No es raro que un hombre, al ser intimidado de una manera sin precedentes, irracional y violenta, vea cómo sus creencias más firmes comienzan a tambalearse
(Herman Melville)
El fiscal Tamayo contaba a lengua trabada el hecho reciente, en tanto que el periodista, el único que apareció en la escena, apuntaba en un cartón de cigarros con un lápiz masticado. Era media noche en Sánchez Del Chivo donde lo corriente era el robo de reses y chiquillos fornicando en la cañada antes de llegar al vado, pero no eso que acababa de ocurrir. De repente, Tamayo ahuecó toscamente la falda del saco y abrió la puerta. Al ver el cuerpo en el suelo el periodista sintió que las rodillas se le doblaban para atrás y pidió a Tamayo la botellita que éste siempre llevaba en el bolsillo secreto. Tamayo no le preguntó cómo sabía sobre su debilidad por el aguardiente y de inmediato desenroscó, sorbió ruidosamente y se la alcanzó.
En el viejo patrullero, a media cuadra, esperaban Violante, Ámbar y Tellez. Violante apoyado en el timón, fumaba como desde hacía semanas, uno tras otro cigarrillo mentolado, mientras Ámbar vigilaba a Tellez, casi recostado en el asiento de atrás. Desde que lo encontraron sabían que vigilarlo sería una cuestión de protocolo antes que de oficio. A pesar de lo que había hecho, el detenido se mostraba tranquilo, consciente de lo que vendría para él más adelante; amable en su mirada y cálido en su trato, limpio de actitudes o manías propias de un asesino de película que era el único referente que tenían los guardias del pueblo respecto de un criminal. Era gordo, sin embargo, tenía la cabeza pequeña. Ojos saltones, boca diminuta, mentón en bolita, orejas carnosas, lentes de medida con marco de plástico, ambas patas sujetas con cinta de papel. Siempre en guayabera amarilla impregnada de un fuerte olor a sangre.
¿Va a demorar mucho el doctor Tamayo?, preguntó Tellez.
¿Tienes algo más que hacer? Dijo Violante.
No, Manuel.
¡Acá soy detective Violante y Ricardo es detective Ámbar, que te quede claro Ablandador!
No me digas así, soy Daniel Tellez.
Eras, porque desde ahora te van a llamar diferente por lo que acabas de hacer, no señor carnicero, ni Tellito, ni señor Tellez, sino Ablandador, El Ablandador.
Ámbar miró a Tellez y le dijo que el fiscal Tamayo iba a demorar revisando la escena, que por ser la primera vez tenía que hacer apuntes para…
Me parece que Tamayo es Juez de paz, interrumpió Tellez.
Para estos casos está autorizado, pero eso no te importa, Ablandador, dijo Violante. Estás hasta el cuello.
Sí sé Manuel… detective, sí sé lo que me toca. Según el código son quince años.
¿Tú lees el código?, preguntó Violante riendo.
Sí.
Ámbar hizo un gesto de resignación y se rascó un costado de la cabeza.
Es homicidio calificado, dijo Tellez.
Ni modo Ablandador, a lo hecho pecho, dijo Violante lanzando la colilla por la ventana y al cabo encendió otro cigarro.
¿Me puedes invitar uno?, preguntó Tellez.
Violante sacudió la cabeza: Después de lo que hiciste, ni hablar.
Ámbar no estaba de acuerdo. Palmeó la espalda de Violante y le dijo: Déjalo fumarse uno, por los viejos tiempos. Violante alzó la mano sin voltear y Tellez cogió el cigarrillo.
Te voy a permitir sólo uno por los tiempos de mierda que se te vienen, Ablandador, dijo Violante, aunque sé que después me vas a pedir que te quite las marrocas, o que te ayude a escapar.
¡No!, dijo Tellez y chupó con gusto, enseguida pasó el cigarrillo a Ámbar, pero éste lo rechazó. No era mi intención escapar, ¿a dónde iría?
Ámbar le preguntó si acaso no tenía hermanas en la capital. Antes de alcanzar el pucho a Violante, Tellez chupó extenso y dijo que sí, un hermano muerto en el atentado contra el Gobernador Venero y tres hermanas sin oficio, todos mayores, pero él ni loco que iría a un lugar tan grande:
Mucho para ver y muchos viéndolo a uno.
