Hilvano estas sensaciones pasadas varias semanas de mi primer encuentro con retablo (Xagual, Valparaíso, 2024) de Natalia Rojas (Melipilla, 1983). Entre ese momento cargado del entusiasmo ante su formato y este intento de cuajar aquellas impresiones en un texto, se han publicado al menos tres contundentes recepciones de esta obra: “Notas para un cuaderno de hallazgos”, de Carlos Leiton en Revista Phantasma; “Una roca se deshilacha en el calor del útero”, de Álvaro Gaete en La antorcha magacín; y “Entre materiales y procedimientos”, de Rodrigo Arroyo para el boletín de Poesía & Capitalismo. Recuerdo todas las veces que escuché a otrxs escritorxs afirmar rampantes que en Chile no hay crítica literaria, siempre con el mismo reclamo de insuficiencia ante lo que se está escribiendo y no se lee. Y aunque es lógico que no toda reseña o comentario constituye crítica, sí veo esta proliferación con una sonrisa. Quizás, precisamente, porque son resonancias al margen de la industria del libro -concepto del que también “se” recusa bastante- y sus circuitos de reproducción.
Al abrir y barajar retablo, después de recibirlo gracias a una amiga de Natalia, pensé con especial agrado que acá no están separados los procesos de escritura, de creación de imágenes, de composición del libro y de su puesta en circulación. Tampoco quiero romantizar la autogestión; se requiere coraje y mucha energía para empujar todos esos procesos juntos. La estandarización industrial descansa en gran parte sobre esta separación, en que cada momento del libro se encuentra aislado del otro, concibiendo la producción como una cadena. Este encadenamiento a un modo de producir y consumir literatura entre las barras del isbn y tal, sumado a otros muchos modos de la separación capitalista, nos ha reducido la potencia de lectura a un ámbito de competitividad en que la poesía por definición se presenta en desventaja. Esto, que pudiera parecer extra literario, me resulta central a la hora de entender retablo como una pieza que por su singularidad en todo sentido escapa de los circuitos tradicionales, creando necesariamente nuevos modos de relacionarnos con lo que leemos.
Tras publicar pedernal (Ed. Vox/Cuadro de tiza, 2011), cardador (Editorial Aparte, 2019) y la antología personal dorso de una taxonomía (LP5 Editora, 2020), Natalia Rojas hace aparecer este libro-objeto autoeditado, carpeta termolaminada de poesía visual, suma de soportes significantes, todos conceptos que apenas se aproximan a las impensadas experiencias de lectura que se habilitan. Una portada grabada con un ojo y cerrada con goma eva que funciona como envoltorio de tres grabados de animales, incluyendo uno del Guamán Poma de Ayala, otro de un ajenjo (invocación a la memoria, me aclara Natalia), y once láminas que contienen los escritos sobre páginas de un libro de contabilidad. Esta mezcla de materialidades desplaza obligatoriamente la prevalencia de lo visual hacia una dimensión táctil, alterando también el orden lineal de la lectura. retablo propone un desarme lúdico de los modos estandarizados de leer y empuja a que cada cual arme sus propios sintagmas. Es la experiencia abierta de su abordaje lo que nos permite inclinarnos hacia zonas que nos aparecen más o menos cargadas de sentido.
Paco Vidarte, el filósofo cuir traductor de Derrida, decía que leer es desviarse, extraviarse, ser infiel: la lectura como un acto que se realiza de manera diferente y repetitiva todas las veces que unx vuelva al texto. Es una traición a nuestras propias lecturas anteriores. La imposibilidad de una lectura unívoca de retablo se devela en las múltiples combinaciones de la disposición física de las láminas. Así, los ojos del sobre se funden con la mano que compagina. Las celdillas del debe y el haber enmarcan un relato de viajes y encuentros insospechados. El termolaminado que cubre los folios no puede dejar de recordarme a un juego de cartas. Un naipe descomunal.
