Juan Marín hizo algo terrible, pero creo que su castigo fue desmedido. Esta es la única invectiva que le tengo a El último neógrafo, todo lo demás son elogios. Parto con esto, porque me lo pide la conciencia, un develar necesario para discurrir con libertad. Creo que es el mejor homenaje que le puedo hacer a este libro, seguir su propia pulsión, lo que deja al lector, el anuncio de un mundo de porosidades y transformaciones.
Nada en este libro es predecible, todo navega sin heroicidades ni reglas teleológicas; conflictos no lineales, narrativas discontinuas y empalmadas, palabras descompuestas de las normas gramaticales.
El último neógrafo es un libro vital para el país del presente. Digo presente para decir siglo XXI. Es un libro que desearía ver recorrer varias décadas para hacerse cada vez más necesario y útil. Los jóvenes chilenos, sobre todo los jóvenes proletarios chilenos, estimulados por comprender a los indios rebeldes del sur, podrán leer este libro y encontrar una historia y un sentir, pero por sobre todo tener una imagen de los mapuche del siglo XIX, tan viva y tan actuante de nuevos mundos, que desearán entender y sentirse acontecidos por la envergadura histórica de aquel pueblo añoso y perdurable. Te agradezco, Ignacio, por el gesto.
¿Puede haber literatura chilena que logre representar la vida mapuche? Ignacio Álvarez muestra enormes capacidades de afirmar esta posibilidad. Por supuesto, no se trata de un principio etnicista, aquel encuentro con una verdad supuestamente imperecedera e inamovible del mundo americano. Más bien se trata de todo lo contrario.
La colonización es un fenómeno total para las vidas colonizadas; no solo sus territorios y sus cuerpos se ven desposeídos, sino que también sus representaciones. Esto, en un primer ángulo, emerge solo como repetido y profundo dolor, pero trae aparejado una limitación en el campo de los vencedores.
Todo lo anterior tiene una serie de nociones que vale la pena explicar para avanzar. Cuando les digo vencedores a los chilenos, quiero referirme a un tipo de institucionalidad profundamente capilarizada en la vida social: aquella que extirpa, no de manera completa, pero sí bajo una alta radicalidad, la presencia activa de lo indio por entre la chilenidad. Los chilenos no se sienten indios, y hasta cierto punto los puedo llegar a entender, desconocen la envergadura histórica que cargan sobre sus propios cuerpos.
Claro, por lo general, sus entradas al mundo mapuche son chispazos de violencia, hasta cierto punto irracional, y cuando no, de una heroicidad ercillana que sirve solo en tiempos de contundentes romanticismos. Habitamos tiempos no románticos, nos acontece el pragmatismo, la supuesta vulgaridad de los días. Y pareciese que eso fuese un problema, pero El último neógrafo nos rescata del abismo. La situación no es empujar sin meditación los sueños, es beber de ellos para hidratar las perspectivas y las acciones. Esta imagen necesita de una representación poco o nada mágica, sideral o heroica, mucho menos barbárica por supuesto; todo lo contrario, le es urgente un modelo de expresión pública que sienta y experimente la vida pragmática, que se sumerja en ella, es decir, que conozca del error y la traición, que transite por las complejidades de la traducción, que sienta la soledad del mundo, que atraviese los problemas concretos de lo humano, sin poderes cósmicos o históricos. Los mapuche de carne y hueso, inmensamente humanos, radicalmente modernos.

El personaje principal de El último neógrafo, Juan Marín, es hijo de un Ñidol, de una gran autoridad mapuche, poseedor de tierras, animales, mocetones y shiñurras. Un hombre importante. Marín es hijo del Lonko Curín y de una francesa que fue arrojada por el mar en un naufragio. Desde su nacimiento conocemos el valor económico de Marín: un reloj que, siendo una herencia de su padre, es regalado por el presidente de Chile al Lonko Curín. Curín, a cambio, entrega a su hijo. En un juego de dones y regalos, un mestizo es un reloj. Ambas entidades, en algún recodo de sus vidas, son equivalentes: pueden ordenar el caos del mundo, permitir una convivencia de recíprocos reconocimientos de verdad, pero también pueden activar el fin, una bomba, o, menos dramático, el conteo hacia una impostergable transformación. Marín, en la novela, en un punto emergente de su vida, vale lo mismo que el reloj del padre de un presidente; en perspectiva, no es tan poco.
En este primer juego de equivalencias, siento un destino material y vivo en Marín, algo que permite su transcurrir, que no detiene el tiempo, que avanza obligatorio y fluctuante hacia nuevas modulaciones de sus pulsiones humanas. Es un mapuche mestizo, ambiguo desde sus orígenes, resuelto a reconocer verdades teóricas y/o develar inconsistencias, según sea el caso. Quizás su error, como todo reloj minutero, no es tanto fallar en sus cálculos, sino volverse indemne a las fluctuaciones del tiempo, no comprender sus severidades y sus matices, todo aquello que sí permite observar la perspectiva y la física cuántica.