Las pocas veces que estuvo se sintió absorbido por una sensación de abandono y cierto pánico al desconocimiento de lo que podría estar aguardando por él a la vuelta de la esquina. «Calles multiplicándose como ganado a cada paso, edificios con barrotes en las ventanas, como cárceles, avenidas corriendo como ríos negros y sobre éstos un cambalache de comercios y ambulantes atacando como en la guerra, montados en sus carretillas descachalandradas que gritan un clamor ferroso que asusta»
¿Comerciantes atacando? Preguntó Ámbar.
No me gustan las ciudades violentas, dijo Tellez, y Violante escupió el humo en una bulliciosa carcajada. Ámbar dijo que lo lógico era escapar, se preguntó por qué Tellez no lo había hecho.
El carnicero leyó su gesto: No tenía planificado que me descubrieran, pero me ganó el mal, dijo.
De repente, apareció Tamayo sorteando con dificultad las piedras de la trocha, casi cargando al periodista.
A ver, Manuelito, dijo revolviendo el dedo para que éste bajase la luna del carro; van a pedir permiso a sus mujeres porque esto va a demorar, voy a ir con este señor al juzgado a recoger unos papeles y volvemos en lo que canta un gallo.
El periodista, un muchacho de cabeza angulosa y maneras de niño, asintió y siguió el paso tambaleante de Tamayo hacia la oscuridad.
¡No se puede hacer nada bien!, dijo Violante.
Ámbar pidió a Tellez seguir con su relato.
Me ganó el mal Ricardo, no quería que mi esposa sintiera dolor, por supuesto, pero tenía que irse, era lo justo por lo que me hizo, pero no de esa forma tan dolorosa.
Violante exhaló enfadado, pero no interrumpió.
En la tarde cerré el puesto en el mercadillo y por los nervios olvidé el «Sabor a mí».
¿Pensabas darle veneno? ¡Miserable!, dijo Violante.
Sí, pensaba darle, pero alguien me dijo que si le agregaba chumbe, cotilpa, y citronela para el olor, Marta no sufriría, se dormiría y listo.
¿Quién te dijo eso?, preguntó Violante
No importa quién proporciona el arma, detective, sino quién la dispara
¡Entonces eso confirma que no has leído un carajo del código!
Tellez no respondió y continuó su relato: al día siguiente me despertaría como todos los días, dejándola dormida en la cama, tomaría mi desayuno y al salir encontraría al lechero Ganoza diciéndome: ¿Ya está despierta la Marta? Y yo le diría: Sigue privada como un oso, a ver si te escucha. Pero, como ya dije, olvidé la sustancia. Entonces pensé posponer lo que iba a hacer, pero en la plaza me crucé con El Andaluz y fue cuando el mal me ganó.
Ámbar, algo nervioso, preguntó si sólo fue por celos, sin embargo, Violante exigió a Tellez repetir los efectos de la mezcla.
Se queda dormida, detective Violante; si hay vida más allá de la muerte, quiero pensar que entonces Martita vivirá soñando por la eternidad.
¡Eso es absurdo!, dijo Ámbar.
Violante hizo un largo silencio. Tellez enjugó el sudor de su cara contra el hombro. Ámbar contempló a Violante que estiraba lentamente los brazos sobre la consola del carro hasta marcarse el emblema del timón en la frente. Los lloriqueos de Tellez parecían el crujir del vidrio, se oyó también el chirriar de las marrocas que le ajustaban más de la cuenta, y el sorber atropellado de su diminuta nariz. Violante no quería pensar en lo que vendría. Esa misma noche, horas antes, Avelino Feo, lo buscó en su casa y le dio el recado de Daniel Tellez. ¿A dónde vas? le preguntó Obdulia, su mujer, pero Violante no respondió, hacía semanas que no le hablaba por el tema de la perfumería. Con su pensamiento de vuelta en el patrullero Violante dijo a Tellez:
Entonces ¿le diste sólo un golpe con el ablandador?
Sí, en la nuca, y te mandé llamar.
Y dime ¿desde cuándo tu mujer se encamaba con El Andaluz?
