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¿Cómo? ¿El poeta Juan Carreño escribiendo sonetos? Precisamente por la fama de quienes se autodesignaron guardianes del soneto es necesario escribirlos -y deformarlos, si no, cuál sería la gracia- porque hay que ocupar todos y cada uno de los espacios que el mundo conservador cree, no sé de dónde y por qué, de su propiedad.
Capaz que crean que este libro es una de esas cosas soporíferas que hacían en décadas anteriores, cuando hubo epidemia de sonetitis y se hablaba del siglo de oro poniendo voz de barítono y la boquita fruncida. Los sonetos parecían pertenecer a un grupo. Pero no. Que resucite Quevedo para agarrarlos primero a patadas y luego para el hueveo.
Ante un ejemplar de Defense of Poetry de Shelley, el poeta Sergio Raimondi interpela a Shelley diciendo algo como: “Oh, legislador del mundo, fuiste considerado tal como exigías: se te dio el reino preferido, invariable, intangible y perfectamente ideal. El otro quedó para nosotros, dueños y destinados a regir territorios más concretos del planeta”. Ya cantaremos a la alondra, al chercán, por el momento el contexto es otro y ningún poeta que se precie de tal escapa de su tiempo y su contexto.
Esta tierra mía, esta tierra es tuya cantaba Guthrie, y Juan parece parafrasear: esta lengua es mía, esta lengua es tuya. Entonces hace uso del soneto -a su pinta, obvio- para hablar de la ruta del gas y de las implicancias económicas y su costo en dolor. Y luego para hablar del olor de los calzones en un carnaval de placer y fluidos al estilo de las cartas a Nora de Joyce. Esto es poesía, eso es quevediano, eso es carcajada, entartete kunst molesto, ají en el hoyo de la cursilería, esto es ocupar la forma con libertad descarada y sin esnobismo de ninguna especie.
Así como poeta Juan Carreño recorre el país y el continente de punta a cabo a pie o en bicicleta, esta vez visita siglos anteriores. Pero sin cursilerías, sin giladas. La operación de escribir sonetos es una prueba necesaria para todo poeta, los hizo Neruda con desprolijidades intencionales, para molestar a los puristas. Los hizo Lihn. Lo hace esta vez con más alegría escritural, Carreño.
Detesto los prólogos y contratapas que hablan con paternalismo y autoridad, Dios me libre de la impostura. Nunca sé si es broma cuando comparan a un poeta con clásicos dando nombres a diestra y siniestra o dando la aprobación desde una autoridad que nadie sabe quién les confiere. Nada más lejano a la poesía que eso. Sólo se puede hablar de los poemas como un par. Los lectores no son estúpidos y no necesitan que un libro sea avalado por un nombre propio que habla desde ignoro cuántos peldaños más arriba, autorizando y advirtiendo. Sólo hay que señalar algunas cosas, contextualizar y limitarse a presentar para no entrar de golpe al aluvión de palabras extrañas y fascinantes.
Mistral comienza su vida literaria en 1914 con los oscuros y góticos sonetos de la muerte en donde maldice y hasta pide la muerte del amado. Conocemos sólo tres, pero son 16 que sólo existen en el libro de Satoko Tamura de Gredos y en una edición difícil de conseguir de la Municipalidad de los Andes. Lihn hizo una lectura inteligente y contextualizada de Quevedo en “París, situación Irregular”. Y ahora es el turno de Juan.
En dictadura, un enemigo común nos mantenía unidos, con una inteligencia alerta y un afecto y camaradería a toda prueba. Los libros -por llamarles de alguna manera- se editaban entre amigos en mimeógrafo y roneo, con tinta derramada y circulaban de mano en mano. Así y todo, la letra estaba mucho más viva que con la uniformidad, falta de audacia y las aspiraciones eternas de institucionalidad que llegaron con la fondartización. Creo que la obra de Juan Carreño retoma esa tradición, realmente independiente. Rara avis, único, llámenle como quieran. Pero no intenten diseccionar con rótulos de naturaleza paternalista lo que es poesía genuina.
De la misma manera que el proyecto cultural de terreno de este poeta implica implementar deportes de elite en poblaciones para ampliar el país que muchos se empecinan en achicar (achicar la calle), ahora escribe una forma con la que sentía en deuda. Es la misma vitalidad, el mismo poder de retrato, la misma potencia creadora, la misma carcajada, pero esta vez, en un envase que había necesariamente que ocupar.
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