Las condiciones del tiempo, del ánimo, de los oráculos. Sobre Días de ventanas abiertas, de Juan Santander Leal

septiembre 23, 2025
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En la portada de la edición de Días de ventanas abiertas de Juan Santander, las mayúsculas de una palabra solitaria: poesía. En el texto de contraportada, firmado por Alejandro Zambra, otra palabra: diario. Me parece que esa discordancia feliz nos dice mucho del libro y sólo quisiera agregar un par de ideas que circulan entre una y otra.

Quiero comenzar refiriéndome a cómo el libro responde a las formas del diario, para luego observar la manera en que se desmarca de ellas. Lo primero es que las entradas del texto están fechadas, remitiéndonos inevitablemente a este género. También es propio del diario que el libro incorpore distintos tipos de entradas, desde las más referenciales, acotadas a la contingencia de los días de ventanas abiertas (o cerradas), hasta las más poéticas, pasando por ideas sobre proyectos futuros, aforismos, notas de lectura, entre otras. Días de ventanas abiertas participa de este modo del particular placer que genera la lectura de los diarios: el ritmo que otorgan las variaciones del azar, esa suerte de compás perfecto que solo puede ofrecernos la aleatoriedad de nuestros días y de nuestras noches.

Cuando leí por primera vez el manuscrito de este libro, pensé en la posibilidad de que se prescindiera de las fechas. Pero al mismo tiempo caí en la cuenta de la necesidad de estas: le dan al libro la cadencia y esa cierta arritmia de la vida. Un ejemplo en la página 47: Fecha 12 de marzo. Primera anotación: “Me duché a oscuras porque hubo corte de luz”. Segunda anotación: “Mañana con sabor a campana de bronce”.

Este ejemplo elegido un poco al azar me permite también subrayar una de las singularidades del libro de Juan. Las fechas son como cajones donde cabe de todo. En conjunto, se presentan como la simulación de una estructura que no existe. Cada una de ellas parece intentar convencernos de que la reunión caótica de anotaciones registradas ese día pertenece de algún modo a una misma categoría, como si estuvieran emparentadas por un rasgo que, página tras página, se nos escapara.

En el caso de Días de ventanas abiertas, ese efecto tan propio de los diarios se combina con un modo particular de anotación. Un estilo, podríamos decir, de llevar registro de los días. Entonces, entre “Me duché a oscuras porque hubo corte de luz” y “Mañana con sabor a campana de bronce”, ambas reunidas en la fecha 12 de marzo, reconocemos una suerte de distancia entre los referentes. El primero mucho más alineado con la realidad; el segundo, más esquivo. Pero en ambas –y esto es válido para todas las demás– lo que prima es la concisión. La yuxtaposición de notas inconexas genera la sensación o la pregunta, más bien, sobre si no hubo otra escritura entre una y otra. Como si Juan aquel día hubiera llenado esas páginas en un estilo convencional de diario y, a posteriori, hubiera escogido dos de entre el conjunto de frases. Pero al mismo tiempo que surge esa pregunta algo nos dice –y nos convence—de que no es así, y que, si bien es muy posible que haya habido una selección, esta no se produjo a partir de anotaciones prosaicas. Algo nos dice que la manera en que Juan escribe un diario, es justamente esta. En este sentido, Días de ventanas abiertas nos hace pensar que lo atractivo de los diarios no es tanto el contenido de las notas, sino el modo particular en que cada autor o autora las registra en sus cuadernos.

Cuando este verano nos reunimos en un local de colaciones en Pedro de Valdivia para comentar su manuscrito, le mencioné a Juan que el libro me hacía pensar en una suerte de tipología de la anotación. A partir de tan particular manera de registrar que se despliega en esta obra imaginaba la posibilidad de estudiar las múltiples posibilidades formales de la anotación, y de clasificarlas como un niño que juega a la entomología. Después de todo, las anotaciones de Juan tienen algo de insectos: son pequeñas, son coleccionables y su aparición parece depender de las condiciones del tiempo, del ánimo, de los oráculos.

Son pequeñas, son concisas. Pese a la variedad de tipos de anotación que ofrece Días de ventanas abiertas, no hay en todo el libro ni una sola anotación extensa. Y es desde ese rasgo que se produce uno de los más bellos efectos de lectura de este libro: incluso las anotaciones más referenciales se registran despojadas de todo contexto, de toda explicación. “A medida que envejezco mi cuerpo protagoniza sus asuntos”, dice una anotación del 7 de febrero. No ingresamos en lo que sucedió ese día, ni en el evento particular que concitó esa anotación. En cambio, reconocemos en esa forma concisa el deseo de atrapar un momento, una verdad.

En su curso La preparación de la novela, ante el problema de cómo pasar de la anotación (anclada en el presente) a la novela, Barthes dirige su atención al haikú. El haikú sería la forma ejemplar de la anotación del presente. Un átomo de frase, dice Barthes, que nota un elemento determinado de la vida real, presente, concomitante. De alguna manera las anotaciones de Juan comparten esas características del haikú: su forma breve es un inductor de verdad. Las anotaciones de Días de ventanas abiertas despliegan el trabajo de una ascesis, de una elipsis, y es por medio de ese despojo que produce uno de los mayores logros de este libro: confundir las anotaciones de diario y las del poema.

Quisiera terminar estas ideas un tanto desordenadas destacando tal vez el aspecto más bello y delicado de este libro: sus anotaciones son siempre deseadas. Quiero decir que, al leerlas, deseamos hacer lo mismo, tomar nuestras propias notas. Del placer de lo hecho, extraemos el deseo de hacer. No creo, sinceramente, que haya nada más valioso que un libro pueda generar en un lector que el deseo de escribir.

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