Tellez dijo que antes de llegar a los cuarenta su esposa no había necesitado oler bien para nadie, aunque sonara extraño, a Marta Tellez la seducía más el tufo de la menudencia, el mondongo, la lengua y el riñón. Ámbar arrugó la frente y dilató las fosas en un gesto simiesco. Según su marido, Marta Tellez hubiera descrito su prurito por la fetidez como una forma de admiración al carnicero, quien le perdonó tener la matriz más seca que una penca, a pesar de ser joven. El carnicero Tellez quería tener niños, por supuesto, pero Marta era para él la vida, así que decidió vivir sin la «sagrada compañía de los críos». Así pasaron los años. Daniel y Marta Tellez se resignaron a la ausencia en compañía. Para ambos fue doloroso, pero sólo Daniel hizo un estoico ritual de renuncia. Metió los huevos en una taza de toronjil hirviente y se declaró un cuarentón con el destino marcado por su propia voluntad. Al principio los esposos hicieron lo que todos en tales condiciones, se enmascararon en un ímpetu juvenil de dos chiquillos que recorren el mundo haciendo autostop, derritiendo bajo el calor de todas sus voluptuosidades el poco cobre que tenían, celebrando la ausencia de responsabilidades o embarcándose a conciencia en un naufragio. Sin embargo, la suerte les llegó en el preciso momento en que habían perdido el rumbo. El padre de Daniel Tellez, un viejo carnicero que nunca echó la carne al asador sin antes escrutar con lupa la totalidad de sus estrías, se convirtió en un recipiente parlante de cientos de parásitos de puerco. «Paradoja», dijo el viejo Tellez en su lecho de muerte, señalando el pilón de barril que conectaba su cuerpo a una válvula que ya no lograba drenar el universo de trichinella que lo había poseído. Así Daniel Tellez se hizo carnicero y Marta Tellez una ama de casa que juró vivir para amar a su marido, aunque el destino volviese a conjurar. Conscientes del privilegio que significa recibir una gran oportunidad en un pueblo de mierda sembrado de tolvas y cascajales, propiciaron con esfuerzo el crecimiento del negocio que nunca consideró la expansión. En sus ratos libres, que eran pocos, hicieron sobrios y breves viajes a la frontera regional, a Yerbabuena: Las playas vírgenes de Sánchez; asistieron obsequiosos a cenas con sus más cercanos amigos, entre ellos Ámbar y Violante; almuerzos, ceremonias de aniversario donde apenas llegaban al medio litro de cerveza. Pensaron adoptar un niño en la ciudad, pero rápidamente desistieron, ahí fue Marta la que hizo un ritual. Sintiéndose curados de sus anhelos compraron un perro al que llamaron Epílogo y al que adoraron con adolescencial euforia, pero a las pocas semanas terminó como un rollo de carne casi soldado a la defensa del Jeep de Octavio Dongo, un arrocero del valle. «Supón que no era un perro, sino nuestro hijo» …. «¡Cállate, Daniel!», dijo Marta arrancando las hilachas sangrantes que quedaban del pequeño animal. Después de enterrar al perro en las pampas de La Balanza agradecieron no tener hijos. Esa misma noche, no saben por qué, tuvieron relaciones en posiciones tales y se tiraron abajo el mosquitero del dormitorio. En adelante la vida continuó con la misma consciencia de privilegio hasta el día que Marta adquirió un inusual olor a bergamota que la acompañó todo el lunes. Al día siguiente almizcle blanco que, llegado el miércoles, cambió a peonía y a jazmín el jueves, sándalo el viernes, jacinto el sábado y en la misa del domingo el padre Villasante no la confesaría sin antes conocer la marca del perfume que estaba usando… «Volupté», dijo la esposa del carnicero del pueblo. Llegado el lunes sus olores torcieron a un fuerte y doméstico efluvio marino.
¡¿Qué hubieran hecho ustedes en mi lugar si sus mujeres…? ¡Pon! La cabeza de Tellez golpeó contra la lata tras recibir un culatazo de Violante.
¡No te atrevas a mencionarlas, asesino de mierda!, dijo y bajó del patrullero.
Ámbar se frotó la cara y súbitamente se acercó a Tellez:
¿Por qué no me hiciste llamar a mí antes que a Violante?
