía ponerse a rezar así, muy quedito a los pies de la virgen de los venenos, y el sueño tornaba a algo más maravilloso y siniestro.
Pero por lo general hablaban bien y de corrido. A veces era tanto que no podía retener ni la octava parte de todo lo dicho durmiendo, y para el desayuno las palabras se deshilachan como una nube tirillenta contra un cielo ciegamente azul.
En más de una ocasión se le ocurría hablarle de cosas que habían pasado cuando ella ya estaba enterrada en el cementerio y la muertita le pellizcaba la blusa y le reclamaba que esa ya se lo sabía; que quería saber las otras, las escondidas en las esquinas oscuras del corazón.
Que igual tampoco era necesario, que ahora veía el mundo de los vivos como a través de una celosía de luz.
De lívida luz azul.
En otros sueños reían hasta toser.
También lloraban sin consuelo y no sabían bien porqué,
aunque en el fondo sabía bien que era por todo.
Alguna vez era el recuerdo de correr las mesas y bailar.
De los soles que veía hay uno que se repetía con insistencia. Casi siempre encerradas en una casa durante la hora del arrebol, todo estaba teñido de manchones bermejos y dorados. Y eso lo sabía porque en los sueños casi siempre buscaba el sol. Nunca se supo si para recordar mejor las escenas, o si de puro encandilada con la poderosa visión del símbolo solar. Veía la luz quebrarse entre el líquido de los vasos de licor de menta. Y en esa sensación del detalle vivido, pensaba, oye este no es un sueño. Estamos aquí, paradas, conversando como si nada. Queriéndonos en la presencia de nuestros cuerpos erguidos. Estamos envueltas en volutas concentradas de sueño.
Pero una vez a las tantas se soñaban niñas, jugando a hacer tortas de barro, a la orilla de la acequia.
A veces era triste encontrarse en los sueños. Y cuando pasa se abrazan en comedores iluminados por ampolletas cubiertas de lámparas de mimbre. Ahí pueden ponerse a pelear, y tirarse platos por la cabeza, o discutir hasta hacerse llorar.
Las visitas de su muerta no siempre son seguidas. A veces se espacian de forma azarosa e imposible de preveer. Hay sueños en los que la extraña conciencia de esta condición las hace despedirse con ademán dramático después de cruzarse en alguna escena del alucinado guión que escribe la profunda inconsciencia del durmiente. Otras veces se lo toman a la broma, y se dicen hasta lueguito no más, confiadas en la inminente llegada de otro encuentro. Eso puede ser en un mes, dos, tres; el siguiente otoño; puede advenir repentino en una siesta de sábado, o puede demorar lo que tarda en crecer otra corrida de acelgas en el antejardín.
Porque el sueño no es siempre.
Y cuando ya casi no se espera, y la expectativa comienza a agarrar el color de la herrumbre, entra con los labios pintados por la puerta con el cordelito, o está parada sobre la silla del comedor, hablando mal del mundo y de los dueños de los días laborales; se miran a los ojos de nuevo, le toma las manos y le dice; mira que suerte hermana, otra vez te encontré en el sueño.
En torno a La más bella.
La Rosita, mi tía materna, fue la primera muerta de la familia en ser cremada -y de momento la única-. Su nombre de pila legal, el que sale en su carné de identidad, era más solemne y bíblico: Ruth Gonzáles Calderón. Pero es imposible llamar Ruth a una Rosita. Sus ojos eran de un iris muy azul y expresaban alegría desbordada y desesperada al mismo tiempo, por eso en el dialecto que cada familia se inventa, tuvo un par de marcados motes; a veces podía ser la Liz Taylor o simplemente, La más bella.
Le cantaban Rosa, de Sandro.
Recuerdo ser chico y haber aprendido la letra para cantarla también. Me gustaba ese tramo en que Sandro buceaba el desquicio romántico de la lírica:
Rosa, rosa
Pide lo que quieras
Pero nunca pidas
Que mi amor se muera
Si algo ha de morir
Moriré yo por ti
Salvo en la sala de urgencias, nunca escuché a alguien que la nombrara así.