Luego me desvío y me encierro en las celdillas. Echo a andar la máquina de interpretación. Estamos en un bus en el altiplano de Bolivia. El diario de viaje siempre tiene algo de consignar la otredad. Las llamas no saben que compiten, anota Natalia, y se espejea: “No soy andina y digo competición”.
Después estamos en una ceremonia mapuche, las fuerzas de la naturaleza bullen. “La garganta es el estómago del lenguaje”, declara la autora, y eso quema: “Mi nombre se raspa en la garganta buscando un aullido”. Su nombre intenta salir. Pienso en el grito de Artaud por donde la vida se abre paso desesperadamente en las antípodas de la palabra. Pienso en Suely Rolnik aprendiendo de los guaraníes que la garganta es el lugar donde germina la palabra, y que esta germinación tiene un tiempo para que la palabra encuentre su alma y el alma su palabra, de modo contrario al separarlas se cultiva la enfermedad allí: como un nudo en la garganta.
¿Pero qué sucede cuando simplemente no puedes decir? A veces, se puede escuchar. Los árboles y las montañas están nombrando esas palabras que aparecen mudas para la experiencia humana. “Unos hablan en arbusto, otras en atardecer y otros en aurora”, escribe Natalia, con la escucha amplificada a la diversidad de lo viviente.
Aparece una dimensión carnavalesca donde se encarnan y mezclan múltiples seres: “polillas mamíferas, demonios químicos, grafías astrales, voces sin boca y de cuatro patas”. Una atmósfera animal y vegetal y mineral y estelar, extrañamente mística. Estos textiles escritos de retablo, en consonancia con las anteriores publicaciones de la autora, descentran aquella mirada antropocéntrica-extractivista que se separa del entorno y pretende dominar el movimiento de composición, descomposición y recomposición de todas las cosas; el tejido mutable e incesante de lo que vive y muere. Constatamos la pequeñez de lo humano, en la impotencia de su aislamiento, como una sordera. Otras lenguas se cuelan a través del viento andino que entra por las ventanas del bus. Finalmente emerge el nombre, sin embargo, como aporía:
“te inquieta la forma de escribir, quieres decir el viaje y la memoria privada de los territorios. En el poema caben pero no sabes cómo hacerlo, tampoco sabes cómo hacerlo en prosa. natalia. yo soy natalia y tampoco sé salir de acá”.
¿Salir de dónde? ¿Del lenguaje? ¿De la razón instrumental? ¿De la herida antropocéntrica? ¿Del horror como anverso de la belleza? ¿Del daño inscrito en la memoria? Natalia Rojas nos habla en clave de magia negra de las bolsas usadas por las dictaduras para hacer desaparecer cuerpos. Cúspide de la dominación, la potestad de dar muerte embolsando a otro ser vivo. Y, a contramano, opone la fragilidad en la imagen de un niño que quería hacer magia y casi se atragantó con una moneda. Esa entrega que exige el pedir algo, la retribución del rito, una moneda de cambio entre la debilidad de quien quiere cambiarlo todo y esa potencia maravillosa de algo que es más grande que nuestras existencias individuales. Las bolsas contienen los pliegues donde se oculta algo de lo terriblemente no dicho, que en su afuera reclama por salir. Ese grito nuevamente indecible. Aquello que “en el poema cabe” pero no se sabe cómo. Porque el poema, aunque lleno de pliegues, no es una bolsa. El poema no contiene, sino que agita y desborda.
“¿Qué hacer con lo visto?” -se pregunta la autora- “guardarlo en una bolsa, escribirlo”. Devuelvo entonces las láminas (lágrimas) al interior del sobre. Por supuesto, perdí el orden. Lo sentido permanece dentro y también algo ha salido, un tráfico insospechado como los propios lindes de la palabra. Con este gesto plenamente manual, se cierra ritualmente una lectura. Vendrán otras.
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