Amapola nació en el seno de una familia que hace poco había entrado a los Testigos de Jehová, una organización religiosa que ella misma define como “secta”. Cuando empezó a escuchar a Iron Maiden en su mp3, cambiaba el nombre del archivo de las canciones para que pensaran que estaba escuchando La Oreja de Van Gogh. Tras un largo camino, el mes pasado acudieron por tercera vez como familia a ver a la banda. “Can I play with madness?”, dicen los británicos en una de sus canciones, y a esta familia, coreando sus canciones y lejos de ese Jehová, la pregunta le resuena.
El año 2007, siendo una adolescente con un germen de rabia galopante, entré a la enseñanza media. Un jeans day cualquiera, un compañero llegó con una polera de una banda que no conocía. Iron Maiden. Fear off the dark, decía. Me llamó mucho la atención porque en la biblia siempre se usa la metáfora de la oscuridad. Conocía la biblia: mi familia era, incluso desde antes de mi nacimiento, miembro de los Testigos de Jehová, una secta de la que yo ya buscaba desprenderme. Lejos de parecerme satánica, pensé: “ah, también creen que hay que temer”. Le pedí escuchar esa canción en su mp3. Todo terminó de venirse abajo ese día. Nada podría volver a ser lo mismo.
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No sé si esto sea una reseña o más bien una crónica de vida. Lo que sí sé es que espero que estas palabras le sirvan a alguien: para encontrar ánimo, para decidir moverse de los lugares donde no quiere estar o, al menos, para sentirse menos solx.
Nací dentro de esa secta. Cuando escuchamos esa palabra, solemos pensar en caricaturas: figuras como Antares de la Luz, rituales excéntricos, personas aisladas en comunidades remotas. Pero la realidad es más cotidiana. Hay miembros de sectas que están justo en tu barrio, en tu escuela, en tu lugar de trabajo o compartiendo asiento contigo en el transporte público. La distancia que creemos tener con una secta no es más que una ilusión.
La mía fue la secta de los Testigos de Jehová. Mis padres se unieron poco antes de que yo naciera, buscando respuestas y refugio en un mundo que, para ellos, parecía cada vez más intolerable. Cuando se piensa que quienes ingresan a una secta lo hacen por ignorancia o debilidad, se está muy lejos de la verdad. Muchas veces, detrás de esa decisión hay un vacío profundo, una necesidad de anclaje, de algo que dé sentido al caos. Todxs necesitamos un soporte o, de última, creer que tenemos un argumento para justificar que todo vaya tan mal en este planeta en degradación. Mi familia encontró todo esto en los TDJ.
En esta secta, el deseo de “hacer las cosas bien” se convertía en una demanda agotadora, que exigía perfección más allá de lo humanamente posible. Se conocen las restricciones más evidentes: nada de cumpleaños, Navidad o Halloween, y la causa es por el origen pagano que hay en estos festejos. Mentira no es, por cierto, pero no tiene nada de malo. De todas maneras, ese conocimiento público de esta secta es la punta del iceberg, como dirían los lolos hoy en día. Detrás hay manipulaciones, intereses, lavados de dinero… y precarización de las infancias y de la vida de una manera brutal.
Siempre me recuerdo como una niña muy triste. Se debía, en parte, a que te meten tanto en la cabeza que el Día del juicio va a llegar, que simplemente nunca se puede imaginar un futuro. Todos los días podían ser el último día, y tenías que haber sido el cristiano perfecto ese día. Hasta el día de hoy me pesa no haber construido un proyecto de vida. Y no, el Armagedón no ha llegado.
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Fue recién en mi adolescencia cuando algo empezó a cambiar. Fue también en esa época cuando un compañero me mostró a The Ramones y Green Day, y algo se me desconfiguró adentro. Empecé a sentir rabia, mucha rabia. Algo normal en la adolescencia, dirás tú, pero también era una urgencia por salir de tanta censura. Rabia de que para mí el eslogan de “no hay futuro” fuese tan real que me amargó desde que tengo memoria.
