Cuanto más hostil sea un hombre a lo tradicional, más implacablemente ha de someter su vida privada a las normas que quiere convertir en la ley propia de la sociedad futura. Es como si esas normas le obligaran a exhibirlas al menos en su vida, al no estar realizadas todavía en ningún lugar. Por el contrario, el hombre que se sabe en armonía con las tradiciones más antiguas de su estamento o de su pueblo sitúa algunas veces su vida privada en un claro contraste con las máximas que defiende inflexiblemente en la vida pública, y, sin el menor remordimiento, entiende secretamente su comportamiento como la prueba estricta y contundente de la inquebrantable autoridad de los principios que él mismo profesa. Así se diferencian en sus tipos el político anarcosocialista frente al político conservador.
Ministerio del Interior, W. Benjamin
Un quinquenio equivale a cinco años. En su primera etapa, la Cuba revolucionaria implementó su desarrollo a través de planes quinquenales. Este periodo parece ser el adecuado para tomar distancia de un hecho histórico y así evaluarlo en tanto avance o retroceso. Pues bien, este 2024, el 18 de octubre, se cumplieron cinco años desde el Estallido y cayó, tal como en su origen, un viernes.
Pues bien, cinco años después de aquel movimiento telúrico que sacudió todo, nada hacía prever que, mientras un grupo reducido de familiares de personas que han pasado este tiempo en prisión o de víctimas de la violencia estatal conmemoraban dolorosos aniversarios, el presidente de la República ofrecería una conferencia de prensa ridícula y absurda. En ella abordó un hecho despreciable ocurrido bajo su gobierno, encubriendo numerosos abusos de poder. Lo sucedido desde entonces, combinado con el «baby boom» oficialista, resulta sencillamente atroz. Para quienes nos sentimos impelidos por esta nueva efeméride del calendario rojo, la actitud del poder frente a los acontecimientos que les permitieron alcanzar el gobierno solo genera indignación. Es como si no se hubiese aprendido nada de lo que significaron 50 años de silencio. Así, en estos cinco años, lejos de promover la memoria, se ha impulsado el olvido. Sin reparo alguno, ya cubrieron con cemento la Plaza Dignidad, borrando todo rastro de lo ocurrido; incluso las animitas, símbolo de respeto y recuerdo, han dejado de ser valoradas como antes. Sin embargo, algo persiste en esa zona de la ciudad, un latido bajo y constante, como si al caminar por allí aún se recorriera un campo minado.
El texto que dispara estas reflexiones, Las overlistas de Patronato de Germán Carrasco, publicado por Editorial Aparte el presente año, sigue con precisión las hebras delicadas de este acontecimiento, capturando el ritmo y la dedicación como quien asume un oficio. En su caso, la escritura se asemeja a la labor cotidiana de esas mujeres que, con pulcritud y constancia, ponen en marcha sus máquinas de coser: las overlistas. De manera similar, quienes participamos en la revuelta vivimos la experiencia de transformar la protesta en una tarea. Al menos un millar de personas adoptaron con disciplina el hábito de desplazarse todos los viernes a una zona específica de la ciudad, como si se tratara de un compromiso a largo plazo. Esa tarea tomó muchas formas: romper el concreto piedra por piedra, en un intento de hacer crecer el pasto o simplemente como un acto desesperado frente a la necesidad de hacer algo, ofrecer camotes a los manifestantes, recopilar el listado de asesinados, heridos de bala, perdigones y bombas, dejando un registro histórico del impacto de una revuelta que no solo ocurrió, sino que dejó consecuencias palpables.
La falta de un sujeto político (aka de izquierda que estuviese a la vanguardia) es lo que deja estos hechos a merced de unos cuantos pocos locos adictos a la nostalgia. Lo que estalló aquel día fue lo social, superando ampliamente la capacidad de «cocina» de lo político. Imagino la cocina política chilena de entonces como un restaurante desbordado, incapaz de responder a la avalancha de pedidos. Es interesante cómo, en Chile, la metáfora de la cocina política alude al maquineo entre dirigentes, mientras que en Argentina evoca lo comunitario. En nuestro país, la clase política rara vez, si es que alguna vez, se ha sentado a compartir al calor del fuego con la clase trabajadora. Desde la dictadura, los trabajadores han quedado relegados a un recorrido individual, luchando por salvarse como puedan. En esa lucha, las preocupaciones colectivas se diluyen, y el diálogo con una clase dirigente que jamás ha experimentado la necesidad de salvarse por sí misma, se torna prácticamente imposible.