Quizás Marín solo es un moderno del siglo XIX. Bueno, no puede ser de otra forma, allí acontece su historia. Aun así, su imagen tiene un ritmo que acontece bajo las derivadas de una realidad concreta y jerarquizada, posee una velocidad y un tempo que se hace cargo de su historicidad concreta, sin una ensoñación teleológica, es decir, sin heroicidades de destino. Esto lo torna reconocedor de la vida como un laboratorio técnico y estético permanente; la más importante intensidad de la modernidad: saber que la realidad no es un asunto de reglas escatológicas, cosmogónicas cuando se trata de indios, sino de tramas de representación, y en ellos solo acontece la traición o el error, la imperecedera muerte, el ejercicio de traducir todo aquello que se nos escapa, es decir, lo que solo nos pertenece de manera contingente.
Nuestro personaje traduce y traiciona; luego se calla. Después habla y hace algo terrible. Algo tan terrible que termina profundamente humillado. Su traducción de la realidad está sometida a los principios del hombre blanco del siglo XIX, allí el error de su traducción, es lo que aprendió de niños con los curas. No. No con los curas, sino que con un cura alemán más obsesionado con los problemas humanos que con las cuestiones divinas. Marín sabe mapudungun por su padre, francés por su madre, español por los chilenos y alemán por el cura capuchino. Transita entre varias lenguas, pero no parece comprometerse con ninguna. Eso sí, traiciona siguiendo un español advenedizo de toda realeza, un castellano que duda del espíritu monárquico de un francés, al tiempo que se convence de la torpeza de su padre en mapudungun. Es un moderno educado por los curas; racional, pero culposo. El Lonko Curín lo trata de imbécil; en esto estoy con el Ñidol. Juan Marín no entiende los movimientos de su padre mapuche, esa búsqueda de vivir de forma emancipada, y si eso significaba estar con la monarquía, pues, en el siglo XIX, había que hacerlo.
Marín, en algún sentido, es también un romántico. Conoce tan a cabalidad las posibilidades del lenguaje —esto de que toda traducción es una traición— que intenta silenciar su habla de manera definitiva. Pero, claro, el habla no es el lenguaje; sus gestos, sus ritmos, sus sueños, comunicaron una verdad que fue atrapada por los únicos que podían hacerlo, un grupo de hombres obsesivos de la emancipación concreta y quimérica de todas las palabras y las cosas.
El breve tratado teórico sobre el dinero que se lee en nuestro libro, además de una bella composición narrativa, es un tremendo aporte para pensar otros derroteros imaginativos de la emancipación. Este tema me cautiva, aunque no puedo profundizar en esta ocasión, pero solo digamos que una teoría del valor que reconoce la mutabilidad de los objetos, su condición mutante y transformativa, es una teoría sobre lo humano que deja de relacionarse con las cosas solo bajo procedimientos llanos y repetitivos, la repetición mortífera de la máquina, y se aproxima, por el contrario, a una nueva relación entre los humanos y su exterioridad física, una que reconoce que la técnica nos puede salvar, siempre y cuando abracemos que las cosas tienen sus propias vidas y trayectorias, que pueden cambiar de valor, uso y significado, es decir, una relación con ellas artefactual, no meramente acumulativa. En otras palabras, volver a estimular la relación entre los humanos y las cosas que tenían los pueblos de América; entre ellos los mapuche.
Los chilenos, si logran atravesar sus vergüenzas y edificar una representación menos anodina de los mapuche, podrán expandir sus potencialidades humanas. Para mí, este es el mayor aporte de El último neógrafo: lograr representar la alteridad radical de la sociedad chilena, desde Ercilla hasta nuestros días, mediante un fuerte compromiso con la humanidad del indio, con sus virtudes y sus defectos. Todo esto no me interesa tanto, en este caso, en el vértice de lo justo sobre las vidas despojadas y deshumanizadas, sino que me moviliza desde la propia necesidad de los chilenos. Ustedes, nosotros, necesitamos una imagen menos quieta y petrificante del mundo indígena, esto es vital si los chilenos quieren dejar de ser copia y calco, y convencerse de la creación heroica que tienen por delante: construir sus respuestas universales. Para ello necesitan impostergablemente reparar y resarcir la humanidad degollada desde 1541. Nos quedan pocos años para nuestros 500 años compartidos; veo, por intermedio de la obra reseñada, que hay espacios para llegar juntos y poder no solo conmemorar sino celebrar que fuimos capaces de reconocer nuestras humanidades mutuas.
En fin, hasta acá incluso nos puede llevar El último neógrafo de Ignacio Álvarez, un libro que recomiendo a rajatabla.
Santiago, 4 de septiembre de 2024
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