De ahí fui interiorizándome más en el rock, aprovechando que, pese a lo restrictivo, mi familia escuchaba a Deep Purple, Pink Floyd o Led Zeppelin. Incluso, mi primer concierto fue Deep Purple en la Quinta Vergara en el año 2006, y fui con mi familia –un paseo que incluyó irnos en una van escuchando los clásicos de esta banda, con cocaví para compartir hasta con los guardias del recinto. Una experiencia que combinó la novedad con el temor, pero también con el sabernos acompañados. Sabíamos que, desde ahí, todo estaba mejor. Fue un concierto increible, que recordamos con mucho cariño, porque combinó muchas primeras veces: primer concierto, primera vez en Viña del Mar, primera vez en la Quinta Vergara, primera vez que veía a gente vestida de negro sin que hubiera un grupo de “hermanos y hermanas” del salón diciendo que eran satánicos.
Podíamos escuchar música en inglés, pero si algo en la letra sonaba relativamente sospechoso, se censuraba. Para mi adolescencia, ya no asentía ni aceptaba esas censuras. No seguía siendo dócil a este régimen. La peleaba. Me convertí en el centro de caos en una familia que estaba totalmente manipulada por una secta dirigida por un cuerpo gobernante hipócrita, lleno de empresarios y banqueros que nos repetían tres veces a la semana que el dinero era parte del mundo de cosas inicuo de Satanás, mientras vivían en parcelas gigantes y andaban en los autos de lujo del año.
Mi adolescencia fue terrible, porque fue una decisión de posicionarse en contra de todo lo que había sido establecido. Significó discusiones, días eternos de conflictos, y sé que no fue un sufrimiento solo mío, sino que toda mi familia sufría.
Volvemos al año 2007, al jeans day con la polera de Iron Maiden, Fear off the dark. Lo que había comenzado a desconfigurarse hace unos años con el punk, terminó de venirse abajo ese día, hizo cortocircuito, y los días y años que le siguieron. Nada podría volver a ser lo mismo, para bien o para mal.
No les voy a mentir, sufrí mucho. Deambulaba entre la novedad y la culpa. Descargaba canciones para escucharlas, y les cambiaba el nombre. La oreja de Van Gogh nunca sonó con riffs tan poderosos ni con baterías tan estridentes como en mi mp3. Vivía asustada de que en mi casa descubrieran que escuchaba canciones llamadas EL NÚMERO DE LA BESTIA.
¿Iba a tener tiempo de explicarles que no era una invocación al demonio sino una visibilización de miles de mitos y fantasías oscuras de la iglesia católica antes de que me juzgaran?
Cada cierto tiempo, había algún descubrimiento de mis nuevas andanzas. Alguna muñequera, polera, conversación en messenger, y llegaban los castigos, los reproches.
¿Sufrí harto, en singular? No. Sufrimos, en plural. Porque mi familia, pese a lo enceguecida que estaba y lo estricta que era con las normas de la secta, no fue capaz de hacer lo que se dictamina en casos como el mío: tendrían que haberme echado de casa, no haberme hablado nunca más, y me hubieran expulsado de la secta. No, no lo hicieron. Sufrían.
Al final, a la fuerza, o por cansancio, cedieron.
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El año 2008 vino Maiden a dar un concierto en la Pista Atlética. No podía ni soñar con ir, pero al menos pude escucharlos en vivo en la transmisión de la Radio Futuro, gracias al apoyo de mi hermana. El 2009, en cambio, fue el momento. Fue la primera vez que compré una entrada para ir a ver a Maiden. No pude ir con nadie de mi familia, porque aún era algo demasiado tabú. Yo creo que, en realidad, cedieron porque me dieron por perdida.
Ese día, el Club Hípico fue una locura, con desmayo incluido. Fue salvaje. Por primera vez, me sentí en un ritual de liberación de tantos años de sobrecargas, infelicidades, discursos bíblicos que se repetían por montones. Nada había sido tan apoteósico como escuchar The Rime of the Ancient Mariner. Nada me había conectado tanto con alguna idea abstracta de divinidad como esos instantes en que todo parecía posible, porque las barreras de la secta parecían cada vez más lejanas, al menos para mí, e incluso las barreras mismas de la humanidad. Ahí, gracias al talento de estos británicos, puedes conectar con dimensiones y comprensiones de ti mismo que parecían inexistentes. Hay artes que operan con más fuerza que cualquier dogma, y la música es un claro ejemplo.
