Esta entrevista es parte del libro La nostalgia es un oficio solitario, del periodista Pablo Azócar, publicado por Carbón Libros. Los textos que componen el volumen describen la ruta de su prosa en las variadas formas de semblanzas, columnas de opinión, entrevistas y crónicas literarias. Es un libro para iniciados, pero también para los nostálgicos, porque finalmente para Azócar: «Escribir es una batalla perdida contra la desesperanza». Consigue este libro que es parte de la Colección Marginalia en La Furia del Libro.
[Esta entrevista fue originalmente publica en revista APSI, en su número 189 del 29 diciembre de 1986 y está también disponible en Memoria Chilena]
Dicen que, al menor descuido, se pone a actuar. Debe ser cierto. Amigo de los disfraces, los sombreros de copa, los laberintos, los antifaces y los espejos, ahora las emprendió directamente con el teatro, donde ya había incursionado en 1984 con dos obras. En La Radio —que se reestrenará en enero, durante el Festival del Barrio Bellavista—, Enrique Lihn no solo participa en la creación, dirección y producción: también está a cargo del diseño de los vestuarios. En esas anda este poeta, escritor y profesor de literatura que ha publicado más de una decena de libros de poesía, tres novelas y un volumen de cuentos. También, por estos días, se lo ve de lo más ocupado en lecturas sobre animales («es notable cómo el pragmático y organizado mundo animal puede ser una mina de metáforas aplicables a la sociedad humana»). Con APSI habla a su modo sobre viajes, deseos incumplidos, destinos posibles, mujeres, humores, monstruos y un paisito.
— ¿Cómo es tu relación con Chile?
Un poco masoquista, supongo. No sé hasta qué punto tenga razón, ya que uno solo conjetura acerca de lo que hace o lo que pasa, pero creo que tenemos que salir de Chile. Mis viajes han sido eso: salidas aparentes. Aparentes, claro, porque han sido con ida y vuelta. Aun así, cuando ocurren uno se siente muy liberado del contexto político-histórico-social chileno: es como aligerarse de ese sobrepeso, ¿no? Recuerdo que estuve a punto de irme en 1973. Creo que había gente interesada en que lo hiciera…
—Vamos.
Es cierto. Con la ruleta rusa que había en esos momentos, tú podías estar en las libretas como un «peligrosoultraizquierdista», sin serlo, y entonces hubo gente que se interesó en que yo me exiliara inmediatamente. Me acuerdo, incluso, que hice un recorrido por embajadas con un amigo que efectivamente terminó por exiliarse. Pasábamos lentamente, mirando con cautela, en una Citroneta. ¡Estaban repletas, las embajadas, a solo algunas horas del golpe! Era imposible entrar allí, realmente, a menos que tú fueras saltador de garrocha o algo por el estilo. En la embajada de un país socialista, por ejemplo, recuerdo que había carabineros detrás de la puerta… En fin, fueron pasando los días y como yo no aparecía en las listas, ni me ponían mala cara los carabineros, ni me venían a visitar los tipos de la DINA, empezó a hacerse un poco ridícula la idea de irme. Así no más fue.
—Pero la tentación está ahí.
Bueno, sí. Vivo constantemente con esa tentación, aunque también es cierto que es una manera de vivir: con tentaciones y deseos incumplidos. La propia vida es un deseo que no se cumple, o que se cumple de una manera terriblemente insuficiente. En estos años he viajado bastante, invitado por universidades, o por un centro cultural como en Nueva York, o con una beca, en fin, pero el hecho es que nunca he permanecido un año completo fuera de Chile. Es, por cierto, una cuestión que me pesa. Casi todos mis amigos están o han estado fuera, largamente. Algunos no vuelven más que para una visita a la mamá, o al entierro del papá. Otros, después de diez años de exilio voluntario o involuntario, vuelven a quedarse. Pienso en Claudio Giaconi, Mario Espinoza y otros escritores de mi generación, que se fueron. A estas alturas ya se puede distinguir entre los que hicieron una obra de los que no la hicieron. Algunos, afuera, la hicieron. Otros, los más, no. Claro, afuera existe el problema de la supervivencia, tienes que conseguir pega para vivir, y eso sustrae al ocio que hay que tener para un proyecto artístico. En definitiva, en lo que respecta a mí, siempre he quedado con la incertidumbre. No sé qué me hubiera ocurrido afuera. Y eso me produce mucha ansiedad.