Tellez abrió los ojos, agitó la cabeza y torció la cara en una sonrisa cansada. Un punto de luz se encendió en la oscuridad. Violante acababa de encender otro cigarro que fumó a medias mirando al cielo. Segundos después entró al patrullero enmascarado en una nube de humo. Tellez se quiso disculpar con él, pero Ámbar lo interrumpió proponiendo a Violante llevar al detenido a la comisaría, ya que sospechaba que Tamayo y el periodista no volverían.
Ha pasado tiempo suficiente Manuel, ya sabemos cómo es esto… Deben estar en el bar de Rubirosa, arranca.
¿Entonces le metiste Chumbe, Cotilpa y qué más? Preguntó Violante con la mirada al frente.
Tellez dijo que sí, una infusión de las dos primeras y una pasta de Citronela que debía ser molida en piedra.
¿Qué dices Manuel?, intervino Ámbar
Violante se tiró contra el espaldar del asiento haciendo crepitar el cuero y se peinó con ambas manos los parietales, luego echó una larga exhalación que parecía una serpiente bajo la luz cuprosa de la bombilla. Ámbar vio eso y trató de esconder la cara en su propio reflejo contra la ventana. Tellez sintió que grado a grado el ardor en las muñecas aplacaba. El silencio se prolongó en el salón del patrullero. Ámbar pensó en coger su pistola y salir corriendo, a él sí le gustaba la vida en la ciudad, la libertad; había nacido en la quinta Vaca, en el pasaje de los curanderos que está a dos cuadras de la Plaza Mayor de Luenga, palabra que nunca pudo pronunciar correctamente.
Violante encendió otro cigarro y buscó el reflejo de Ámbar en un paño nuboso que se había formado en el vidrio. De repente cogió el timón y preguntó:
¿Quién hace guardia hoy en el mercado?
Ámbar cruzó los brazos y cerró los ojos arrugando la frente.
¡Cocoli! Dijo Tellez entusiasmado, y ya sabes que es una tumba.
Violante arrancó. Desconcertado, Ámbar quiso preguntar si lo que estaba pasando, realmente estaba pasando, pero de haberlo hecho hubiera quedado como un pelele frente a sus amigos que conocían sus vidas al derecho y al revés. Ámbar sintió miedo y al mismo tiempo se compadeció de Violante.
Yo no voy Manuel, yo me bajo acá y me busco una coartada en el acto.
Violante sujetó firmemente el timón y con el otro brazo zafó un duro revés sobre la cabeza de Ámbar forzando una curva en la oscuridad para evitar estrellarse en la cañada. La expectativa carcomía de felicidad a Tellez. Ámbar metió la cabeza entre las rodillas tratando de unir el boquete que le había abierto Violante con el engaste del anillo. Sacó un pañuelo, lo dobló e hizo presión.
¡Quítenme las marrocas por favor, se los ruego!, dijo Tellez excitado.
Los policías no le hicieron caso. Afuera la cortina de polvo ascendía enrojecida por los faros del patrullero. Violante retomó la marcha sobre la trocha. Minutos después aparcaron a espaldas del mercado. Ámbar repasaba las indicaciones que le dio Tellez, mientras Violante explicaba a Cocoli lo que es capaz de hacer un calibre 38 en el culo de un ser humano.
…Y usted jefe no sabe lo que es capaz de hacer esto con un calibre Godzilla, respondió Cocoli acariciándose el culo con el gigantesco candado de la cancela.
Violante volvió al patrullero y Ámbar fue al quiosco de Tellez en busca del preparado de chumbe, cotilpa y citronela. A los minutos subió al patrullero sin decir palabra, sacó la botella de la bolsa y dijo: ¡Conforme! Enseguida Violante encendió el motor. En el camino Tellez volvió a pedir que le quitaran las marrocas y sus amigos volvieron a ignorarlo.
¿Cómo voy a sacar el veneno? Insistió.
Sólo una débil bombilla iluminaba la entrada de la casa. No era la primea vez que Ámbar abría la puerta de Tellez, la cerradura estaba tan aceitada que «podría abrirse con una hoja de laurel» decía. Nuevamente en el patrullero, recostado sobre el espaldar y listo para un nuevo golpe, Ámbar dijo que los acompañaba hasta ahí y que verdaderamente podría conseguir una coartada… ¡Crec! Violante quitó el seguro a su pistola y apretó el cañón contra la frente de Ámbar.
