Catherina Campillay: «La ternura y la violencia son dos dimensiones difíciles de separar»

septiembre 12, 2025
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La poeta y fundadora de Agata Musgo Editora presentó recientemente su libro “pasar la sal en la mano” (Overol, 2025), obra en la que recoge creencias populares, supersticiones y pequeños rituales para dar forma a sus poemas .

Catherina Campillay (Viña del Mar, Chile) es poeta, historiadora del arte y actualmente culmina el Doctorado en Literatura en la PUC. Su trayectoria tanto en la vida como en la academia ha estado marcada por la escritura, que comenzó desde la infancia en forma de canciones y diarios en blogs adolescentes, para transformarse luego en una búsqueda poética ligada a la experiencia, la imagen y el espacio.

En cuarto medio participó en un taller de poesía en la Fundación Neruda (Valparaíso), experiencia que consolidó su decisión de tomarse en serio la escritura. Tras estudiar Teoría e historia del Arte en la Universidad de Chile, su vínculo con las palabras se entrelazó con lo visual, un cruce que sigue presente en su obra y que más tarde profundizó al cursar el Magíster y el Doctorado en Literatura.

Su poesía se gestó en un proceso largo y cuidadoso, iniciado hacia 2016, cuando comenzó a escribir los textos que darían forma a su primer libro. Ese proyecto atravesó múltiples ediciones y transformaciones, en donde pudo reflejar la manera en que su trabajo poético dialoga con la síntesis, la construcción de imágenes y la reflexión sobre el espacio.

Entre sus influencias reconoce tanto la tradición chilena con autores como Gonzalo Millán y Elvira Hernández como descubrimientos formativos, entre ellos La nueva novela de Juan Luis Martínez, que le abrió un horizonte de posibilidades sobre lo que la escritura podía ser. Asimismo, nombres como Clarice Lispector y diversas lecturas de poesía traducida alimentaron un proceso intuitivo de exploración y experimentación.

Campillay concibe la escritura como un hábito inseparable de la vida, un modo de procesar lo vivido y de tensionar la relación entre experiencia y lenguaje. En su obra se advierte una atención al desajuste, a la densidad que surge cuando las palabras intentan dar forma a lo inasible, y a la potencia de la imagen como núcleo de sentido.

-En “pasar la sal en la mano” surgen imágenes de cruces, santos, Judas… pero no desde un lugar devocional, sino más inquietante. ¿Cómo se da esa relación entre lo religioso y tu escritura?

Creo que más que con “lo religioso” entendido como una estructura establecida, el libro tiene que ver con las creencias. Algunas son religiosas, otras son más populares, vienen de distintos lados, pero en el fondo funcionan como formas de darle sentido al mundo. Esos referentes simbólicos —las cruces, las medallas, los santos— permiten pensar en cómo las cosas se relacionan entre sí, cómo funcionan las nociones de causa y consecuencia. Por eso aparecen esas imágenes: porque son parte de un imaginario muy común en Chile, un país muy católico, pero también atravesado por otras maneras de entender la fe, la devoción, las supersticiones. A mí me interesa cómo esas creencias, mediadas por imágenes y símbolos, permiten navegar el mundo con sus contradicciones.

No soy especialmente religiosa, pero me di cuenta de que ese universo empezó a surgir en mi escritura de manera bastante orgánica. El libro no nació como un proyecto definido —no me senté a decir “voy a escribir sobre lo religioso”—, sino que fue un proceso de escritura muy concentrado en un periodo. Al principio sentía que los poemas no se comunicaban mucho entre sí, pero con el tiempo, releyéndolos, me di cuenta de que lo que los unía era justamente esa forma de mirar el mundo a través de las creencias, de los objetos, de las imágenes y los símbolos. Ahí también entran las supersticiones; aunque yo no me consideraba especialmente supersticiosa, me di cuenta de que en mi imaginario estaban muy presentes. Por ejemplo, el título pasar la sal en la mano viene de una superstición que escuchaba en mi familia: que si alguien pasa la sal de mano en mano, esas dos personas van a pelear. Esa imagen surgió de manera muy natural, pero después vi que ilustraba muy bien lo que estaba trabajando: esa lógica donde ciertos objetos o gestos materiales tienen consecuencias directas sobre lo que va a pasar.

Entonces, en el fondo, lo que aparece en el libro es una mezcla de imágenes religiosas —las que había en mi casa, en el entorno— con esas supersticiones más cotidianas, y todo eso se volvió una manera de entender cómo la voz se relaciona con los objetos, con las imágenes y con el mundo.

-Sobre el cuerpo: en tus poemas aparecen heridas, marcas, remedios, cicatrices… ¿qué significa para ti escribir desde ese lenguaje corporal?