—Esa vieja ansiedad: los destinos posibles.
Son virtualidades, virtualidades que todavía no se han agotado. Sin embargo, a medida que pasa el tiempo esos destinos posibles se van reduciendo. Tener cincuenta y siete años no es lo mismo que tener veinticinco o treinta. No es que yo me sienta particularmente viejo, o arruinado, o enfermo, pero la muerte se va acercando, eso está claro. Uno va adquiriendo una noción más concreta de la muerte. Y, al mismo tiempo, uno sabe que ya no puede hacer cualquier cosa. Ya no voy a ser ni almirante, ni pirata, ni obispo, ni arzobispo. A los cincuenta años tú ya sabes que no vas a convertirte en lanzador de la bala ni en un divo de la ópera. Tienes que arreglártelas con lo que tienes puesto. Ya no existe esa desnudez adánica de los más jóvenes. El tiempo se hace más lineal: corre más rápido, en la medida en que tú lo vas registrando; lo ves pasar. En ese sentido, hay claramente una obsesión con la muerte. No digo que sea muy patológica, pero a veces puede mantenerte en vela durante algunas horas. Y es que, bueno, sucede que además soy insomne, pero eso es otra historia.
—Pero vayamos viendo. ¿Qué son para ti «las raíces»? ¿Existe Chile, más allá del cuento de las fronteras, la bandera y Los Huasos Quincheros?
Ocurre que el término mismo de raíces yo lo cuestiono. En el caso de que lo aceptara, estimo que la mayor parte de las raíces son negativas. Tienen que ver con una cierta incapacidad para ver, desplazarse. Más que incapacidad, es una especie de fijación sentimental o emocional. Una fijación edípica, por ejemplo, una fijación a la cual tú no puedes sustraerte, no puedes salirte, escapar a ella. Y es entonces cuando puede ser negativa, viciosa. En una fijación hay siempre un carácter vicioso. Me parece que esta conversación puede estar transformándose en una sesión psicoanalítica… Pero yo le buscaría por ahí a este problema: en el orden psicoanalítico. Detrás de esto que llaman la raíz, sin duda está la metáfora de la madre. Y a esa fijación de la «tierra madre», primaria, podría agregarse una segunda: el lenguaje, que también es «lenguaje materno». ¿Qué pasa cuando un tipo, como yo, no tiene ninguna habilidad para aprender otro idioma? A lo mejor también es una tranca psicoanalítica, eso de salir del idioma y entrar en lo desconocido. Yo tengo algo así como un nerviosismo, un temor enorme al traslado lingüístico: temor de decir una cosa por otra, temor al equivoco, temor a la afasia, a no poder decir absolutamente nada. Pero sigue presente esa especie de odiosidad en contra de Chile. Sí, aunque es una odiosidad que puede ser un poquito sospechosa de parte de los que la padecen, ¿no? O por lo menos un poco neurótica: eso de «echarle la culpa» a un país… Pero yo la tengo. Siento que acá, aunque puedo hacer muchas cosas (como que ahora estoy haciendo teatro, e incluso actuando), en un cierto sentido me entiendo mal con la sociedad. No con los individuos ni con los grupos que yo pueda formar o en los que pueda participar. Pero sí con la sociedad globalmente. No me avengo ni con los partidos, ni con las iglesias, ni con las mafias, ni con las camarillas. Y eso se traduce, por ejemplo, en que acabo de publicar un libro del que no se ha dicho prácticamente nada. No es algo que me importe demasiado, pero este tipo de cosas hacen más difíciles los proyectos que uno tiene hacia adelante.
—¿Y qué rol juega, en este cuadro, un régimen como éste?