Uno de los puntos interesantes que Germán aborda en este ensayo de largo aliento es la falta de representación laboral en la literatura actual. Esto plantea una pregunta que resulta cautivadora, pues toca el núcleo de nuestra coyuntura: vivir en un país democrático donde los conflictos sociales se “resuelven” vaciándolos de contenido y procesándolos rápidamente en votos. Era evidente que, con la renovación de los rostros dirigentes, encarnada en jóvenes recién egresados de la universidad que inflan sus cuentas personales con millones a su nombre, el discurso iba a cambiar. Pronto escucharíamos que, en realidad, las cosas no estaban tan mal. Que el Estallido fue, sí, un grito desgarrador, pero que ahora, con ellos en el poder —personas que jamás han trabajado para ganarse un peso—, todo iba a mejorar mágicamente. Pero en estos cinco años hemos sido espectadores, más bien, de la creación de fundaciones ideológicamente falsas, de robos millonarios protagonizados por rostros jóvenes y otros no tanto, todos haciendo ostentación de sus contactos, sus fiestas, su endogamia y su liberalismo moral. Por ello, vale preguntarse, ¿se auto percibirán como trabajadores quienes hoy nos gobiernan? ¿O definitivamente tienen plena conciencia de ser empresarios de sí mismos? ¿Comprenderán que pasar de la mesada de estudiantes, financiada por sus papitos y mamitas, a un sueldo o fondo proporcionado por el Estado no implica mayor diferencia? ¿Serán conscientes de que esto les permite constituirse en un gremio, pero que jamás llegarán a ser un sindicato?
La histórica escisión entre teoría y praxis ha alimentado las reflexiones de la izquierda mundial durante al menos un siglo. En nuestro caso, el resultado de esta «cocina» fue la constituyente, con sus conceptos y su limitada praxis, rápidamente convertida en pieza de museo o en libro. Sin embargo, cuando se habla de teoría (conceptos) y praxis (acción), existe un puente: la poiesis. Entonces, ¿dónde quedó la poética de la revuelta y del Estallido? Es evidente que hubo un gatopardismo descarado, personalista, con una firma individualizada en un nombre que se autoproclamó y cuya teatralidad se masificó. Pretender iniciar un cambio desde la redacción de una ley es, quizá, lo menos poético que existe. Aunque el proceso constituyente buscó ubicar la palabra en el centro, esta se utilizó apresuradamente para nombrar el acontecimiento, adoptando un carácter colonizador, con aspiraciones de autoría exclusiva. Cabe preguntarse si entre los grupos de asesores constituyentes habrá quienes se atribuyan la autoría de algunos artículos o incluso de las polémicas, como la idea inconsistente de la plurinacionalidad. Es casi seguro que lxs hay, porque ese ha sido el tono dominante de los últimos años: poco importa el caos o los desaciertos mientras todo lleve tu nombre y, si es posible, un logo estatal.
La voz contrahegemónica que estos progres levantaron tras el Estallido de 2019 parecía hablarle al poder desde una posición subordinada, como quien entrega un petitorio con la ingenuidad de un niño escribiendo una carta a sus padres, fingiendo creer en el Viejo Pascuero y esperando recibir el regalo deseado al final de ese pacto. ¿El resultado? La poética de la revuelta y su energía vital terminaron canalizadas en la redacción de un marco normativo que no solo fue abortado, sino que, incluso de haberse concretado, habría corrido el riesgo de quedar como letra muerta. El proceso estuvo lleno de flashes, circo mediático, coaliciones y personajes falsos. Se lucieron küpam y trariwe del sur junto a otros comprados en Patronato, quizá manufacturados por una overlista local o por otra del otro lado del Pacífico Sur. Hubo sueldos para muchos, largas horas de trabajo y, de vez en cuando, algún registro histórico memorable, como las intervenciones de la machi Francisca Linconao o las contribuciones de la sociedad civil. Sin embargo, en este escenario, la clase trabajadora, los sindicatos y los oficios quedaron relegados a temas demodé, casi ausentes, tal y como Germán acusa en la literatura de hoy. Tanto como objeto de estudio o tópico literario, la clase trabajadora ha sido despojada de su potencia al ser idealizada como una totalidad unificada, siguiendo la tendencia de la teoría progresista actual. Esta teoría omite deliberadamente los matices, las estrategias de los grupos menores que ponen el cuerpo en el trabajo y que, desde esa vivencia, generan su propia autonomía. Y eso el progrerío no lo hace por maldad, sino por pura ignorancia de la realidad.
