Minúsculas anomalías desde Bicho raro de Amapola Fuentes
Un paquete se presenta como anomalía para la lectura. Abrimos el cubo de plástico transparente, que contiene un origami impreso, un fanzine-instructivo y unos lentes de Fresnel. De inmediato, la transparencia del cubo me parece una ironía ante la diversidad de los códigos contenidos. No lo veo con la reticencia que me generan aquellos dispositivos pretenciosos, así llamados objetuales, con los que textos que no consiguen llegar a libros se enmascaran en recursos visuales o materiales, para situarse en el mercado de curadores y coleccionistas. No. Bicho raro está hecho con dedicación, pero es humilde frente a los atributos de su despliegue.
Decido ignorar el instructivo y desarmar de entrada el origami, sin descifrar si se trataba de una rana, una cigarra o qué diablos. Sabrá disculpar la autora. Las cajas son siempre una provocación a lo que no sabemos. Como matrioskas textuales o legos que están cambiando constantemente de forma. Pienso en las cajas de Montalbetti, esos ejercicios de lógica que interrogan entre otros a la capacidad de contención del lenguaje. Resuena Bolaño, o más bien resuella: “¿qué hay detrás de la ventana?”.
Se abre un mundo. Y por pequeño, virtuoso. Porque se sitúa desde esa otra escala, que es la de los bichitos. Los insectos. Animales pequeños. Desplegado el origami en una hoja cuadrada, ya arrugada hasta volver imposible su retorno a la forma original, notamos en una cara las definiciones enciclopédicas de las palabras bicho y raro. En la otra, el testimonio de la autora en el que relata cómo desde niña fue percibiéndose extraña. Con problemas para socializar, en sus palabras. Y cómo, desde esa ajenidad frente al vínculo gregario de la humanidad, encontró en cuncunas y cucarachas un afecto que despuntaba en forma de contemplación.
Bicho raro (2024) surge de la primera generación de cursos de EducaMAC, la unidad de educación del Museo de Arte Contemporáneo Quinta Normal. Dentro del módulo de autopublicación, a cargo de la Fanzinoteca Espigadoras, se les pidió a las asistentes que para la primera clase llevaran un objeto personal significativo. Una señora llevó una huincha de medir, otra un juguete de la infancia. Amapola llevó a Manuel: una avispa mata-arañas disecada. El desafío era producir un artefacto a partir de este objeto. Una autopublicación compuesta de materialidades diversas, que pudiera amplificar las sensorialidades, más allá del clásico formato del libro como suma de tapas y hojas. Pero además, Amapola buscaba honrar este minúsculo cuerpo taxidermizado.

Aunque la autora (1993), filósofa de formación, ha investigado y divulgado ampliamente acerca de corrientes post-humanistas, relaciones simbióticas y ficción especulativa, afortunadamente aquí no encontramos el vocabulario de nicho en que se desenvuelve ese imaginario académico de los (no tan) nuevos materialismos. Considerando las recomendaciones vertidas en el instructivo, la obra puede recibirse como una invitación a observar las escalas menores de existencias alrededor. La gracia es que, con este gesto, recrea las condiciones para otras sensibilidades, obliteradas por la mega escala de lo humano subsumido al capital.
Si bien existen algunas preguntas hacia el final del fanzine, éstas pueden quedar sin responderse, en la medida que las posibilidades de imaginación a que invita Bicho raro se amplifican con el uso del lente de Fresnel. Éste consiste en una pequeña placa de unos 4 x 8 cms., cuya rugosidad de lejos parece alterar la visión, pero de cerca se muestra como una práctica lupa para la observación de escalas ligeramente menores. No conseguí advertir los ácaros de mis dedos, pero al acercar el lente a la suculenta que acompaña mi escritorio, noté la infinidad de pilosidades que rodean su trama. Y creí ver en ellas un patrón. Debe ser muy tarde, dije, borracho de sueño.
Luego ubiqué el lente sobre el mismo papel del origami. Pese a que los pliegues permanecen marcados, noté con mucha claridad las líneas de impresión de los rodamientos, propia de la tecnología de inyección de tinta. Imagino a la autora, como otras y otros escritores que permanecen fieles a la cocción casera de sus textos, imprimiendo estos Bichos en una pieza de su casa precordillerana, acompañada por las múltiples presencias que aparecen en la alta noche.
Amapola entrega una minúscula cajita de herramientas para producir anomalías, en lugar de pretender detectarlas. Uso la palabra anomalía invocando a López Petit, es decir, buscando un significado más allá de las reglas: como deserción, como desujeción, como desinscripción a las formas de vida dominantes. Y puesto que ese descalce nunca está libre de dolores, es allí, en el desgarro de saberse y sentirse por fuera, que la existencia se abre a captar la presencia de otras existencias, invisibilizadas por sus dimensiones. Karen Barad nos recuerda que las escalas no son entidades ontológicamente independientes, sino que surgen de manera contingente de las prácticas materiales que configuran cada fenómeno.
¿Cómo se enhebra el dolor del malestar en la dicotomía entre lo micro y lo macro? Este artefacto ni siquiera pretende vehiculizar aquellos padecimientos, ni tampoco acuciar con digresiones filosóficas, sino quizás hacer una cosquilla al ojo afinado en Calibri 11, para que pueda tomar nota también de las partículas de tinta sobre la lámina orgánica que es el papel, aun el bond blanqueado.
Bicho raro consigue una interferencia en las sensibilidades acostumbradas de la lectura. Sus efectos no dependen del texto, ni siquiera del orden de uso. Te acerca juguetes para atender otras partes del mundo inmediato. Otros modos de establecer relaciones. Por lo tanto, es una guía para salirse de sí. Y, con ello, al menos algo del poema -algo como la hendidura o traza creadora- queda realizado.



