Texto presentado este miércoles 20 de noviembre en Teatro La Memoria. Las fotos son de Eduardo Jiménez.
Ante la brutalidad de la muerte solo nos queda escribir para no olvidar parece susurrar entre líneas este libro que nos lleva al dolor, la melancolía, pero también a la ternura y la risa.
Leer de una sentada, pocas veces ocurre; sin embargo así fue con este libro de Juan Pablo Sutherland: escritor, activista, investigador, amigo, “prima” de Pedro Lemebel, el más punk de los escritores en la historia de Chile.
Estamos ante un volumen anhelante de lectura, que consigue atraparnos mediante una prosa que se mueve entre la intensidad febril y la calma, llena de inflexiones que remiten a la intimidad de dos yoes vulnerables y violentados. Un libro que resuena a intensidad contracultural, cuando desde las artes se pretendía dar la lucha contra todas las hegemonías y que ahora comienza a sonar como una palabra gastada, una etiqueta sin sentido.
En esta escritura retumba como un metrónomo un lugar particular: Latinoamérica, pero esa Latinoamérica cargada de pobreza, de marginalidad, de creatividad, de rabia y esperanza. Pienso en José María Arguedas y su discurso “No soy un aculturado” de 1968, cuando recibió el premio Inca Garcilazo de la Vega y su férrea marca de clase, donde se sitúa como un “quechua moderno, inserto en un país oprimido por el desprecio social, la dominación política y la explotación económica”. En Sutherland, está esa dignidad del lugar que se habita, atrapado más en sus derrotas que en sus aciertos, donde además se identifica el origen de la degradación, pero también los modos de resistencia, sustentados en la pertenencia a la cultura popular, la vida en comunidad y el derecho a la palabra. Ayer y hoy el neoliberalismo, la cultura de castas, el patriarcado y la homofobia. Por lo mismo, pese a mirar al pasado incesantemente, este volumen resulta cargado de presente, fervorosamente joven en su ánimo revolucionario.
Lemebel sin Lemebel. Postales amorosas de una ciudad sin ti, nos remite a dos vidas, pero también a una comunidad en torno a un ser humano tan prodigioso como real. Es así como se conjugan dos registros narrativos: el de Juan Pablo Sutherland y el de Pedro Lemebel. Un Pedro Lemebel, amigo y escritor, figura pública, mediado por la voz de Sutherland y un Juan Pablo Sutherland que cumple tres funciones: autor, testigo y partícipe. La función autor se manifiesta en el propio acto de la escritura de este libro, pero también en las reflexiones en torno al proceso de escritura y el estilo. La función testigo, por su parte, nos sitúa ante la mirada de un yo y el despliegue de una otredad. La tercera función, partícipe, expone al narrador como parte de la vida de su sujeto. Las tres funciones carecen de neutralidad, aparecen siempre intervenidas por un punto de vista cómplice con el otro. Las tres, además, se unifican en la configuración de un sujeto, Sutherland, siempre en diálogo crítico con el contexto-país.
La voz de Sutherland por algunos momentos se ubica muy dentro de la vida de Lemebel; sin embargo, jamás deja de operar como individualidad. Es este, uno de los grandes méritos del libro. Su capacidad para componer, al modo de una fotografía, escenas, donde el narrador está fuera de cuadro, pero también siempre dentro. De paso, como he señalado, proponer una modalidad de autobiografía que puedo denominar espejeada. Me refiero con ello a las autobiografías que establecen un diálogo entre el yo narrador y un yo otro. Dos individualidades que se van entrecruzando y distanciando como parte de un proceso de conformación de subjetividad no oficial, pero también no metafórica. De ahí que uno de los aspectos estilísticos que más aprecio en esta escritura es la ausencia de metáforas. Es más, predomina una hipermaterialidad.
Sutherland se aleja de cualquier ruta narcisa y genera una voz sin ostentaciones, cautelosa, pero también desbordante, que consigue penetrar en los recovecos de su memoria, para iluminar fragmentariamente dos vidas y un contexto. Agradezco la ausencia de una voz autoritaria en esta narrativa, lo cual permite que el narrador, pese a su cercanía por más de treinta años con Lemebel, no se yerga como una voz oficial. Hay una consciencia explícita de la diversidad de modulaciones en una figura como Pedro Lemebel. Por tanto, la modelización fragmentaria, es decir la representación de una realidad recortada, es el método preciso de expresión literaria seleccionado.
