Para Lisa, obviamente
Una tarde ella me llevó donde un amigo que tenía. Dijo que me caería bien, que era un tipo como yo, lo que sea que eso signifique. Él vivía con su hermano en el barrio universitario de República, donde hacía clases de inglés en una universidad privada de aquellas que entre los 90 y los dosmiles florecieron como musgo y que se publicitaban a sí mismas en sus pasillos y fachadas. Todo el barrio me pareció una extensión de la vida universitaria: librerías, restoranes baratos, centros de fotocopia y botillerías, una amalgama de academia y hedonismo. El tipo este compartía el piso con su hermano mayor, un departamento pequeño y ni tan nuevo ni antiguo como para tener algo especial. Aparte de un par de sillones gastados el lugar estaba repleto de libros y discos que se balanceaban sobre otros discos y libros en un bucle eterno. Era una escenografía previsible para un académico y un sociólogo, y aunque ambos tenían casi la misma edad, no se parecían mucho. Eran, como quien dice, dos ideas yuxtapuestas, pero desvinculadas. Al comienzo no entendí por qué ella me quiso invitar, él y yo no nos parecíamos en absoluto: él era carismático y muy apuesto, su manera de hablar revelaba que era académico, aunque no pedante, y de a poco comenzó a incluirme más en la conversación que mantenía con mi amiga, a la que trataba con confianza, aunque se podía entrever que no conocía mucho. Me fue atrayendo paulatinamente con su lenguaje de profesor, como si me hubiera amarrado un cordel invisible sin darme cuenta, y aunque era encantador, mi curiosidad por saber por qué yo había sido realmente invitado ahí esa noche era más bien sombría, y nos distanciaba como el foso alrededor de un castillo. Al rato (un tiempo sin duración ni forma en el que me deslicé sin atender nunca su conversación) noté junto al sofá un estuche que sólo podía ser de un instrumento musical. Era una trompeta que alguien que se había ido de viaje les había pedido que cuidaran. Le pregunté si sabía tocar, aunque sospechaba que no, y luego pregunté si yo podía intentarlo.
Cualquier cercanía que él hubiera logrado enrollando el hilo se esfumó por completo en el momento que comencé a jugar con la trompeta. No era fácil mantener un tono, pero tras un tutorial de youtube y varios intentos logré hacer una escala de Do a Mi. Tres notas temblorosas, pero inequívocamente diatónicas. Me fui al balcón y seguí practicando hasta llegar a Sol, y jugué con algunas melodías cada vez más firmes, que de seguro sonaban horrendas. Los miré con excitación por mi logro, pero mi amiga y el académico estaban concentrados en algún tema personal, los había perdido. Decidí que tocar la trompeta era demasiado fino arte como para prostituirlo con semejante aproximación y en vez de eso, pero porque tampoco quería tributar al teatro al que ella me había invitado y que hasta ahora me era incomprensible, fui a la cocina a hacerme un té.
Ese era uno de mis fetiches en casa ajena. No pedirle al anfitrión, sino yo, personalmente, prepararme un té. Puedes aprender mucho sobre alguien viendo su cocina, qué compran, cómo lavan y cómo ensucian, cómo ordenan la despensa. Dónde se encontraría una taza y cuál debería escoger. Hay muchas razones para elegir una sobre otra, puede ser el color, la forma, el tamaño. Pueden incluso ser las trizaduras y la manera en que el sarro se ha acumulado en los surcos, o el lugar donde está guardada. Pues bien, yo me incliné por un tazón amarillo con un pájaro azul en el centro y una borrosa leyenda en inglés. Debía tener al menos 10 años. Era una taza a todas luces común, pero que en el momento sentí muy personal. Desde la cocina los escuchaba reír mientras hervía la tetera.
Mi amiga se llamaba, digamos que Elena, y yo estaba enamoradísimo de ella. Era una artista visual y nos conocíamos hacía mucho. Creo que ella también me quería, pero de una manera muy distinta. Por los días en que me invitó a esa casa teníamos sexo de manera intermitente, y en ese preciso momento las cosas entre ambos estaban tensas, por lo que no entendí su invitación, pero de buen ánimo fui con ella.
Los detalles que acontecieron luego de prepararme el té están borrosos: recuerdo que llegó el hermano mayor del académico, que al parecer conocía a Elena de antes y los había presentado a ella y el académico, así que se sentó con nosotros y nos puso al día en la limitada fracción que su trabajo le permitía ver sobre la maquinaria gubernamental. En algún momento abrimos una botella de whisky escocés que me sabía a aguardiente ahumado. Esa noche me aferré al tazón como un esotérico y debí haber tomado tres licores distintos en el mismo. El whisky fue, como dicen, el último clavo del ataúd y terminé por emborracharme. En algún momento ella se fue a la habitación del académico y yo me quedé hablando con el hermano, un tipo muy amable que tenía un mando medio en un ministerio. Le exigí respuestas sobre políticas públicas que no venían al caso, pero que él intentó proporcionar de manera concisa mientras gesticulaba con las manos y me rellenaba el vaso desde una incansable postura oficial del gobierno.