Creo que, en este libro especialmente, tiene que ver con la experiencia de lo material, de los objetos del mundo, que inevitablemente pasa por el cuerpo y por lo sensorial. El cuerpo aparece siempre en relación con otra dimensión que no es solo material, sino también simbólica. En ese sentido, el cuerpo está entendido como un objeto más del mundo, sometido a reglas que a veces son culturales, a veces arbitrarias, otras inventadas, pero que están ahí y atraviesan la experiencia. No diría que la indagación en el cuerpo sea el centro del libro, pero sí es un lugar importante: aparece como testigo, como una forma material de estar en el mundo.

Esa materialidad está siempre cruzada por la creencia, por la idea de conexiones, de signos, de sincronías. Es decir, esa noción de que siempre algo está significando otra cosa, de que hay desplazamientos de sentido. En ese marco, el cuerpo funciona también como un espacio desde el cual se conocen y se reconocen esos elementos.

-En tu libro aparece la ternura en un poema donde dices: “le haría cariño/ muchas veces no puedo/ transmitir esta ternura/ las ternuras compartidas/ buscan techos/ se protegen de la humedad”. Quiero preguntarte por la ternura y la violencia, porque en tus versos se mezclan estas dos imágenes. ¿La ternura es una forma de resistencia frente a la violencia?

No sé si lo pensaba tanto como resistencia. Más bien siento que en estos textos, y en la voz que los construye, siempre hay un movimiento entre esos dos polos: la ternura y la violencia. Son dos dimensiones difíciles de separar.

Hay poemas donde la violencia aparece con más fuerza —a veces incluso dirigida hacia sí misma— y otros donde está esa búsqueda del afecto, de la ternura. Creo que son como dos lados de una misma moneda. Están conviviendo constantemente en la manera en que esta voz se relaciona con el mundo, con los otros, con las coincidencias y sincronías que va registrando.

Creo que también tiene que ver con la vulnerabilidad, con buscar la protección en esa relación con el mundo como una manera de protegerse de todo lo que pueda aparecer como amenazante. La ternura necesita también de habitar esa vulnerabilidad, explorarla y reconocerla. Además, hay que pensar que las imágenes religiosas que aparecen en el libro, muchas veces traen consigo violencia: el martirio, el sufrimiento, el sacrificio. Eso convive con la devoción, con lo afectivo. Entonces, de algún modo, ternura y violencia no se oponen, sino que aparecen entrelazadas en la experiencia.

-Respecto a la forma, ¿por qué decidiste no poner títulos y mantener todo en minúsculas?

La decisión de sacar los títulos fue relativamente reciente, casi al final del proceso de edición. Algunos de estos poemas se habían publicado antes en revistas o antologías, y ahí tenían título. Pero en la última revisión probamos qué pasaba al quitarlos, o en algunos casos al integrar esos títulos como versos dentro del poema. Descubrimos que así la lectura se volvía más fluida, más inmersiva, y que la voz construía un universo más continuo, no tan fragmentado como una “colección de poemas”. Además, para mí, los títulos siempre han sido lo más difícil de escribir. En este caso, al retirarlos, el libro ganó cierta coherencia, una continuidad que me parecía más justa con lo que estaba armando.

En cuanto a las minúsculas, es algo que ya había trabajado en mi libro anterior, presunta desgracia. Tiene una dimensión visual que me interesa mucho: la minúscula iguala las palabras, evita jerarquías. Las mayúsculas suelen subrayar lo grande, lo solemne —como cuando se escribe Historia con H mayúscula— y en cambio la minúscula me permite poner todo en un mismo nivel, incluso nombres propios, que al ir en minúscula conviven de igual a igual con el resto del texto.

Con la puntuación pasa algo parecido. Prefiero trabajar el ritmo a través de los espacios, los cortes de verso, los silencios, más que con comas o puntos. Es una manera de trasladar la construcción del tiempo y la respiración del poema a lo visual, a la hoja, al blanco, en vez de depender de la puntuación tradicional.

¿Nos podrías adelantar un poquito de lo que se viene en Ágata Musgo Editora?

Acabamos de reeditar Otra vida, el primer libro del poeta argentino Daniel Lipara. No sé si lo conoces: lo publicó originalmente en Argentina por Bajo la Luna, y también se han publicado en Chile otros libros de él en Bisturí 10. Es un poemario breve y muy hermoso, en el que él traduce y reinterpreta lo clásico para contar una historia sobre la enfermedad de su madre y un viaje que hacen a la India cuando él era niño, con la esperanza de encontrar a un gurú que pudiera sanarla del cáncer.

El libro está construido como si los personajes fueran épicos, juega mucho en ese espacio entre lo cotidiano y lo mítico. Y claro, también se cruza con la espiritualidad, la iluminación, toda esa dimensión ligada a la figura del gurú y de la experiencia de la finitud. Es un libro muy bonito, realmente especial.

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