Esto se acaba en un par de horas. Ahorita Obdulia, en seguida El Andaluz… A ese perfumero de mierda sí le va a doler, dijo Violante.
No te vas a arrepentir Manuel, incluso si lo harías como yo hice, dijo Tellez… y ¡paf! Violante disparó su revólver a la lata del techo, muy cerca de la cabeza del carnicero.
Aparcaron a dos calles de su casa. Violante y Ámbar dejaron el patrullero y echaron llave a las puertas. Tellez daba fuertes cabezazos a las lunas y gritaba que sus manos y cuello empezaban a adormecerse:
¡Quítenme las marrocas mierda!
Poco después las primeras luces del día llenaron el carro de un cobre chillón que hizo despertar a Tellez quien, hasta hoy, asegura que ese resplandor fue el que lo devolvió de la muerte.
¡En la casa de Violante! gritó en cuanto vio a Tamayo y al periodista pasar abrazados por la calle, sin rumbo, montando y desmontado la vereda, andando y desandando el empedrado que se hacía tierra conforme se acercaba a la ronda. Tamayo abrió la puerta y cogió la pistola del asiento en cuanto vio que Tellez no tenía marrocas.
¡Las manos arriba, carnicero! dijo, buscando con la mirada al periodista que se había alejado para mear contra un bajo de carrizos, apoyando la cara al muro de adobe.
Tellez vio sus manos libres y saltó del asiento. Tamayo percutó muy cerca con los ojos cerrados. Tras el disparo la oreja de Tellez terminó como una loncha quemada sobre el empedrado.
El siguiente es el certero, dijo Tamayo.
Tellez alzó los brazos, conteniendo la hemorragia con su hombro derecho. ¡Están en la casa de Violante!, dijo enseguida.
Me lo imaginaba, respondió Tamayo, luego cogió la pistola con la otra mano y sin dejar de apuntar se metió los cinco dedos zurdos a la garganta. Tellez jura que no vio caer vomito alguno, sino un pedazo de un hígado. Ya sin el vértigo que le hacía sentir la cara como un guante puesto al revés, Tamayo obligó a Tellez avanzar hasta el final de la calle, donde le hizo abrazar el poste y enseguida le colocó las marrocas.
Luego de ver la escena en casa de Violante no fue necesario meterse los dedos para provocarse otro vómito. Tamayo escupió súbitamente la otra mitad del hígado sobre el cuerpo de la señora Violante que parecía una caricatura saltando al vacío. Tamayo también saltó sobre el sillón cuando las suelas de sus zapatos empezaron a deslizarse incontrolablemente sobre la sangre. Según la pericia exprés del juez de paz, la primera en caer habría sido la señora Obdulia Violante luego de ese único tiro en la frente. La suerte del marido hubiera sido la misma que la de Ricardo Ámbar ya que su anhelo, después de percutar, era también morirse, pero no con el mismo dolor que seguramente sintieron su esposa y su amigo. Violante fue a la cocina, echó «Sabor a mí» en una segunda taza que sí pudo sostener esta vez, y disolvió con dificultad la mezcla por la tembladera en las manos: chumbe, cotilpa, y citronela (receta que Ámbar conocía desde que fue infante en la quinta Vaca y proporcionó al carnicero para su macabro fin. «Gracias amigo», le dijo éste y Ámbar cogió sin vergüenza el billete de cien que le deslizó bajo la mesa del bar).
La habitación olía a perfume, pero los rayos de sol que empezaban a escanciar por las junturas de las tablas ponían en predominancia la sangre. Tamayo bajó del sillón y fue a saltos hasta la cocina, dio una patada al cuerpo de Violante que estaba en posición fetal, palma contra palma aprisionadas entre sus rodillas. Su sonrisa lo vivificaba. En el baño encontró a Ámbar amortajado en papel higiénico y sangre, como una momia de feria. Tamayo vomitó una tromba de aire esta vez, y ya en la calle, un sanco de bilis luego de ver que la esquina estaba vacía.
¡Telleeez!
El periodista recostado en la vereda se hacía visera con la mano al tiempo que acariciaba a un perro callejero.
Esas cosas pasan doctor.
*Foto principal: Jhonatan Segura
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