Debió pasar al menos una hora hasta que mi amiga y el tipo salieron, no al mismo tiempo de la habitación, y aunque para mí era evidente que se debían haber acostado, a los veintitantos era un idiota y disfrutaba la incomodidad. No sé cómo, pero después a alguien le pareció que era buena idea ir a comprar una botella de pisco, aunque los cuatro estábamos borrachos, y el hermano que trabajaba en el gobierno se ofreció para ir, pero algo inevitable me hizo ofrecerme para ir, so condición de hacerlo junto al académico. Seguramente quería saber qué clase de sujeto era él y si efectivamente, como decía Elena, “era como yo”. Cualquier conexión que tuvimos antes de ese momento parecía haberse esfumado, y ahora él había una vez más elevado el puente levadizo, eliminado las cortesías y buenos modales, estaba llanamente molesto. No supe si conmigo, o con Elena por haberme llevado ahí, pero asumí que una mezcla de ambas, al menos. La única botillería abierta a esa hora estaba a varias cuadras, así que teníamos un buen rato para conversar mientras caminamos. El trayecto de ida yo hice una conversación casi automática, él no quería hablar, estaba ofuscado, aburrido. Al llegar a la licorería había una fila de jóvenes que tomaban su turno para comprar a través de una reja metálica, en un espacio donde cabían apenas las botellas de manera perpendicular. El tipo quería pagar todo y yo lo dejé hacer, mientras le hacía preguntas cordiales sobre su trabajo, cómo era vivir en un barrio universitario y si se encontraba con sus alumnos a veces. “A veces”, contestó de mala gana. Pagó con una tarjeta y sumó un paquete de cigarros. Mientras lo recibía le pedí uno y cuando me lo estaba ofreciendo, lo sorprendí comprando un par de cervezas en latas que pagué en efectivo, usando monedas cagonas que demoré en sacarme del bolsillo. Insistí en que se sentara conmigo y se tomara una cerveza en una banca en el camino de vuelta, él quería llegar pronto, pero fui tan amable que no pudo rehusarse. Le conté sobre Elena, que era finalmente lo que él quería, pero le hablé de una Elena ficticia, estable, cariñosa. La conocía tan bien, de memoria, casi, que pude entrar en detalles que por lo que entendí en ese momento, él ni imaginaba. Todos ciertos, pero seleccionados de manera que la Elena que describí era una amiga fundamental, con una energía que necesitaba una respuesta, y que él sin duda debería seguir cortejando. Las palabras energía y cortejo contenían un sarcasmo que era transparente, pero él escuchó respetuoso, me ofreció otro cigarro y tras una pausa para ordenar sus ideas, entró a hacerme preguntas puntuales que contesté con el mismo criterio. Si había alguna manera dialéctica de medirse las vergas, esta conversación forzada se aproximaba bastante. No sé cómo volvimos al departamento, pero cuando entramos el sociólogo del gobierno estaba dormitando encima del mesón y mi amiga cantaba suavemente sobre un disco de Etta James mientras miraba por la ventana. El hermano menor entonces despertó al otro, que se levantó de pronto como un atleta y ambos entraron a la cocina a preparar las cosas. Elena se dio vuelta y me preguntó algo que no recuerdo bien, pero que tenía un doble sentido cruel en el fondo, que por qué no podía dejarla tranquila de una vez, y luego se contestó a sí misma con un tono sarcástico, “porque estás perdidamente enamorado de mí, ¿no?”. De inmediato volvió a mirar afuera y siguió cantando sin prestarme atención. Por mera inercia me quedé una o dos horas más mientras el sociólogo me hablaba cada vez más borracho y apasionado, y Elena y el académico se desaparecían a ratos. Finalmente decidí irme sin dar aviso y aunque nunca he sido un gran fumador, me llevé los cigarrillos que el tipo había comprado. La noche estaba fresca y el cielo iluminado por las luces de la ciudad me invitaron a caminar el trayecto de vuelta, que no era menor. Además, a esa hora la única alternativa era un taxi, que no me gustan porque la alta posibilidad de que el taxista fuera de derechas o un ex policía siempre me han parecido horrendas.
Una madrugada de la semana siguiente recibí un mensaje en mi teléfono. Era Elena, estaba en su casa y sentía ruidos en la calle, tenía una historia absurda sobre alguien tirando naranjas en el techo y quería que fuera. Le contesté que molestara a alguien más, y entonces me llamó. Sonaba genuinamente asustada, así que a regañadientes caminé a su casa. Vivíamos cerca, y para mi sorpresa al llegar me encontré con kilos de naranjas reventadas en el techo y la vereda. No había explicación lógica, pero ahí estaban. Ella vivía con sus hermanos, pero ambos estaban de viaje, y la casa se sentía más oscura y grande que de costumbre. Me dijo que había ido a una fiesta con el académico donde acabaron discutiendo a gritos, ella terminó borracha y alguien más intentó besarla. Se veía derrotada y triste, como si hubiera atravesado un infierno de vidrio molido a tientas. Tras mirarme largamente me preguntó si quería darme un baño con ella. Nos quitamos la ropa frente a un alto espejo y tras mirarnos un rato desnudos, me dijo: “Qué bello, ¿no te parece?”.
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