Estadio Memoria: El valor de contar la historia. Pequeño y humilde homenaje a Manuel Méndez Ulloa
La primera vez que fui al Estadio Nacional un 11 de septiembre fue para los 50 años del golpe de Estado. Pienso que porque vivo en el poniente, cerca del río Mapocho y no tanto de la cordillera, no había ido a este lugar de la comuna de Ñuñoa. Ese día en que no me quedé a conmemorar cerca de mi barrio, fui con una ex amiga y me encontré con mucha gente. Estaba lleno.
Como nunca había ido me emocioné con muchas cosas: la tela blanca larga y angosta en la que estaban escritos los nombres de las y los detenidos desaparecidos, el fuego de las velas que juntas daban luz y calor, los carteles con las caritas de las niñas y niños desaparecidos y asesinados, y lo más fuerte, la escotilla 8 del sitio de memoria, donde estuvieron detenidas más de dos mil personas.
No había entrado, no conocía esa parte del estadio. Había una fila larguísima, que en verdad nunca supe si era para entrar de a pocos a los asientos del mismo estadio, o si era para entrar a la zona de los camarines, así que me colé. Me apegué a una de las personas de la organización Estadio Memoria y entré con él. Me dejó en la puerta del camarín número 8. Ahí estaba don Manuel. Pasen compañeros, pasen, dijo amablemente.
Como buena recolectora de relatos andaba con mi Tascam lista para capturar la historia. Me senté en el piso -el mismo, supe después, que había sido cama y colchón de más de sesenta hombres-, saqué mi grabadora y apreté REC.

Manuel Méndez Ulloa comenzó a contar parte de su vida. Era obrero de Cristalerías Chile. Fue detenido en septiembre de 1973, recién impuesto el régimen. El 9 de octubre estaba de cumpleaños. Para esa fecha ya se conocían todos. Imposible no hacerlo. Habían hecho como que celebraban el 18 de septiembre, así que entre conversa y conversa se dijeron, entre tantas otras cosas, las fechas de cumpleaños. En ese contexto llegó el de Manuel. Inesperadamente, dos de sus compañeros se consiguieron hallullas y les pusieron unos fósforos para que hicieran de velas y cantarle el cumpleaños feliz. Manuel cumplía 25 años.
Con emoción y una piedrita en la garganta, contó, casi cincuenta años después, que sopló las velas, y al contrario de lo que se podría esperar, repartió la peculiar torta entre los sesenta hombres con los que compartía prisionero. Dijo que había sido el cumpleaños más lindo de su vida, y que después de esa experiencia nunca más quiso celebrarlo. Cada vez que cumplía años, recordaba con pesar, emoción, alegría y tristeza, ese fatídico año. Pensaba en sus compañeros, en el gesto solidario que habían tenido, en cómo se habían conseguido los panes y en la acción de repartirlos entre todos, convirtiéndose en un hito que de seguro ninguno de ellos jamás olvidó.

Manuel fue de los fundadores de la Corporación Estacio Nacional Memoria Nacional. Guiaba los sábados las visitas al sitio de memoria que la corporación logró que se creara en el lugar donde muchos fueron detenidos. Con bastón, boina y firme contra el olvido, recibía solemne a los visitantes, y sin pudores les hacia partícipes de su relato.
Pensé mucho en mi abuelo Ernesto, marxista, que de chica hizo florecer en mí la rebeldía que traía en la sangre. “Menos mal nunca estuvo preso”, me repetía una y otra vez.
Lloré. Lloré imaginando el camarín lleno de obreros, jóvenes y no tan jóvenes repartiéndose el pan torta de cumpleaños que le habían regalado a don Manuel. Lloré tratando de imaginar cómo se sintió ese día lejos de su familia, pero rodeado de un montón de hombres que tenían la convicción intacta, igual que él, que con el tiempo terminarían enfermando o decayendo poco a poco luego de años cargando en sus huesos esa experiencia. Lloré y sentí que lo admiraba profundamente. Tenía ante mí un hombre fuerte, sobreviviente del terror, que en vez de guardar con dolor su historia decidió compartirla, convencido de que un pueblo sin memoria está destinado a repetirla. Por eso nunca se cansó de contar a todos lo que había pasado en esas cuatro paredes, en ese coliseo del horror que fue su casa por cincuenta días. Salió vivo y vivió por todos sus compañeros.

Este año fui por segunda vez. Manuel Méndez Ulloa ya no estaba para recibirnos en la escotilla 8. Ya no está en este plano y su compañero de prisión honró su presencia ocupando su lugar, haciendo un ejercicio vivo de memoria. Contó la misma historia del cumpleaños y de la hallulla repartida entre muchas personas y que Manuel, tal como contó el día que tuve la suerte de escucharlo, nunca más celebró su cumpleaños, porque para él ese había sido el mejor de todos.
Sentí pena. Traté de recordar su cara. Me acerqué a las fotos y lo vi. Recordé sus ojeras, sus orejas, su cuerpo, su estatura. Ese día, en el 2023, me acerqué y le pregunté si podía abrazarlo, me dijo que sí. Lo abracé apretado y le di las gracias por ser tan valiente y compartir sus heridas, que lo admiraba mucho. Me abrazó de vuelta, él y yo con lágrimas en los ojos. Llegué a contárselo a mi mamá.
Hoy Manuel no estaba para recibirnos en la escotilla 8, pero seguirá vivo en la memoria de todos quienes lo escuchamos y atesoramos su relato.