La voz autoral en el género de no ficción tiene un protagonismo esencial. Atravesada por la experiencia de vida, se vuelve incontrovertible y prioritaria. Pues bien, en esta ocasión, Sutherland logra un efecto contrario. Su posición se reduce dejando lugar a la voz y figura del amigx, el amor, el cómplice, el maestro. Este gesto bellísimo, lejano al narcicismo propio de las y los escritores, no anula la experiencia del que escribe, del que elabora un trabajo de memoria donde se cruza con el documental, el testimonio, la autobiografía, la crónica, la historia de vida. Este transitar por diversos géneros confirma la hibridez de la escritura de Sutherland. Un itinerar, rechazando los límites de un género literario. Solo desde la mixtura será posible acceder a esta lúcida propuesta. Por lo mismo, desde el inicio, el autor afirma la inorganicidad de su libro, la falta de planificación del mismo y su rechazo a la noción de homenaje que siempre tiende a institucionalizar. Porque este no es un libro que glorifique, sino que humaniza. Que saca de cualquier pedestal a la figura del escritor de culto y lo aproxima con intensidad a nuestras vidas comunes.
El título de este volumen, tal como señala el autor, opera como un mantra que posterga un adiós definitivo, pero que remite a la falta. La ausencia de Lemebel podría leerse como una anomalía. Lemebel ya no está y ni la vida ni el paisaje es ni serán los mismos. Pero también, quiero leer la falta, como la ausencia del padre-madre imaginarios. La huerfanía, sin embargo, aparece en parte compensada con el legado lemebeliano: su escritura, la del maravilloso ojo coliza, capaz de ver y cuestionar sin miramiento alguno, el envés y el revés de la trama sociopolítica, literaria y cultural del país.
Antes de esta lectura me preguntaba si Lemebel estaba consciente de cómo se utilizaba su figura y su palabra. El volumen nos deja en claro que sí, su mirada crítica también era aplicada sobre sí mismo. Lemebel era un escritor plebeyo y como tal tenía que sobrevivir en un mundo apropiado por la burguesía. Con esto me refiero fundamentalmente a sus vínculos con la academia y la gran industria del libro. Un mundo de cuicos y cuicas que Lemebel identificaba con precisión. Solo aquelles que han experimentado la pobreza, saben lo complejo que resulta ser pobre, homosexual, de piel oscura, rasgos indígenas y lengua filosa. Lemebel como un escritor moderno, supo leer su tiempo y con ello no transar en su escritura, haciendo visible su poética de la resistencia marica, sin perder consciencia de su clase, de su diferencia ni menos entregarse al poder.
Ingreso a esta escritura como un tributo, un reconocimiento, un acto de admiración y afecto no solo al intelectual Lemebel, sino a la “amiga”, la “prima”. Una escritura donde la voz narrativa, amplía y empequeñece su mirada, desplazándose por las prácticas de vida compartidas. El relato nos involucra con una naturalidad impresionante en dos modulaciones culturales que marcan posiciones. Desde allí se habla, piensa, escribe y vive. Me refiero con ello a las marcas de pertenencia al mundo popular y a la comunidad homosexual. Ambas comunidades van unidas y se revelan no solo en la discursividad ideológica, sino que principalmente en la vida diaria. Como sucede con la secuencia de las “onces” compartidas, donde podemos ver a un Pedro y un “Juanpi” (Sutherland) que disfrutan de un pan con palta y su consabida sobremesa o las eternas llamadas desde un teléfono fijo para hablar de todo y nada. Como ocurre en la cotidianeidad con los que amamos, donde decir no tiene un objetivo definido.