Aquí estamos, cinco años después, enfrentando una realidad para la que no existe balance suficiente. El sabor amargo de saberse peor que antes es tan fuerte que aún resulta imposible de digerir. Esta amargura compartida debería ser una señal de estar, al menos, del mismo lado; somos compañerxs en este estado anímico. Sin embargo, la autonomía que se ha construido fuera de la lógica binaria del poder —donde existen «ellos» y «los otros»— carga con una sensación de desesperanza, soledad y tedio. Este periodo parece destinado a masticar la vergüenza ajena, el «cringe» de lo que hemos presenciado. Ni siquiera conviene convocarse para odiar juntxs, porque hasta eso resulta insuficiente y desabrido. Tampoco hay energía para llamados masivos a nada; los ánimos están pesados. Lo que fue la constituyente y todo lo relacionado con lo «actual» parecen cada vez alejarse más de la tierra, hacerse humo. Incluso las performances se han reducido a meros conceptos, y las corporalidades han perdido su materialidad y su derecho a una experiencia libre de prejuicios, en espera de la denominación conceptual adecuada. La excesiva valorización del lenguaje ha llevado a interponer palabras para explicar incluso lo más mínimo de la existencia neoliberal individual, vaciando de contenido cada texto casi de inmediato. Además, la falsa conciencia y la ilusión de autonomía se evidencian en quienes se autodenominan de una manera u otra, como en el caso del movimiento feminista, que se declaran «históricas» antes de dar espacio a que la Historia emita su juicio. Esto refleja la urgencia de dejar de escuchar tanto discurso vacío y volver a pensar en otras dimensiones del quehacer humano: el vivir, el trabajar, la experiencia de la necesidad, la poética de los cuerpos y la poiesis en la praxis.
Esta generación, que se autodenominó avant-garde, construyó su identidad para llegar a donde está y, en el camino, trajo consigo la moledora de carne conceptual, vaciando de sentido todo cuanto tocó. Lo que quedó fueron eslóganes estampados en poleras vendidas en Falabella, probablemente confeccionadas por mujeres costureras, overlistas de Patronato, en condiciones laborales indignas, para que las feministas las luzcan en sus mítines en horario laboral, día de semana, para conocer Plaza Dignidad/Italia hacia abajo, encontrándolo todo «tan chori y seguro» y asegurándose de mantener a los hombres lejos. Eso es lo que construyeron: marchas sin discursos, sin rayados, sin panfletos. Pero sí con poleras estilo “Vo’ creís que soy weona” por todas partes. El humo de la ideología progresista y liberal en el Chile actual lo vació todo, llenándolo de palabras rimbombantes y huecas. Hoy, el ejercicio consiste en escribir con una mano en el teclado y ensayar discursos frente al espejo, repitiéndolos, publicándolos en múltiples plataformas y redes, pero sin la disposición de sentarse a conversar y escuchar, sin otro horizonte que el propio ruido. Así es como debieron haber sido los cabildos al principio, espacios para dialogar y escuchar. Pero, ¿qué ocurrió? En todos los territorios apareció alguien —un hijo de este tiempo, un niño fundido como dice Germán— que quiso ser la vanguardia y bajó línea, convirtiendo el cabildo o la asamblea vecinal en un conversatorio donde los que no saben escuchan al que presume saber más. Eso lo arruinó todo y anticipó la debacle que vivimos hoy. Para ello, a leer con cautela. Las overlistas de Patronato ayuda a enfrentar, digerir y, sobre todo, reflexionar en serio sobre este amargo quinquenio.
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