Mi infancia está llena de su risa y su voz.
*
No pasó ni un mes desde que la cremamos cuando el papa salió en la tele a decir que la cremación no era muy católica que digamos, y que la iglesia no estaba dispuesta a perder ningún feligrés más por insubordinación funeraria. A decir verdad ninguna de las tres grandes religiones abrahámicas permite la incineración en sus ritos fúnebres. En el caso de la fe cristiana esto sucede porque la promesa escatológica del advenimiento del reino de los cielos es la de una vida eterna que requiere de osamentas para llevar a cabo el milagro de la resurrección de la carne. La cremación en cambio, habla de forma latente de otro tipo de religiosidad. Una espiritualidad menos sujeta a la conservación de lo individual; mucho más abierta a lo mutable y transitorio. Más en sintonía con el torrente que con el territorio, más cercana a la rueda de las reencarnaciones que al prodigio de la resurrección.
Pero todo esto poca importa porque mi tía no era católica; era creyente, que es distinto. Para ella la promesa profundamente amorosa de volver a abrazar a sus muertos en el más allá -y ella muerta esperar el abrazo de todo lo amado en el reino de los cielos- era una gloria irrenunciable.
Mal casada, quedó atrapada en un matrimonio violento y abusivo. La “Rosita debió haber nacido hombre” se decía por su prontuario de mujer lasciva. Es que era Tauro, pienso ahora que veo su personalidad compartida en el signo de los nacidos bajo Venus.
No mucho antes de que muriera recuerdo haberla oído decir en la noche larga de una tomatera que nunca había dado besos con lengua. Todos reímos con fuerza ante la confesión, pero me fijé que ella sonreía seria, y decía -Síiiii, si es verdad maricones.
Cierto o no, la imagen de la amada tía maraca conservando su lengua casta, me deja este frío estremecimiento de ternura atrapado aquí en la guata.
*
Tal como dispuso en alguna de esas conversaciones sobre la muerte que se dan en las esquinas quebradas de la jarana, no le gustaba nada la idea de quedarse sola, enterrada en el silencio sin mellas del cementerio. Prefería seguir en la casa, presente en las fiestas familiares, en los webeos nocturnos, y así ha sido desde entonces.
La forma de la ánfora es la de un jarrón ventrudo y pesa alrededor de dos kilos. Con la lucidez abandonando el barco, tengo la imagen de las luces navideñas reflejadas en la superficie sinuosa de cobre, en medio de bandejas con papas fritas y galletas de cóctel. Pensar en las cenizas de mi tía y esas luces de colores dilatadas sobre el metal cobrizo de la ánfora; pensar en ese contenedor que, como una lámpara que impone sin la necesidad de frotarla la visión de lo que alguna vez fue su cuerpo y ahora son sus restos mortales, me deja una estela de tristeza dulzona en la memoria, una emoción que sonríe y añora el cuerpo que habitó la más bella.
*
La navidad de su tercer aniversario, su nieta mayor llegó cargando su ánfora a la casa de mi tío materno. Era la hora de los llantos así que el lagrimal tuvo también su fiesta. Pero un rato después, cuando era hora de las cumbias, y pusieron la canción que sonó en su funeral, sucedió que en la euforia del trencito, la tapa de la ánfora se soltó y una nube plomiza de cenizas encerradas quedó suspendida sobre la pista de baile.
Esa noche, la nieta menor cena poco y se acuesta relativamente temprano. Esa misma madrugada, con el sueño traspuesto, está dormida pero sigue en su pieza, acostada en su cama, con las frazadas flojas por el calor. En el sueño está con los ojos entornados, mirando en dirección a la puerta. No siente miedo, pero arrastrada por la ondulante onírica piensa; ahora mismo está ocurriendo lo irreal. Bajo el dintel su abuela Rosita. Distingue la clara silueta de su figura, la sombra de su pelo corto y enrulado; la ve a contraluz parada en el umbral, e incluso distingue algunos mechones que traslucen la tintura terracota con que se teñía el pelo. No le habla, pero por sus gestos sabe que está enojada.
La abuela suya le reclama:
-Ya po, despierta, anda a buscarme!
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