Pequeños retazos de dos vidas van apareciendo es este itinerario de recuerdos gozosos y tristes, donde la focalización oscila entre Sutherland y Lemebel. Sutherland se pone al costado, y en ocasiones junto a Lemebel, evitando la arrogancia de sobrepasar al maestro. Un ejemplo notable es el relato de Sutherland en torno a la muerte de su propio hermano. Sutherland consigue mediante una prosa intensa y tristísima elaborar una escena de dolor que también se vuelve nuestra y, por supuesto, de Pedro. Siempre ahí, apoyando con su abrazo y hasta pequeñas dosis de su humor ácido. La muerte circula por estas páginas, donde la familia, los amigos y amigas van desapareciendo. No así la escritura y Sutherland lo sabe.
Pienso si es posible considerar este libro como parte de un duelo. Y respondo que sí. Cito acá a Paul Ricoeur en su libro La lectura del tiempo pasado: memoria y olvido, donde señala que “una vez que se acaba el trabajo del duelo, el yo se encuentra de nuevo libre y desinhibido”. Desde su perspectiva, habría un cierre. Desde la vereda contraria, pienso que la escritura de Sutherland nos demuestra que ante la muerte de los amores no hay cierre. La libertad y la desinhibición, mencionadas por Ricoeur, se han ido. Se vive en una desolación permanente. El duelo se experimenta también a partir de la clase. En nuestra/mi cultura popular no hay olvido, no hay un después; no así en las elites, que bien han aprendido a clausurar la memoria individual y colectiva, y a someterse a los dictámenes del neoliberalismo, donde todo resulta reemplazable, incluso las vidas. Acá, en este libro, los cuerpos y las vidas son únicos, no hay trueque compensatorio. Es más, se expone, desde mi visión, un carácter sagrado de la vida.
Sutherland logra elaborar fragmentariamente su memoria sobre Pedro Lemebel y también del país a través de una tonalidad tan apacible como hiperkinética de palabras e imágenes que nos aproximan a dos seres intervenidos por la pulsión de vida, de goce y rabia. La teórica y activista afroamericana Audre Lorde en su ensayo “Usos de la ira; las mujeres responden al racismo” así nos dice sobre la ira: “Bien canalizada, la ira puede convertirse en una poderosa fuente de energía al servicio del progreso y del cambio. Y cuando hablo de cambio no me refiero al simple cambio de posición ni a la relajación pasajera de las tensiones, ni tampoco a la capacidad para sonreír o sentirse bien. Me refiero a la modificación profunda y radical de los supuestos en que se basa nuestra vida”. Tanto Sutherland como Lemebel son dos sujetos rabiosos en sus escrituras. Me sumo al sentimiento de ira sin culpa. Una ira no fascista, no republicana/liberal como a la que nos están acostumbrando; sino una ira vitalista, utópica quizás, ante el rabioso imperialismo contrarreformista que se cierne sobre nosotras.
Sutherland va más allá de los límites del homenaje, del duelo, del dolor, de los géneros literarios, situándose en un permanente estado de falta, de rechazo a una ausencia que combate con la memoria y la literatura. Su libro nos enfrenta a una geografía del deseo, desde dos vidas situadas en un país del sur global, históricamente derrotado. Lemebel, como un vidente, supo escribir con rigor implacable nuestro pasado y nuestro presente. Juan Pablo Sutherland, por su parte, desde su propio estilo literario y lugar, distante del neobarroco lemebeliano, se hace parte de esta función testimonial y como un generoso emisario, nos permite recuperar al escritor y al ser humano y de paso aproximarnos a su propia desidentidad. Digo desindentidad como oposición a la identidad homogénea, binaria y asignada. Sutherland, al igual que Lemebel, ha sabido construir su diferencia como activistas y escritores y eso en un territorio como el nuestro es decididamente heroico.
No es fácil escribir sobre autorxs como Pedro Lemebel u otros tan importantes, tan llenos de supuestos amigues. Sutherland no está para competencias inútiles, pero sí para exponer una prosa bullente de afecto, sensibilidad y respeto, con acertados matices de rabiosa critica; inscribiéndose así en la vanguardia, donde se anulan los límites y el arte se confunde con la vida, donde la ausencia se derrota con la escritura viva como sucede en todas sus obras y, por supuesto, en las de Pedro Lemebel.
Más información sobre «Lemebel sin Lemebel. Postales amorosas de una ciudad sin ti”, de Juan Pablo Sutherland en Alquimia Ediciones.
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