Con los años, mi familia fue abriéndose más, problematizando las prohibiciones, problematizando las hipocresías que llenaban esos salones del Reino. Tensionando todo lo que en algún momento fue su refugio seguro, su principio explicativo de todo, su punto de anclaje. Yo fui valiente desde adolescente, pero eso es fácil. Cuando eres adolescente, tienes la energía, las hormonas y el permiso para comportarte de la peor manera posible. Mi familia, en cambio, fue valiente en una adultez que antes estuvo permeada por una infancia en dictadura y un porvenir en una secta que determinó todos sus pasos. No sé cómo más explicarles que Iron Maiden es el simbolismo de cómo, con mi ayuda, mi familia y yo logramos salir del yugo de una secta que opera a plena luz del día.
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Este noviembre de 2024 fue nuestro tercer concierto de Maiden como paseo de encuentro familiar. Y, por lo que hemos visto en veces anteriores y esta semana en el Estadio Nacional, no somos la única familia que tiene como lugar de encuentro a esta banda que trasciende generaciones, tiempo y espacio (la metáfora del “Future Past” que titula su gira, para ellos es la realidad, porque superaron toda categoría o tipificación no sólo gracias a su música y la sabiduría en ella, las historias que cuentan, como trovadores).
Sólo nosotrxs, en una galería repleta, sabemos todo lo que hemos llorado para lograr estar aquí, sonriendo, cantando en una complicidad casi de supervivientes. Porque logramos sobrevivir a algo que muchas familias no. Son incontables los casos en los que expulsan a hijos/hijas por su identidad de género, orientación sexual, gustos musicales, y son aisladxs para siempre de sus familias. Incontables relatos de personas que mueren por negarse a las transfusiones de sangre. Mi padre es enfermo renal: sin transfusiones, llevaría fácilmente 20 años más “a la espera del paraíso”.
No, Heaven can wait, dijo Bruce Dickinson en 1986, y este 27 de noviembre lo coreamos, cada una de las más de 60.000 personas en el Estadio Nacional, desde nuestras propias subjetividades. El cielo de los TDJ puede esperar: yo quiero dedicarme a aprender a vivir. Pero, sobre todo, aprender a liberarse de las heridas del pasado. Wasted Years adquiere mucho más sentido cuando tienes a centenares de personas gritando que “no pierdas tu tiempo siempre buscando esos años perdidos, cara arriba, ponte de pie, y date cuenta de que estás viviendo tus años dorados”.
Lo que hace 15 años era impensable, prohibido, hoy es algo que compartimos con los corazones cargados de un amor que ha sido sanado gracias a Maiden. Mi madre aprendió a escuchar y ver más allá de lo que aparece como lo evidente –que es algo que se repite mucho con Maiden gracias a su estética, y se juzga a partir de ahí. Aprendió a no dar por sentado, a investigar, a escuchar, y comprender. Aprendió, también, a vivir, y a disfrutar sin culpas. Ya no hay necesidad de sufrir mirando hacia atrás, porque el presente guarda todas las promesas que en el ayer parecían inalcanzables.
Si bien “Can I play with Madness?” quiere decir con su letra algo totalmente distinto, para el título de este relato lo entiendo así: la locura de una secta que se cree parte de un “Israel espiritual”, de elegidos de Dios y su rebaño, de sus delirios mesiánicos, con todos los traumas que genera, encubrimiento a abusos, intereses comerciales, y un largo etc., no fue suficiente para lograr destruirnos o des-encontrarnos. Al contrario, sólo nos hizo encontrarnos con más fuerza.
Jugamos con la locura, y ganamos. Y, con esto, quiero que toda persona que se encuentre sufriendo en esta o cualquier otra secta tenga claro que no es imposible salir. No es imposible darte cuenta de la vida que te han arrebatado, y siempre estarás a tiempo de recuperarla. Yo encontré la fortaleza gracias a Iron Maiden. ¿En qué vas a encontrar la fortaleza tú?
“Can I play with madness?”.
Sí, jugamos con la locura.
Y ganamos.
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