Es una realidad que evidentemente ha influido en lo que escribo, en especial en la prosa y en el teatro. La censura y la autocensura que produce el autoritarismo, de algún modo se incorporan para impugnar desde adentro el discurso del poder, o como una confirmación irrisoria de ese poder, o de los poderes, o de todos los poderes. Es lo que ocurre, por ejemplo, en mis novelas El arte de la palabra y La orquesta de cristal, que tienen que ver con la parálisis de la palabra que produce la censura; es decir, con la cháchara, la palabra vacía. En este sentido, lo que he hecho en estos años está inevitablemente ligado a la realidad chilena: a este país de monstruos.
—Puchas.
Así es. Ocurre que determinados defectos, que pueden ser «normales», inevitables, cuando se los exacerba a determinados niveles se llega a la monstruosidad. Este régimen importó sistemas que no le pertenecían, y entonces tenemos una sociedad capitalista, es decir, una sociedad que habla de capitalismo y de competitividad, que por otro lado es una sociedad completamente improductiva. ¡Esa es una bifuncionalidad completamente monstruosa! Pasar revista a la historia de Chile en este período es algo que lleva ineludiblemente a una visión bastante pesimista respecto del hombre y del país. Asumo que la palabra monstruo puede ser bastante dura, pero me parece pertinente. Lo que ocurre es que aquí muchos de los monstruos son de cuello y corbata. Son monstruos que no se reconocen como tales. Monstruos con la apariencia de amables y distinguidas personas, que hablan en los diarios y aparecen en la televisión. Sin darse cuenta, están en un sistema que les permite conductas aberrantes, socialmente aberrantes. Y lo hacen con toda alegría, por así decirlo, porque eso les significa buenas rentas, estatus y ese tipo de cosas. Chile, en definitiva, hoy es eso: una gallina con cuatro patas.
—¿Y cómo te ves tú en este país de monstruos?
Como un voyeur, es decir como el tipo que observa y se observa en la sociedad, y que se sabe cómplice o parte de ella: un participante de este carnaval. Me parece, en todo caso, que no todo tiene que ser asumido en forma demasiado patética. En la gente hay capacidades para disfrutar incluso con estas cosas, a través del humor. De ese humor, y de ese distanciamiento que produce el humor, es algo que ha dado muestras también este país, como una manera de defenderse de la realidad, y de hacer irrisión de ella. Son antídotos, por así decirlo, contra la monstruosidad ambiental. Así como también lo son las mujeres. También hay monstruos femeninos, desde luego, pero las mujeres cultas e inteligentes que yo he conocido me han hecho convencerme de que en general las mujeres en este país son bastante más valiosas que los hombres.
—¿Por allí tus relaciones andan algo mejor?
Las mujeres tienen un rol muy importante en lo que he hecho y lo que hago. También, por supuesto, en mi vida y mi experiencia.
Primeramente, porque han sido factores desencadenantes en la vida emocional, lo que ha quedado en textos de mi poesía. Pero tampoco estas relaciones son algo fácil. La relación amorosa, en particular, me parece que tiene siempre un plazo más o menos ineluctable. Se puede prolongar, un tanto artificialmente, si los individuos se acogen a las buenas costumbres o a las transacciones o a las componendas en las que se nos educa. Pero así como también he sido un poco mal educado en el trabajo, en el sentido de hacer un poco lo que quiero, trabajar de acuerdo a mis horarios, estas dificultades se han manifestado también en mis relaciones amorosas.
—¿Algo así como un fin trazado de antemano?
Hasta cierto punto, sí. Por lo demás, todas las relaciones humanas son un poquito así. Mientras está activo el elemento que las hizo posibles, la fascinación, la atracción, toda anda bien. Pero cuando deja de ocurrir esa suerte de misterio que tú crees explorar, o esa novedad que significa el encuentro con el otro, la relación tiene que empezar a acogerse a un cierto código de permanencia, y eso por lo menos a mí siempre me ha fallado. Una relación tiene casi una cierta lógica interna: nace, crece, se desarrolla y muere. Porque es una mentira decir que es lo mismo estar con una mujer que con todas las mujeres, ¿no?, y por lo tanto al estar con una mujer uno siente inevitablemente que está perdiendo una experiencia con las otras. Ni vuelta.
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